– Mmm… -murmuró Yemba, sorprendido-. Es muy extraño. Debes de ser uno de los pocos en este país que pueden afirmar algo así.
– Durante mucho tiempo no tuve armas. Luego me hice con unas grandes tenazas. Pero no las he utilizado… No han faltado ocasiones, pero las cosas han ido así. Ahora tengo a Crucífera -dijo acariciando la cruz de bronce que adornaba la empuñadura de su espada-. ¡Pero en realidad solo ha salido de su vaina para cortar velas!
Yemba sonrió y dirigió un último gesto de despedida a su amigo, mientras gritaba:
– ¡Dios te guarda!
– ¡Y a ti! -dijo Morgennes.
– ¡No era un deseo, sino una constatación! -replicó Yemba. Luego mordisqueó su raíz y se alejó riendo. Ernoul se acercó a Morgennes.
– Curioso personaje, siempre bromeando… -dijo-. Se diría que la destrucción del oasis de las Cenobitas no lo ha afectado…
– No es eso -explicó Morgennes cuando Yemba y su. escolta de hospitalarios desaparecieron detrás de una colina-. Pero no lo exterioriza. Yemba solo muestra de la vida lo que a él le gustaría ver siempre: alegría.
Como si quisiera saludarlos, cuando se disponía a pasar también al otro lado de la colina, el pequeño elefante levantó la trompa y barritó por última vez. Finalmente, Morgennes y los suyos llegaron hasta la barcaza, manejada por soldados de Saladino. Gracias a Taqi, pudieron cruzar sin tropiezos.
El extraño grupo siguió su ruta hacia poniente, antes de desviarse ligeramente hacia el mediodía. Ernoul marchaba junto a Morgennes, con Taqi. Yahyah, montado sobre un potro, los seguía con Babucha. Luego venían Casiopea y Simón con la cruz truncada; antes Simón había deslizado un pequeño fragmento en su limosnera. En cuanto a Masada, que lloraba la partida de Carabas -pues el asno se había ido con Yemba hacia el Mar Muerto-, apestaba a carroña. La lepra había ganado terreno. Pronto tendría que resignarse a coger una carraca y envolverse con vendas. Como un terreno falto de agua, sus brazos, sus piernas y su torso estaban cubiertos de grietas. Sus miembros se habían hinchado; sus articulaciones estaban salpicadas de placas cobrizas; sus dedos desaparecían en concreciones grisáceas, prefiguración de lo que a todos nos espera: el polvo. Masada se moría a pedacitos y se sumía en profundos monólogos con Rufino, que, al estar amordazado, lo escuchaba pero no podía responderle si no era guiñando los ojos. A menos que lo hiciera a causa de la arena.
Masada hablaba a menudo de su mujer, a la que echaba terriblemente en falta.
– Desde que se fue, yo me voy igualmente. Es más fuerte que yo.
Muerta, Femia aparecía a sus ojos adornada con todas las cualidades, volvía a ser la mujer que lo había enamorado en otra época. La mujer con quien se había casado. Aquellos últimos tiempos, ella no había sido ya para él más que un traje viejo, una capa un poco pesada, de tejido grueso, que se ha llevado demasiado. Lo que lo había conducido a cambiar de actitud había sido, sobre todo, la llegada de Casiopea. Masada se aburría en su tenderete cuando había visto un halcón en el cielo. Entonces había dado unos pasos hacia la calle para ver mejor al pájaro, que describía círculos como en busca de una presa.
El ave se había posado sobre el toldo de su tienda.
– Sin duda atraído por los colores rojo y amarillo -explicó Masada a Rufino-. Algunos curiosos levantaban la cabeza para admirar a aquel magnífico pájaro que acababa de elegir mi negocio como percha. Agarrando un largo bastón, que vendía como si fuera el utilizado por Moisés para abrir el mar Rojo, me disponía a echarlo de allí cuando una voz me dijo: «¡No lo toquéis!».
»Miré alrededor y vi a una joven soberbia. A pesar de mi pequeña estatura, no era mucho más alta que yo. Castaña y de ojos azules, de su persona emanaba una fuerza increíble, un encanto fantástico. En cierto modo, era como si solo ella hubiera acabado de ser creada. Su belleza era secundaria: si hubiera sido fea, la más fea de todas, no habría cambiado nada. Era extraordinaria. Sus movimientos eran gráciles, de una elasticidad animal. Algunas personas siguen el camino, otras, más raras, dan la impresión de trazarlo. Ella es el camino. El que a uno le gustaría seguir hasta el final. La observé, fascinado, más emocionado que si el pájaro me hubiera hablado. Entonces me dijo, apuntando al halcón con la mirada:
«"Podría heriros."
»El pájaro saltó del toldo a su puño, y la joven añadió:
»"Dicen que sois el mejor comerciante de reliquias de toda Tierra Santa. ¿Es cierto?"
»"Sí, desde luego", respondí yo.
«"Entonces aconsejadme."
«Hice todo lo que pude, presentando a esa mujer demasiado sorprendente para ser real los mejores artículos de mi almacén. Me compró una cantidad enorme de reliquias, todas falsas. Prefería las más pequeñas, para poder llevárselas. "Una por cada persona que he matado para llegar hasta aquí", me dijo, sin que yo supiera si decía la verdad. Pero ¿quién era yo para preguntarle sobre eso? De modo que le vendí algunas pepitas de la manzana que Eva dio a Adán, el cuchillo de Abraham, un denario de Judas, plumas del gallo que oyó cantar Pedro, los signos que Jesús trazó con su dedo en la arena antes de ser apresado y muchas otras maravillas… Ella las colocó en bolsitas, en su cintura, en sus cabellos, como broche, en torno a los brazos, las pantorrillas, incluso en el ombligo…
«"Pocas personas", le dije, "compran tantas. Generalmente basta con una."
«"Temo", dijo ella con un suspiro, "que todas las reliquias de la tierra no puedan devolverme la inocencia perdida en mi búsqueda."
»"¿Qué buscáis?"
»"A un hombre."
»"¿No estáis casada? Yo puedo divorciarme, si queréis…"
»"No lo busco para casarme, sino para hacerlo aparecer en un libro, como personaje."
»"Yo soy un personaje fabuloso."
»"No lo dudo, pero necesito un caballero…"
»"Es cierto", proseguí yo, "que yo representaría mejor el papel de lacayo…"
»"Os prometo que hablaré de vos a Chrétien de Troves."
»Una vez que la joven se hubo marchado, vi por el resquicio de la puerta la mirada de Femia. Ella también había abandonado en otro tiempo a los suyos para venir hacia mí… En ese momento, precisamente, se me hizo insoportable contemplarla. Con todo lo que había sacrificado por mí… No he sabido mostrarme digno de ella…
Rufino miraba a Masada, incapaz de responder, soltando de vez en cuando pequeños «hum, hum» para indicar que escuchaba. Y Masada seguía hablando, tan inagotable como un Rufino desamordazado.
Un día, el halcón peregrino se posó en el puño de Simón. Era la primera vez. Simón había llamado al pájaro y había tendido su mano enguantada de cuero hacia el cielo, como Casiopea le había enseñado. Después de trazar círculos en el aire y descender bruscamente en picado, la rapaz se había vuelto a colocar en posición horizontal, con un breve batir de alas, para aferrar con delicadeza el puño del joven caballero. Casiopea aplaudió con ambas manos, estorbada por el travesaño de la cruz que sostenía por él. -¡Bravo! -dijo-. ¡Lo has logrado!