El día que siguió a la segunda noche, el 22 de septiembre por tanto, después de una jornada que había transcurrido más o menos como la precedente, Balian fue invitado a cenar a la torre de David. Se presentó allí con Algabaler y Daltelar, de los que finalmente se había sacado lo mejor que podían dar.
La comida que se sirvió era suntuosa, y, si no hubiera sido por el estruendo de las piedras en los barrios septentrionales, habrían podido creerse en. tiempo de paz. Heraclio preguntó a Balian por las razones de su éxito.
– En materia de sitios -explicó Balian-, no puede hablarse de un verdadero éxito hasta que el adversario se retira, lo que está lejos de ser el caso. Aunque también es cierto que hubiera podido esperarse lo peor, dado lo reducido de las fuerzas de que disponemos. Pero he tenido ocasión de comprobar por mí mismo el fervor de los cristianos que suben a las almenas. Rezan padrenuestros, cantan avemarias, que bien valen lo que las flechas enemigas, y dan más alegría a los corazones que daños provocan estas.
– ¿Y qué hay de Dios en todo esto? -preguntó Heraclio, con un punto de perversidad en la mirada.
– ¿Dios? Dios está de nuestra parte, ya que todavía estamos aquí. Sin su apoyo es evidente que la ciudad habría caído. ¿Será suficiente para permitirnos alcanzar la victoria? No lo sé. A menos que los refuerzos lleguen rápidamente, os confieso que no veo una salida favorable para la situación en que nos encontramos actualmente.
– ¿Qué necesitamos? -preguntó Heraclio.
– Un milagro -respondió Balian.
– ¿Y quién hace los milagros -intervino bruscamente Chátillon- sino las reliquias? Los hombres que hemos enviado en busca de la Vera Cruz… sarracenos, es verdad…, siguen sin volver. Temo que hayan sido vencidos por las amazonas. Tengo una solución que proponeros -dijo mirando a Heraclio- que no es peor que la que pensábamos ejecutar en otro tiempo…
– ¿En qué estáis pensando? -preguntó Balian.
– En salir, en hacer una carga de caballería con las tropas que nos quedan, ahora que aún tenemos medios para ello. ¡En causar la máxima destrucción entre las filas de estos demonios de piel color de arena y morir con la espada en la mano!
– Es demasiado arriesgado -señaló Balian-. Enviáis a una muerte cierta a muchos de nuestros valientes, que tal vez salvarían la vida si esperáramos los refuerzos o llegáramos a un trato con Saladino.
– ¡Cómo vamos a tratar con él! -tronó Chátillon-. ¡Ese hombre es un demonio, el diablo encarnado! ¡Asmodeo!
Reinaldo de Chátillon trató de levantarse pero volvió a caer pesadamente sobre su silla: las piernas seguían sin responderle. Entonces Kunar Sell se acercó y lo ayudó a ponerse en pie. Era un espectáculo muy curioso el de este hombre que hubiera debido morir más. de cien veces y que, sostenido por un templario con la frente tatuada con una cruz, pasaba por entre las sillas de los invitados de Heraclio para incitarlos a abrazar una muerte de la que siempre habían huido: el destino hacia el que él siempre había corrido y que una y otra vez lo había esquivado.
– ¡Hay que provocar a Dios! -gritó Chátillon-. ¡Obligarlo a elegir su campo! ¡Si no quiere defendernos cuando peleamos por su causa, pues bien, que muera con nosotros!
– No creo que se pueda obligar a Dios a nada -observó Balian secándose la boca con el borde del mantel-.Yo llamo a eso locura y nada más.
Un gran silencio se hizo en torno a la mesa, y cada uno de los invitados se concentró en la contemplación de los alimentos que tenía sobre el pan.
– A mí me parece, al contrario, que es una idea excelente -declaró Ridefort-. Si no lo hacemos, no somos dignos de ser hombres, y aún menos caballeros.
– Es justo lo contrario -objetó Balian-. Lo que nos proponéis no es más que un suicidio. No solo este proyecto es una locura, sino que es además estúpido y pretencioso.
Guiado por Kunar Sell, Chátillon se lanzó contra Balian y lo abofeteó con todas sus fuerzas. La cabeza del anciano salió despedida hacia atrás y el golpe lo hizo caer de la silla. Balian se incorporó penosamente, llevándose la mano a la mejilla dolorida. En torno a él, algunos invitados habían sacado la espada de la vaina para defenderlo y replicar a Chátillon, pero Balian los detuvo.
– Es inútil que hagamos correr más sangre cristiana de la que los mahometanos derramarán cuando entren en la ciudad… Por mi parte, ya no tengo nada que hacer aquí.
Dicho esto, abandonó la sala, seguido por Algabaler y Daltelar, que dejaron a disgusto una mesa cargada de vituallas que ellos mismos habían debido racionar.
Acabada la comida, Heraclio permaneció ensimismado en la contemplación de la fina cruz de oro con piedras engastadas que colgaba de su cuello.
– Vuestro proyecto es seductor -le dijo al cabo a Chátillon-, pero ¿no es un poco prematuro?
Durante el día, el patriarca había pasado a contemplar los tesoros del Santo Sepulcro y se había preguntado si no habría medio de salvarlos. ¿Qué ganaría resistiendo? Nada. ¿Podría salvar Jerusalén? No. ¿Su alma? Demasiado tarde. ¿Su tesoro? Sí, tal vez…
Partiría con Paques de Rivari, su compañera, y se dirigiría a Tiro, o a Italia. Podría incluso ser papa, si sabía maniobrar. Después de todo había conseguido que lo eligieran a él patriarca de Jerusalén -aun sin saber latín- en lugar de a Guillermo de Tiro. Manipular los corazones, hablar a la multitud, cortejar a las damas, ganarse su amor y conservarlo; eso sabía hacerlo bien. Igual que sabía envenenar. Las losas del cementerio podían dar testimonio de ello.
Lo que había querido, lo que soñaba, era ir un atardecer -a la hora en que los ladrillos de los tejados se enrojecen, cuando el sol abrasa con mil fuegos las agujas de las iglesias- a pasearse por las murallas de la ciudad con la Santa Cruz en la mano. ¡Oh, cómo les habría hablado a todos! ¡Cómo habría sabido conducirlos al combate, y cómo -estaba absolutamente convencido- habría sabido seducir hasta a los ángeles!
¡Su nombre habría resonado entonces por toda la eternidad, aureolado de una gloria junto a la cual la de Balduino no era nada!
¿No había oído hablar de ese milagro que había dado brillo a la primera expedición de los cruzados a Tierra Santa? Un tal Pedro Barthélemy había tenido una visión en la que san Andrés le decía dónde debía cavar para encontrar la Santa Lanza. Registrando el suelo de una antigua catedral, según las indicaciones, Barthélemy había descubierto un viejo hierro oxidado, que pronto fue bautizado como «el hierro de la Santa Lanza». A pesar de algunos escépticos, a los que habían convencido amenazándolos con la horca, los cruzados habían recuperado la moral y se habían lanzado al asalto de Antioquía y, luego, de los turcos concentrados en Kurboqa.
Cada vez la victoria había estado de su lado.
En realidad, Heraclio no sabía qué pensar de aquella historia. El mismo había dado, a cambio de mucho dinero, demasiados certificados de reliquias falsas para creer en todas aquellas habladurías. Pero qué importaba eso: el efecto sobre la multitud era innegable. Necesitaba la reliquia de la Vera Cruz, no para abrir la puerta de los infiernos, como deseaba Chátillon, sino para ganar a la multitud para su causa, ¡y entronizarse como jefe de la resistencia!