Simón, orgullosísimo, galopó hacia adelante para mostrar su éxito a Morgennes.
– Felicidades -dijo Morgennes-. Y ahora ¿cómo harás para que se vaya volando?
– Es la segunda lección -respondió Simón-. Aún no sé muy bien cómo se hace. Pero probaré.
Levantó el brazo y tendió la mano hacia el cielo, esperando que el pájaro levantara el vuelo. Pero el halcón peregrino siguió aferrado a su guante y no se movió. El animal clavó sus ojitos amarillos en Simón, preguntándose por qué se agitaba de aquel modo. ¿Qué demonios podía querer?
El grupo se rió mucho con los problemas de Simón, que no conseguía desembarazarse del halcón de Casiopea. Pero esta lo llamó con un chasquido de la lengua, y la rapaz voló ágilmente a posarse en su puño, lanzando de vez en cuando una mirada ofendida a Simón, indignada por haber sido confiada a un alumno tan incompetente. Morgennes sacudió la cabeza, divertido.
– Os doy las gracias por acompañarnos -le dijo Ernoul-. Espero que no sea demasiado tarde y tengamos tiempo de llevar la Santa Cruz a los hierosolimitanos…
Sus miradas se dirigieron a Taqi, quien les dijo:
– No os preocupéis, mi tío ha dado su palabra. Y, si la Vera Cruz puede atenuar los sufrimientos de los vuestros, probablemente la dejará entrar. Dependerá de cómo se presente la batalla.
– ¿Es decir? -preguntó Morgennes.
– Pues bien -dijo Taqi-, si tiene dificultades para tomar la ciudad, sin duda no querrá dejar que entre en ella, para no ofender a Alá. Si las cosas van bien, en cambio, solo podrá aceptar, siendo Dios el Clemente. Nadie querría ofender a Dios, aunque fuera solo a través de sus reliquias.
Heraclio echaba chispas. «¡No comprendo -decía- por qué Saladino no ataca por este lado!» Contra lo que pudiera esperarse, se estaba refiriendo al suyo. Su gente lo observó, sorprendida de oírle proferir aquellas palabras. El motivo que las suscitaba eran los éxitos de Balian, que ya había conseguido hacer retroceder una vez al ejército del sultán.
Aquello no podía explicarse, pensaba Heraclio, si no era por la ayuda de Dios. Ayuda de la que también a él le hubiera gustado enorgullecerse.
Sin embargo, resistir no había sido fácil, y aquel primer éxito se debía tanto al talento de Balian, a la suerte y a su capacidad de caudillaje como a la ayuda del cielo.
Al alba del 20 de septiembre, hacía de aquello más de una semana, cerca de seis mil hombres, infantes, arqueros, piqueros y soldados zapadores, habían marchado contra la ciudad. Los estandartes amarillo y negro del sultán flotaban al viento como velos de huríes; las finas hojas de los sables y las lanzas del Yemen lanzaban destellos, acompañados por él fragor atronador de las enormes rocas que las máquinas de guerra de Saladino lanzaban contra las murallas de Jerusalén. Pero la ciudad resistía. Algunos defensores se habían precipitado al vacío debido al hundimiento de un lienzo de muralla; pero detrás se levantaba otro igualmente sólido, construido recientemente por la gente de Algabaler y de Daltelar. Los sitiados se animaban cantando salmos, especialmente el de Ultramar: «¡Que el Santo Sepulcro sea nuestra salvaguardia!». Alababan al Señor y bebían grandes tragos de vino directamente de los toneles izados a lo alto de los recintos. E insultaban a los sarracenos: «¡Chacales! ¡Cerdos! ¡Gusanos!». Pero los mahometanos no oían las injurias. Arrastrados por el son de los tambores y las flautas, subían al asalto de las murallas en filas apretadas.
De rodillas entre dos almenas, los hierosolimitanos rezaban, decididos a permanecer firmes como rocas bajo la lluvia de flechas enemigas. Desgraciadamente, sus cuerpos eran acribillados por multitud de proyectiles, que los atravesaban de parte a parte y los hacían caer desplomados. Otros hombres acudían entonces a reemplazarlos, aunque muchos encontraban más prudente tapar las almenas con escudos adornados con una cruz.
