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Al caer la noche, las tropas de Saladino retrocedieron sin haber conseguido cruzar la Puerta de Damasco. Aunque algunos bravos guerreros habían llegado a poner el pie en las murallas, los hierosolimitanos, con largas perchas, habían hecho volcar sus escalas. Aquellos valientes habían perecido como mártires, tratando de llevarse en su muerte al mayor número posible de cristianos, y habían dejado un círculo de cadáveres a su alrededor.

El propio Balian, a pesar de sus heridas, había cortado de un mandoble la garganta a uno de aquellos audaces.

– ¿Cuántas guerras, cuántos combates habré de ver aún antes de morir? -se lamentaba.

Estaba cansado de aquellos combates.

Sentía cierto desdén por los hombres por los que se batía. Muchos estaban gordos y no defendían, como él, la ciudad de Dios, sino más bien su comercio, su casa, su familia. «Y, después de todo, ¿por qué no?», se decía Balian, que, sin embargo, pensaba: «Un comercio, una casa, una familia son cosas que se desplazan. El Santo Sepulcro no».

No aceptaba que se pudiera tener por una tienda el mismo amor que él sentía por el lugar donde Cristo había sufrido tanto.

Al ver retroceder a las tropas de Saladino, Balian dio orden de detener el combate. Y, cuando el sol se puso, comprendió un hecho de extrema importancia que explicaba -en parte- el fracaso de los mahometanos: habían combatido todo el día con el sol en los ojos. Sus adversarios solo habían sido para ellos manchas oscuras sobre un tablero luminoso. Así era más complicado ajustar el tiro, más difícil acertar a los hombres, más arduo calcular las distancias. Y, sobre todo, el combatiente guiñaba los ojos en el peor momento, cuando había que mirar recto adelante para evitar un proyectil o una espada.

«Saladino ha cometido un error; no lo cometerá dos veces.»

En su tienda, Saladino rumiaba. Alejandro, cuyos escritos había leído, ya lo había dicho: «En la guerra, arréglatelas para que el sol y el viento estén contigo y no contra ti». Demasiado impaciente, casi convencido de que Dios estaba de su lado y de que la ciudad pediría la rendición en cuanto atacaran sus tropas, Saladino había querido hacer una entrada triunfal por la Puerta de Damasco. Pero Dios lo había decidido de otro modo, y había opuesto al asalto de sus tropas la resistencia de un corazón valeroso.

«¿Por qué Dios me prueba así? ¿Seré para él como ese pobre Job? ¿No conoce acaso mi piedad, el amor que le profeso? ¿No valora hasta qué punto hago todo esto por su gloria? ¿Qué falta he cometido para que me retire así su apoyo?»

Luego comprendió. Al atacar de manera tan torpe, tan precipitada, tan orgullosa, había querido forzar la mano a Dios. Obligarlo a que lo ayudara. Hubiera hecho mejor en escuchar las palabras del Profeta (la paz sea con él): «Aquel que subestima al enemigo se hace ilusiones sobre sus propias fuerzas, y esto es ya una debilidad».

Lentamente, con infinitas precauciones, Saladino desenrolló su alfombra de la oración y pidió a Alá que lo perdonara; prometiendo que el próximo asalto sería el bueno, y que esta vez libraría una batalla digna de cada uno de los noventa y nueve nombres de Dios.

Una vez acabada la oración, Saladino se sintió con el alma en paz. De nada servía precipitarse. Dios lo había previsto todo. El sultán acarició con mano distraída el pelaje de Majnun, su pantera, y se sirvió otra taza de té para ayudarse a reflexionar. Sorbió un trago de líquido ardiente, preguntándose qué debía hacer. Si volvía a empezar, al día siguiente, en el mismo sitio, las tropas de Balian seguirían tan bien organizadas como hoy. No, Dios quería otra cosa. Un proyecto inédito. Tenía que encontrar un nuevo sector por donde atacar. El sur lo colocaba en un plano demasiado inferior, lo que no era una posición adecuada para un sitio. El oeste estaba fuertemente defendido por la torre de David y la ciudadela de los reyes de Jerusalén; en cuanto al este, aunque allí se alzaba el monte de los Olivos, que lo situaba en altura en relación con la ciudad, un profundo barranco lo separaba de las murallas.

Pensativo, convocó a su estado mayor y estuvo discutiendo toda la noche la táctica que deberían adoptar. Había que cambiar de posición, ¿pero para ir adonde?

Balian, por su parte, no estaba descontento de sus éxitos. Hombres de Heraclio, que habían acudido a apoyarlo (de hecho, a espiarlo), habían celebrado incluso su valor y su ingenio. A los que le preguntaban cuál era su secreto, Balian les respondía: «Lanzarse ciegamente al combate reconforta el corazón».Y a todos les parecían palabras muy sabias. No sabían que Balian se contentaba con citar al Profeta y con seguir sus recomendaciones. Pues este no había sido solo un formidable conductor de hombres y un gran jefe de Estado, sino, antes que nada, un soldado. Un conquistador cuyos pensamientos se habían consignado en varias obras a las que los mahometanos se referían siempre. Balian había juzgado esencial conocerlas, y se las había hecho traducir en dos ejemplares por Guillermo de Tiro, uno para él y otro para su amigo Guillermo de Montferrat.

El día siguiente transcurrió sin un. nuevo asalto de las tropas de Saladino, al esperar el sultán un signo del Altísimo. Solo las armas de asedio martillearon la ciudad a intervalos regulares, interrumpidos por períodos de calma en el momento de las oraciones. Los sarracenos no dudaban en enviar, al mismo tiempo que piedras y toneles de pez, cadáveres de cristianos recuperados bajo las murallas -que rebotaban sobre los tejados- o los excrementos de sus tropas, recogidos en recipientes que se vaciaban en toneles y se cargaban luego en los brazos de las catapultas.

Jerusalén sufría. Los muertos se contaban por millares. Hubo que deplorar varios incendios, así como el aplastamiento de una joven pareja por una roca que había atravesado el techo de su habitación mientras hacían el amor. Como los jóvenes todavía no estaban casados, el incidente aterrorizó a los que -en la proximidad de la muerte- habían deseado conocer los placeres de la carne sin unirse primero ante Dios.

Por otra parte, los canónigos apremiaban a los hierosolimitanos a renunciar a toda actividad sexual, ya que no complacía a Dios que se fornicara en la adversidad.