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Pero ¿hacia dónde había que dirigir el primer asalto? ¿En qué momento? ¿Con qué tropas? ¿Con qué preparativos? ¿Con qué objetivos? ¿Durante cuánto tiempo?

El sultán debía encontrar respuesta a todas estas cuestiones en compañía de su estado mayor, de su ayuda de campo, IbnWásil, y del cadí Ibn Abi Asrun. Juntos estudiarían todos los datos. Cantidad, tipo, calidad y moral de las fuerzas civiles y militares de la ciudad, cantidad y tipo de alimentación disponible, facciones a las que se podía incitar a la rendición o empujar a la sedición, rehenes, chantajes y manipulaciones posibles, emplazamiento de los depósitos de víveres y de municiones, puntos débiles de las fortificaciones, posibles trabajos de zapa, previsiones meteorológicas y astrológicas; a todo se pasaba revista hasta en el menor detalle. Saladino repetía a quien quisiera oírle el antiguo proverbio: «A menudo una estratagema es más eficaz que el valor». Así, poco antes de abandonar Tiro había liberado a Guido de Lusignan, sacándolo de su prisión en Naplusa pero prohibiéndole recuperar el trono. En contrapartida, había autorizado a la reina Sibila, su mujer, a reunirse con él con armas y bagajes. Jerusalén se encontraba, pues, sin reina ni rey, y solo tenía para asumir su defensa a Balian de Ibelin y a su patriarca, Heraclio. Con un poco de suerte, aquellos dos no tardarían en detestarse. Podría ser incluso que, cansados uno de otro, cometieran alguna torpeza, al preferir Balian, al yugo de un cristiano odioso, la tutela de un sultán conocido por su tolerancia y su bondad. Aquel sistema había funcionado perfectamente cuando Saladino había sacado partido de sus lazos de amistad con Raimundo de Trípoli para minar la comunidad cristiana de Tierra Santa.

Pero el sultán debía actuar deprisa. A sus hombres, el tiempo empezaba a hacérseles largo. Muchos querían volver con los suyos, sobre todo porque les había prohibido el pillaje. Los chacales maraykhát ya habían cometido traición. Y había dado orden de vigilar mejor a los beduinos, a los que necesitaba, ya que Bagdad no había enviado los refuerzos esperados.

Saladino había establecido su campamento al norte de la ciudad, no lejos de la Puerta de Damasco, que los francos llamaban Puerta Saint-Etienne. Del otro lado, los tejados naranja de la iglesia de Santa María Magdalena parecían desafiarlo. Saladino se prometió convertirla en mezquita una vez que Jerusalén estuviera en su poder.

Unos días antes, presintiendo que Saladino iba a atacar, algunos burgueses habían solicitado un encuentro. Aquel se encontraba entonces en Ascalón. Hábiles negociadores, los hierosolimitanos habían obtenido del sultán condiciones que les parecían favorables, pero en el instante en que iban a entregarle las llaves de la ciudad había tenido lugar un eclipse de sol. Lanzando gritos de espanto, asustados por lo que interpretaban como un signo de la cólera divina, los burgueses de Jerusalén habían implorado a Saladino que olvidara su gestión y no la tuviera en cuenta. Una vez más, el sultán había tenido un buen gesto; había dicho que comprendía y les había ofrecido una escolta para que pudieran volver a Jerusalén con toda seguridad y cargados de regalos. La maniobra era tan hábil como sincera su generosidad: al verlos volver cubiertos de oro y de vestidos lujosos, muchos hierosolimitanos habían encontrado a Saladino más caritativo que el destino y habían pedido que se lo recibiera con los brazos abiertos.

Chátillon había hecho capturar y perecer bajo la tortura a algunos de los que murmuraban estas palabras, para que en la ciudad se escuchara solo una frase: «Resistir o morir».

