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Heraclio y Balian también se habían repartido las poderosas armas de asedio; Balian, haciendo valer la extrema vulnerabilidad de sus posiciones, había conservado para sí las dos catapultas que poseía la ciudad, y los dos onagros y los cuatro escorpiones se habían distribuido equitativamente. Mientras que Heraclio había agrupado el conjunto de sus defensas en lo alto de la torre de David para proteger la ciudadela y el palacio del rey de Jerusalén, Balian había diseminado las suyas a lo largo de sus posiciones, colocando aquí una catapulta, allá un onagro, esforzándose, siempre que era posible, en hacer que los tiros se cruzaran. Del mismo modo, mientras Heraclio había concentrado los víveres en los sótanos de su palacio, Balian había creado dispensarios donde había almacenado lo suficiente para alimentar a todo un barrio durante dos o tres meses, duración estimada del asedio antes de la llegada de los refuerzos esperados.

El día de San Eustaquio, Saladino lanzó el primer asalto contra la Puerta de Damasco.

– ¡Qué lástima! -dijo un burgués colocado no lejos de Balian en las almenas-. Empezaba a habituarme al sitio…

En el Krak de los Caballeros repicaban las campanas y por todas partes estallaban gritos.

– ¡Raimundo de Trípoli ha muerto!

– ¡Lo han asesinado!

– ¡Tengo al culpable! -exclamó un hospitalario, haciendo avanzar a Casiopea ante él bajo la amenaza de su espada.

La joven caminaba en silencio, con la espalda encorvada, sostenida por dos robustos hermanos sargentos y escoltada por cuatro turcópolos y un hermano caballero. Morgennes se precipitó hacia ella. Casiopea le dirigió una mirada que no reconoció.

– ¿Dónde está Simón? ¿Qué ha pasado? -le preguntó Morgennes.

Casiopea no contestó. La prisionera fue conducida a las mazmorras del Krak de los Caballeros, adonde acudió enseguida a verla Alexis de Beaujeu. Morgennes tenía la impresión de que un torbellino lo arrastraba. Las campanas de la pequeña capilla habían cambiado de ritmo, y ahora tocaban a muerto.

¡Había que encontrar a Simón! Poco antes de la comida, estaba en las murallas con Casiopea. ¿Y ahora? Morgennes corrió hacia la escalera que conducía a la torre de los invitados y se cruzó con dos mujeres que descendían de ella. Ambas tenían un porte real y la piel tostada de los habitantes de la región, pero una tenía los cabellos negros mientras que la otra era rubia.

¡Eschiva de Trípoli! Morgennes se acercó a la mujer de cabellos rubios mezclados con blanco y la apretó contra sí, dejándola llorar unos instantes sobre su hombro.

– ¿Qué ha ocurrido? -preguntó.

Eschiva sacudía la cabeza, incapaz de responder. La mujer que la acompañaba, y que Morgennes no conocía, dijo:

– Perdonadme, caballero, pero la condesa aún se encuentra demasiado impresionada. Temo que no pueda responderos por el momento…

Un hombre surgió entonces de los aposentos del conde Raimundo de Trípoli. Era Ernoul. El escudero se acercó al pequeño grupo y exclamó:

– ¡Qué tragedia!

Morgennes lo sujetó por el brazo y se lo apretó hasta hacerle daño.

– ¡Ernoul, debéis decirme qué ha ocurrido! Acusan, a Casiopea de haber matado a Raimundo, ¡es absurdo!

– Estoy de acuerdo con vos, Morgennes -convino Ernoul-. Pero ella es la última que ha visto al conde vivo… Además, no quiere hablar.

– ¿Y qué? -dijo Morgennes-. ¿Significa eso, acaso, que lo ha matado?

– No, pero graves sospechas recaen sobre ella. Sé que es difícil de creer, pero es así.

Morgennes sentía que todo se derrumbaba a su alrededor.

– Casiopea -murmuró con aire perdido-, Casiopea… ¡Tengo que verla, tengo que hablar con ella!

Al ver que daba media vuelta para marcharse, la mujer que acompañaba a Eschiva lo interpeló:

– Perdón, messire, pero he oído a ese bravo Ernoul llamaros Morgennes. ¿No seréis acaso el caballero que ha encontrado la Vera Cruz?

– Sí, soy yo.

– Entonces confío en vos. Si afirmáis que la joven no es culpable, es porque es inocente. Encontraréis al culpable, hombre o mujer, estoy segura.

– ¿Sois la madre de Josías, la compañera de Tommaso Chefalitione?

– Sí.

– El capitán es un buen hombre y me alegro por ambos. Solo lamento que hayamos tenido que encontrarnos en estas tristes circunstancias. Espero que un día tengamos ocasión de conocernos mejor.

– También yo lo deseo -dijo Fenicia.

Y, después de dirigirle una inclinación de cabeza, se alejó con la condesa de Trípoli.

Morgennes se encontró a solas con Ernoul, que preguntó:

– ¿Puedo hacer algo por vos?

– ¿Sabéis qué aspecto tienen mis amigos? ¿Taqi ad-Din, el sobrino de Saladino? ¿Simón de Roquefeuille, un joven caballero? ¿Yemba, un monje de piel negra?

– Sí, creo que sí -respondió Ernoul.

– ¡Encontradlos! Decidles que se reúnan conmigo en las habitaciones de Raimundo de Trípoli. ¡Rápido!

– Enseguida -dijo Ernoul.

Morgennes dio las gracias al bravo escudero, y decidió dirigirse a las habitaciones de Raimundo de Trípoli antes de que le prohibieran la entrada.

Casiopea no se movía. Estaba tendida en su celda, sobre una paca de paja.

A su lado, Beaujeu se esforzaba en hacerla hablar. Pero la joven permanecía silenciosa. Se contentaba con mirarlo con aire triste, con las lágrimas corriéndole por las mejillas y los labios misteriosamente sellados.

– Escuchadme -empezó Beaujeu-. Os voy a ser franco. No creo que seáis vos quien ha matado al conde. Por otra parte, ¿por qué hubierais debido hacerlo? No teníais ningún interés en ello…

Fue a buscar un taburete y se sentó junto a ella.

– Os voy a hacer unas preguntas -continuó-. No sé por qué razón mantenéis la boca cerrada, pero tal vez podáis decir sí o no con la cabeza, ¿no os parece?

Casiopea se incorporó, con un brillo en la mirada. Lentamente, penosamente, asintió con la cabeza.