Un héroe.
– Chátillon -empezó con una voz que quería ser autoritaria-, ¿qué hicisteis con el relicario de la Santa Cruz que dejé en mi laboratorio la última vez que nos entrevistamos? No consigo encontrarlo… ¿Se lo habrá llevado al cielo un ángel?
– Monseñor -respondió Chátillon, que dudaba entre confesar o mentir-, no sé si debería explicároslo.
– Tal vez vos no lo sepáis, pero yo os lo diré: ¡hacedlo, y rápido!
Chátillon se sintió dominado por las dudas, que le impidieron hablar durante unos instantes. Wash el-Rafid, muy oportunamente, lo sacó de su indecisión interpelando a Heraclio.
– ¿Para qué la necesitáis? Sabéis que todo lo concerniente a este campo es de la incumbencia de Roma, de la que soy aquí el representante eminente.
– Para enardecer a la multitud -respondió Heraclio.
– Pero no se trata de la Vera Cruz -dijo Wash el-Rafid en tono dulzón.
– Nadie tiene por qué saberlo. La gente está acostumbrada, desde hace casi un siglo, a su atavío de oro y perlas. Me bastará mostrarlo, acompañado de cualquier madero. Esto nos permitirá ganar tiempo mientras esperamos los refuerzos. Quién sabe, tal vez incluso venzamos antes de que lleguen…
Chátillon, Ridefort y Wash el-Rafid intercambiaron una mirada.
– No queremos deber nuestra salvación a esa mentira -dijo Chátillon.
– Más vale mentir que morir -replicó Heraclio con irritación.
Chátillon miró a Kunar Sell y le dijo:
– Levántame. Llévame hasta Sang-dragon, ya no soporto seguir aquí.
– ¿Adonde vamos? -preguntó el que se había convertido en su escudero.
– Al Templo.
De este modo Chátillon comunicaba a Heraclio que lo abandonaba a su suerte e iba a reunirse con sus compañeros -los templarios blancos- en la explanada del Templo, al este de la ciudad.
– ¡Esperad! -protestó Heraclio-. ¡No podéis marcharos así!
El viejo patriarca estaba obligado a llegar a un arreglo con Chátillon. Sin él, no tenía hombres con experiencia de la guerra.
– ¿Qué me proponéis? -preguntó Reinaldo.
– ¿Qué deseáis?
– Las reliquias negras.
– Son vuestras.
Chátillon se volvió hacia Kunar Selclass="underline"
– Condúceme a mi cama, me quedo.
Kunar Sell lo sujetó por debajo de los brazos y se dispuso a llevarlo a su habitación. Al pasar ante Wash el-Rafid, que se mantenía impasible, con la ballesta en la mano, y como esperando una orden, Chátillon le susurró:
– Pon nuestro plan en ejecución. Creo que es lo mejor que podemos hacer.
Wash el-Rafid le obsequió con una reverencia exagerada, y pareció volar -más que correr- hacia la puerta del comedor. Durante mucho tiempo sus pasos resonaron en la escalera, que descendió para llegar a la calle y desaparecer.
Las reliquias negras no eran la Vera Cruz, pero a ojos de Chátillon tenían tanto valor como ella. A ojos de Ridefort también; al igual que a los de Wash el-Rafid, para quien no tenían precio.
Aquellas reliquias eran los instrumentos que habían servido para atormentar a Jesús el día de la Crucifixión. Formaban parte de ellas el Látigo y las Cañas con las que Jesús había sido flagelado, la Corona de Espinas y la Santa Lanza. En cierto modo, la Santa Cruz era la principal, pero las que Chátillon había reclamado a Heraclio eran las dos primeras: el Santo Látigo y las Santas Cañas.
Estas reliquias le conferirían un poder increíble: el de proceder a su humillación. Reinaldo de Chátillon temblaba de excitación ante la idea de interpelar a Dios a través de ellas y decirle: «¿Dejarás que tus peores enemigos te inflijan un mal que yo puedo evitarte? ¿Te obstinarás mucho tiempo más en no mostrarte? ¿Quieres que un Dios impío te dicte su ley? ¿Que conviertan tus iglesias en mezquitas? ¿Que decapiten a tus sacerdotes y violen a tus monjas?».
Poco después de la mitad de la noche, cuando acababan de tocar a maitines, Heraclio y Bernardo de Lydda entraron en el Santo Sepulcro llevando sobre unos cojines de seda roja las reliquias negras.
Un poco más de doscientas personas, todas vestidas de negro, esperaban en la nave como si asistieran a un entierro. Sacerdotes que habían colgado los hábitos, y también viejas monjas locas, beatos seniles, templarios blancos, algunos soldados, comerciantes ávidos o arruinados, curiosos, pervertidos, indecisos, perdidos, prostitutas acompañadas de sus clientes, ladrones de niños, desolladores, y todos los mendigos de la ciudad, calvos, contrahechos, tartamudos, ciegos, y desde luego los leprosos: toda la canalla, todos los perturbados y desgraciados de Jerusalén se habían reunido en el Santo Sepulcro respondiendo a la invitación de Heraclio de humillar las reliquias.
«¡Es demasiado bonito para ser verdad!», decían algunos, a los que no se había impuesto el silencio, sino que, al contrario, se había animado a hablar en voz bien alta. «Por fin voy a poder saldar cuentas», decía, riendo entre dientes, una vieja que se levantaba las faldas para mostrar que le faltaban las piernas, reemplazadas por muletas.
Se asistió entonces, entre gritos de «¡Aparece! ¡Sálvanos!», al más espantoso de los espectáculos. Reinaldo de Chátillon abrió la sombría ceremonia. Avanzando a caballo hacia el ónfalos, se acercó al altar donde se habían depositado las reliquias y, con un violento golpe de su espada, las hizo caer a las losas. Luego las aplastó bajo los cascos de Sang-dragon y dejó caer sobre ellas la sangre que goteaba de sus heridas; todavía en carne viva, que Sohrawardi se obstinaba, como a propósito, en curar mal. Un perro levantó la pata sobre las Cañas y mordisqueó el Látigo; tuvieron que sacárselo de la boca para que dejara algo a los demás. Siguieron las prostitutas, que se decían hijas de María Magdalena y reclamaban como compensación ser alojadas y alimentadas por la ciudad. Las mujeres se metían las Cañas y el Látigo en la vagina, hacían temblar con ellas el trasero de sus clientes y se iban después de comulgar; Heraclio les dio la absolución, bajo la forma de una hostia empapada en vino en el que su hijo y Paques de Rivari habían escupido.
Finalmente, cuando la oleada de gentes enloquecidas pareció calmarse y las reliquias ya habían quedado hechas trizas, el patriarca aulló:
– ¡Os pido que os detengáis!
Se elevaron protestas. Entonces los templarios blancos desenvainaron sus espadas, y Ridefort llegó incluso a hundir la suya en el vientre de una niña a la que su madre había llevado a contemplar el edificante espectáculo.