Para los curiosos acodados en las almenas de las murallas, adonde la población subía día y noche montones de piedras y toneles de aceite, era como si el crepúsculo se prolongara indefinidamente. En efecto, cuando el sol acababa de ocultarse, sus resplandores quedaban prendidos en los hierros de las lanzas mahometanas, tan numerosas que mantenían la noche alejada, lo que se confirmaba cuando todas las hogueras del campamento sarraceno se encendían, haciendo palidecer el campo de estrellas que inundaba el cielo. Las banderas restallaban a centenares, movidas por el viento nocturno, invisibles en su ropaje negro pero visibles por la forma en que ocultaban los fuegos, con palpitaciones de luz.

Los habitantes de Jerusalén contemplaban este espectáculo temblando, a la vez excitados e inquietos, preguntándose cuándo daría el asalto Saladino.

– ¡Es hermoso, de todos modos! -exclamó, a su pesar, un burgués.

Pero enseguida se elevaron voces:

– ¡No os detengáis! ¡Al trabajo! ¡Al trabajo!

Los que gritaban eran los templarios blancos, a quienes Heraclio y Balian habían confiado el mando de las tropas. A falta de soldados en número suficiente, había habido que reclutar entre los civiles, movilizar a los burgueses, armar caballeros a los jóvenes nobles, dar a los escuderos el mando de pelotones, formar en el manejo de las armas a los habitantes capaces de empuñarlas. Si faltaban armas, se daban a los hombres horcas, palas, picos o martillos, y a las mujeres, escobas, tijeras, largos alfileres o sartenes. Tizones al rojo estaban dispuestos en hogueras situadas en las encrucijadas de las calles. Algabaler y Daltelar, los dos últimos caballeros de Jerusalén, hombres ya ancianos en los que la acritud y la holgazanería competían con el vicio y el miedo, se encerraron en sus casas. Para hacerlos salir tuvieron que amenazar con arrasar sus viviendas y colgarlos de las almenas para mostrar a los sarracenos el destino que esperaba a los perezosos. Los dos caballeros fueron encargados de los trabajos de defensa. Se pensó, con acierto, que nadie mejor que ellos tomaría las precauciones que se imponían para impedir que entraran los sarracenos. Los caballeros hicieron levantar ante las puertas de Jerusalén gruesos muros de ladrillo, material que consiguieron derribando las casas medianeras. A los que protestaron porque se destruían sus viviendas, se les propuso que se quedaran para servir de mortero.

Los látigos restallaban sobre las cabezas de la multitud para llamarla al orden y motivarla. Los hombres transportaban piedras; las mujeres, cubos llenos de agua o de arena; los niños, las raciones que alimentaban a estos aprendices de albañil, y los viejos daban consejos que exasperaban a todo el mundo. No dejaban de repetir: «Ya os lo habíamos dicho…».

Aquello ya no eran muros, sino un amontonamiento de materiales heterogéneos, y todos pensaban en lo que se les podía añadir. Carretas con las ruedas rotas, camas viejas, armarios, ropa usada, restos de animales, basura doméstica, paredes de una tumba; todo lo que podía pesar y obstruir. Las murallas de Jerusalén eran como un manto doble en previsión del invierno. Algunos ocultaron en ellas animales domésticos, pretextando que el hambre y la oscuridad los volverían locos, y que así se lanzarían a la cara de los asaltantes si estos conseguían entrar.

– Y si el sitio se prolonga y llega el hambre, ¿qué comeremos? -protestaron algunas almas sensibles yendo a recuperar, cuando aún podían hacerlo, a su gato o a su perro.

Heraclio y Balian se habían repartido las tareas de modo que tuvieran que verse lo menos posible. A Heraclio, el sur de la ciudad, con sus barrios armenio y germánico; a Balian, el norte, con los barrios francés, hospitalario y, en otro tiempo, judío. Uno y otro se alegraban de esta elección, que colocaba al patriarca a resguardo y a Balian en posición de combate. Porque, desde que la ciudad existía, no se sabía de un asalto que hubiera procedido del mediodía, donde aún subsistían vestigios del antiguo recinto romano. En cuanto a la explanada del Templo, estaba defendida por los templarios blancos y algunos valientes armados con hoces.