¡In hoc signo Vinces!, repetía sin desmayo Balian II de Ibelin, animando a su ejército improvisado a llevar este símbolo al campo de batalla. Y todos lo lucían, algunos en el cuello, otros bordado en la ropa y otros pintado en el escudo.
– ¡No olvidéis por quién combatís! -gritaba a sus hombres-. ¡Los sarracenos no pasarán!
Balian ordenó a las catapultas que concentraran sus disparos en las más lentas entre las tropas enemigas.
– ¡No serán los jinetes los que nos harán daño, sino estos que van armados con picas pesadas, los que llevan escaleras bastante altas para alcanzarnos o empujan largas galerías!
Galerías con enrejados de madera que los sitiados veían avanzar hacia ellos, como techos deslizándose sobre ruedas.
Saladino había enviado a algunos zapadores al asalto de las murallas, y Balian quería evitar que esos hombres pudieran aproximarse. Si los jinetes que permanecían más atrás, con sus brillantes armaduras, parecían los picos nevados del Hermón, los infantes eran colinas en marcha que había que aplastar bajo las rocas.
Balian agitó una pesada bandera roja, dando a sus hombres la señal de liberar la tensión que mantenía en el suelo las cajas cargadas de piedras. Bruscamente, con un ruido enorme, los proyectiles volaron hacia el cielo, ascendieron en el firmamento y estallaron en varios fragmentos que cayeron como una lluvia de cometas sobre los sarracenos.
Una decena de piedras abrieron otros tantos agujeros profundos en los arrabales de Jerusalén, enterrando para siempre a algunos soldados, e incluso destrozaron una de las galerías que los asaltantes empujaban hacia las murallas.
Luego les llegó el turno de volar a dos largas lanzas, una de las cuales atravesó a un caballero y su montura, clavándolos definitivamente en el suelo -como a un insecto en una plancha de madera-, mientras la otra se perdía en el cielo.
El onagro había sido colocado en medio del mercado, vaciado de sus puestos de venta. Para acabar de completar la carga, los servidores habían añadido a las rocas sus basuras, pues ese era ahora el único modo de hacerlas salir de la ciudad.
Así, carretadas de inmundicias se lanzaron al asalto del cielo antes de caer como un aguacero pestilente sobre las cabezas de los sarracenos.
Los esfuerzos de estos últimos se prolongaron durante toda la jornada. A los gritos de «Allah Akbar», miles de infantes corrieron al asalto de las murallas y se estrellaron contra ellas, empujados por las filas siguientes. Al abrigo de sus escudos, los asaltantes trataban de alcanzar los muros, aprovechando el más pequeño ángulo muerto o no tan bien defendido. Algunos llegaban a plantar sus escaleras o a acercar pesadas torres de madera, contra las que los defensores lanzaban flechas inflamadas. Pero las torres se habían protegido con pieles de animales y cordajes rociados con vinagre, y el fuego prendía con dificultad. Una de ellas, sin embargo, que había recibido en su cima la piedra de una catapulta, se inclinó hacia atrás y se derrumbó. Aterrorizados por el estruendo de los maderos que se quebraban, los sarracenos que la servían se lanzaron al vacío y se empalaron en las picas de sus compañeros. Centenares de arqueros a caballo hacían llover una nube de flechas sobre las murallas de Jerusalén; pero estas no eran, como los hombres, capaces de retroceder. Permanecían inmóviles, y si sus protectores morían -con minúsculas alas negras plantadas en el pecho-, otros ocupaban su lugar enseguida, lanzando grandes gritos, escupiendo injurias, babeando como animales, haciendo gestos obscenos, lanzando piedras, sacos, sillas, bancos; en fin, todo lo que tenían a mano, incluidas sus ropas, camisa, botas, sombrero, cinturón. A veces, en un ataque de locura, lanzaban incluso por encima de las murallas a un camarada, que caía aullando si solo estaba herido, silencioso si estaba muerto. Los que no lanzaban nada tiraban con sus arcos o sus ballestas, y los que no tenían nada que arrojar, para no quedarse atrás, escupían por encima de las almenas o trepaban a ellas para mostrar sus nalgas a los sarracenos.