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– Bien, ya es un principio… Solo hace falta que respondáis así. ¿De acuerdo?

Casiopea asintió de nuevo.

– ¿Tenéis algo que ver con la muerte de Raimundo de Trípoli?

Casiopea se estremeció de arriba abajo, como si se encontrara en un estado de desesperación extrema, y luego asintió con la cabeza. Sin permitir que sus sentimientos se reflejaran, Beaujeu prosiguió con su interrogatorio.

– ¿Habéis matado a Raimundo de Trípoli?

Esta vez Casiopea respondió más deprisa, con un signo de negación.

– ¿Sabéis quién lo ha matado?

De nuevo hizo que no con la cabeza.

– ¿Seguís sin poder decirme nada?

Ella lo miró a los ojos, sorprendida. ¿Había comprendido lo que le ocurría?

– Si pudierais, ¿hablaríais?

Casiopea asintió.

Beaujeu se levantó y se frotó pensativamente la barbilla.

– ¿Qué os lo impide?

Pero Casiopea no podía o no quería responder a esta pregunta. Se contentó con encogerse de hombros con aire evasivo, y luego se tocó la garganta.

– Perdón -continuó Beaujeu-. ¿Tenéis una idea de qué es lo que os lo impide?

Casiopea inclinó la cabeza.

– ¿Y sabéis quién ha atentado contra la vida de Raimundo de Trípoli?

Una vez más, la respuesta fue positiva.

– ¿Los templarios?

– ¡Los asesinos! -soltó Casiopea, como a su pesar.

La respuesta había surgido espontáneamente de su boca, pero sus labios ya volvían a cerrarse. Un gran dolor se revelaba en su rostro, como si en su cabeza se desarrollara un combate en que se enfrentaran pensamientos contradictorios.

La puerta de la celda se abrió detrás de Beaujeu, y Morgennes entró, acompañado de Yemba, Simón y Taqi.

– Noble y buen hermano -empezó Morgennes-, puedes liberarla: ella no es culpable.

– ¿Quién entonces? -preguntó Beaujeu.

– El -dijo Morgennes mostrando al comendador la cabeza de Rufino-. Acaba de confesarlo todo.

Unos instantes más tarde todos se encontraban en el reservado de la sacristía del Krak.

– ¿Podéeeeis secaaaarme los ojos, poooor favor? -imploró Rufino-. No tengo braaazos, y eeeestas lágrimas me moleeeestan…

Morgennes secó el rostro de Rufino con ayuda de un trapo que había al lado del cofrecillo.

Taqi examinó la habitación, un reducto particularmente sombrío, sin ventana, tallado en la roca, lleno de cofrecillos y objetos diversos, entre los cuales se distinguían varios centenares de velas decoradas con motivos extraños.

– Aquí guardamos las vestiduras sacerdotales, las barricas de vino de misa, los ornamentos y los vasos sagrados -explicó Beaujeu.

– Veo que disponéis de un número de cirios considerable -comentó Yemba divertido-.Y también he podido notar que, curiosamente, las inscripciones con que están decorados no tienen nada de latín…

– Efectivamente -convino Beaujeu-. Pero no creo que signifiquen nada en particular. Solo son adornos decorativos.

– Eso no es exacto -dijo Taqi cogiendo uno de los cirios-. Están escritos en una lengua muy antigua, venida de Persia, en los primeros tiempos del Profeta (la gracia sea con él). En este pone: «¡Muerte a los cristianos!».

Todos se estremecieron, como si súbitamente la temperatura de la habitación hubiera descendido varios grados. Taqi volvió a dejar el cirio en su sitio.

– Tenéis una cantidad enorme -observó Simón-. ¡Todos estos cirios! ¿Qué hacen aquí?

– No sabía que tuviéramos tantos -confesó Beaujeu.

– Dejaaaadme que os expliiiique -continuó Rufino con su voz cavernosa-. ¡Tooodo es tan… complicaaado!

La cabeza se puso a hablar y, como de costumbre, se mostró inagotable. Estuvo discurseando durante más de una hora, explicándoles al detalle cómo Casiopea y él mismo habían sido secuestrados por los asesinos, en el Yebel Ansariya, y luego condicionados por Rachideddin Sinan. Bastante mal, por suerte.

– ¡No sabíiiiamos siquieeera lo que tendríiiiamos que hacerrr!

De hecho, desde su llegada al Krak, Rufino había sido confiado al hermano enfermero para que lo examinara, tratara de comprender los prodigios que permitían animarlo y decidiera si era obra del diablo o de Dios. Era indudablemente obra del diablo, y mientras Rufino y el hermano enfermero discutían ásperamente, una oleada de palabras hipnóticas había salido de pronto de la boca de Rufino. El conjuro había conminado al hermano enfermero a que se presentara sin tardanza en la sacristía, cogiera uno de los numerosos cirios que había allí y lo llevara a la habitación de Raimundo de Trípoli; lo que una investigación adicional confirmó más tarde, pues Eschiva de Trípoli recordó que, efectivamente, el hermano enfermero se había presentado con un cirio: «Para vuestras veladas invernales», le había dicho antes de marcharse. Pero el invierno de Raimundo de Trípoli, ya muy enfermo, debía llegar prematuramente: de manos de una joven. Cuando Casiopea había visto la vela en la habitación de Raimundo de Trípoli y había reconocido los dibujos, no había podido evitar encenderla. Luego se había sentado, silenciosa, inmóvil, y había mirado, incapaz de hablar porque el humo que ascendía de la vela empezaba a actuar, paralizándole las cuerdas vocales.

– ¿Qué había que mirar? -preguntó Beaujeu.

– ¡Una serpieeeente! -respondió Rufino.

– ¿Es decir? -insistió Beaujeu.

– ¡Esto! -dijo Morgennes.

Y, desenvainando a Crucífera, cortó uno, dos, luego tres, y finalmente toda una serie de cirios. Cada uno ocultaba en su interior un áspid enrollado sobre sí mismo.

– ¡Sacrilegio! -exclamó Beaujeu-. Pero ¿qué es esto?

Taqi recogió algunos pedazos de cirios cortados en dos, los observó y se los enseñó a Beaujeu.

– ¡Mirad! Las serpientes se introducen en la cera, donde se adormecen. El calor de la llama las despierta. Entonces salen de sus velas y van a morder al primero que encuentran. ¡Es un milagro que Casiopea haya podido escapar de ellas! El Krak está lleno de estas serpientes. Por suerte las hemos encontrado -dijo, aplastando con el talón a las que habían caído sobre las losas del reservado, todavía aturdidas.

Rufino lloraba a lágrima viva. Le pidió a Morgennes que le «sonaaara la nariiiiz».Y, después de haber soplado en el trapo con toda la fuerza de sus inexistentes pulmones, continuó:

– ¡Es Siiiinan! ¡Tiene aliiiiiados aquí! ¡Poderoooosos!