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– Eso parece -dijo Beaujeu-. Para empezar, ¿cómo es posible que estos cirios…?

Estaba tan encolerizado que no pudo acabar la frase. Abrió furiosamente la puerta de la sacristía y llamó a los guardias:

– ¡Que vayan a buscar al hermano capellán!

El primer guardia había salido cuando Beaujeu volvió a abrir la puerta y añadió:

– ¡Y al hermano enfermero!

Interrogados, los dos hombres revelaron -por boca del hermano capellán- que los cirios eran donaciones hechas por pobres que les agradecían las comidas ofrecidas. Al parecer, los fabricaban ellos mismos.

– ¡Se acabaron las comidas para los pobres! ¡Se acabaron los pobres en el Krak de los Caballeros!

Y, resistiéndose a mostrarse tan duro, el comendador añadió:

– ¡Les tiraremos la comida desde lo alto de las murallas!

El hermano capellán tomó la resolución de ayunar durante cuarenta años seguidos, es decir, hasta el fin de sus días. En cuanto al hermano enfermero, confesó:

– Qué puedo deciros: ¡fue esa cara diabólica, me hechizó con sus bellas palabras! ¡Todavía tengo la cabeza como un caldero, aún me zumban los oídos, y mis pies, ay mis pies!

El pobre hombre se sujetaba la cabeza con las manos y golpeaba con el pie contra el suelo. Rufino lo observaba lanzando grandes «¡Ooooh!», como si encontrara que exageraba.

– Pero, en fin, Rufino -preguntó Beaujeu-, ¿qué os prometió Sinan para que hicierais esto?

– ¡Un cueeeerpo! -dijo Rufino entre sollozos.

Y tuvo que volver a sonarse con el trapo de Morgennes.

Aquella misma noche, el asunto había quedado zanjado.

Detuvieron a todos los pobres que se encontraban en el Krak para registrarlos. Algunos llevaban, encima cirios que ocultaban áspides, y fueron ejecutados inmediatamente. Muchos defendieron en vano su inocencia, afirmando: «¡Nos pidieron que os los diéramos, no es culpa nuestra!». Pero era imposible saber si decían la verdad y se optó por no correr riesgos. Fueron ejecutados como los otros. Casiopea, que salía poco a poco de su hechizo, dio también su. versión de los hechos: «Las inscripciones trazadas a lo largo de los cirios eran fórmulas mágicas cuya potencia se reforzaba con el olor que desprendía la cera al quemarse. La primera orden recibida era encender la vela. Luego ya era imposible moverse o hablar».

Casiopea, paralizada, había visto, pues, con horror cómo el áspid se desprendía de su vaina de cera, como un pajarillo saliendo de su cáscara, y avanzaba despacio hacia ella. Pero, curiosamente, no había sido mordida. (En ese momento Taqi esbozó una sonrisa y contempló los numerosos tatuajes de su prima. Algunos tenían la reputación de alejar a las serpientes. Sin duda la explicación debía de encontrarse ahí.) A continuación el reptil se había dirigido hacia el conde de Trípoli, que se encontraba dormido, y lo había mordido.

Al examinar el cuerpo de Trípoli, encontraron la marca de la mordedura. Y, al registrar la habitación, apareció el áspid.

– Los acontecimientos se precipitan -observó Morgennes-. De otro modo, Sinan hubiera esperado a la Navidad para mataros a todos en la capilla, en el momento en que utilizarais los cirios para las fiestas.

– Pero ¿qué interés tiene él en atacarnos? -preguntó Beaujeu.

– No solo os golpea a vos -respondió Morgennes-. Sinan no puede hacer gran cosa contra el Hospital. Pero el Krak es la única fortaleza de esta región que todavía se le resiste, ya que los templarios están conchabados con él. Con el conde de Trípoli muerto, sus tierras quedarán desorganizadas. En estos períodos de turbulencias, ocuparse de la sucesión del conde no será tan sencillo. De este modo Sinan ha propinado un duro golpe al Hospital, que, de todas las facciones de Tierra Santa, es la que más se le opone y la menos desorganizada.

Como habían hecho correr riesgos enormes a la casa, el hermano capellán y el hermano enfermero fueron condenados a presentarse ante el tribunal de penitencia al acabar la semana. El hermano capellán prefirió la condenación eterna al deshonor y, cuando lo conducían bajo una fuerte escolta a su habitación, se lanzó por una ventana que daba a un precipicio. El hermano enfermero, por su parte, se benefició de la clemencia del tribunal. Después de todo, el Krak lo necesitaba. Era el único médico de la fortaleza. Además, al haberse suicidado el hermano capellán, todas las sospechas recayeron sobre el muerto.

Sin embargo, hubieran debido exculparlo, pues, aunque era un hombre duro -de corazón, de espíritu-, su dureza le impedía justamente traicionar a aquellos cuyas costumbres desaprobaba. Nadie vio al hermano enfermero alegrarse en la misa que se celebró, en el Krak de los Caballeros, en honor de Raimundo de Trípoli. Nadie lo vio frotarse las manos de gusto, y nadie lo oyó murmurar en voz baja, con los ojos perdidos en el vacío, palabras de odio.

Al día siguiente, al alba, los tres grupos constituidos por Alexis de Beaujeu se pusieron en camino, con Morgennes a cargo de Rufino, ahora amordazado. Simón no apartaba los ojos de Casiopea, mostrando en todo momento una deferencia ejemplar.

En cuanto al féretro de Trípoli, la caja partió con Tommaso Chefalitione, Fenicia, la condesa de Trípoli y sus hijos, ya que el conde había pedido que lo enterraran en Provenza.

La estratagema era sutil. En plena noche, Morgennes, Chefalitione y Beaujeu habían sacado a Raimundo de Trípoli de su ataúd para reemplazarlo por la Vera Cruz. Luego, su cuerpo había sido enterrado bajo una losa anónima, en el pequeño cementerio situado detrás de la capilla, y la Vera Cruz había sido separada en dos, con el patibulum y el poste tendidos uno junto a otro en la caja.

Morgennes se extrañó al ver que las dos partes cabían, pues se había dicho: «El poste no aguantará». Y de hecho descubrieron serrín en sus guantes de cuero. La Vera Cruz empezaba a desintegrarse.

24

Luego dice al hombre: «El temor del Señor, he ahí la sabiduría; apartarse del mal, he ahí la inteligencia».

Job.XXVIII,28

Un poco después de haber entrado en lo que constituía todavía, menos de tres meses antes, el reino franco de Jerusalén, Yemba y Morgennes se separaron. El primero fue hacia oriente y el segundo al oeste, al otro lado del Jordán. Poco antes de dejar a su amigo, mientras lo abrazaba en una despedida que sabía definitiva, Yemba le preguntó, tocando su cota de malla con un resto de raíz blanca:

– ¿Te ha sido muy útil?

– No demasiado -respondió Morgennes.

– ¿Ah, no? -se extrañó Yemba.

– Al parecer, Dios me preserva de los combates. Desde Hattin solo he tenido que soportar una andanada de flechas. Por lo demás, no creo que haya llegado a derramar sangre…