Se hizo el silencio.
– ¡Escuchadme! -continuó Heraclio, acercándose con su hijo a recoger lo que quedaba de las reliquias para volver a colocarlas sobre los pequeños cojines de seda roja-. ¡Señor! -dijo mirando fijamente la tumba de Jesús, situada justo frente a él, al otro lado del coro-. ¿Dejarás hacer a esos impíos que acampan ahí afuera, bajo nuestros muros? ¿Permitirás que te digan: «Alá es el más grande»?
El patriarca dedicaba mil caricias a las reliquias, las cubría de besos, las abrazaba y les hablaba como si fueran criaturas.
– ¿Dejarás que lo hagan?
– ¡Nooooo! -respondía la multitud chillando.
– ¿O bien, al contrario, es eso lo que deseas oír: «Alá es el más grande»?
– ¡Alá es el más grande! -repetían los fieles, algunos bromeando y otros en serio.
– ¡Alá es el más grande! -decía Heraclio deambulando bajo la nave, con los cojines levantados sobre su cabeza.
– Allah Akbar! -aulló entonces Gerardo de Ridefort.
– Allah Akbar! -repitió la grey.
Heraclio echó la cabeza hacia atrás en un rapto extático. Solo se le veía el blanco de los ojos, y de las comisuras de sus labios rezumaba un chorro de bilis negra.
La multitud seguía bramando con todas sus fuerzas:
– Allah Akbar!
Reinaldo de Chátillon había conseguido un éxito que iba más allá de sus esperanzas. La muchedumbre invitada a comulgar en el aborrecimiento a Dios había respondido a su llamada, y se abandonaba ahora a unas manifestaciones de odio desencadenado que sin duda no dejarían insensible a Dios y lo harían reaccionar.
¡No podía ser de otro modo! Nunca se había visto una explosión semejante de delirio y de rabia. ¡Ah, si hubieran tenido la Vera Cruz! ¡Seguro que Jesús habría salido de su tumba para exterminarlos!
– ¡Amigos míos! -prosiguió Heraclio clavando en la multitud sus ojos desorbitados-. ¿Qué más podemos hacer? ¡Dios no quiere respondernos! ¡A nosotros, que lo amamos tanto! ¿Qué podemos hacer para probarle nuestro amor e incitarlo a que nos escuche?
– ¡Lancémoslas al infierno! -aulló Chátillon desde lo alto de su montura.
– ¡Al infierno! -gritó la multitud-. ¡Al infierno!
Heraclio advirtió de repente que la atmósfera cambiaba. A alguien que le preguntó si se encontraba bien, le contestó hipócritamente:
– ¡Hace calor!
A la vez excitado y asustado por el giro que tomaban los acontecimientos, Heraclio tuvo una duda: ¿no existía un riesgo en amenazar a Dios con el infierno?
¿Y dónde estaba el infierno? La tradición hierosolimitana ofrecía una respuesta a esta pregunta: no lejos de los subterráneos del antiguo Templo construido por el rey Salomón, que los templarios habían convertido en sus cuadras, capaces de albergar a más de dos mil caballos. Se accedía al lugar por galerías que formaban una red tan compleja que era difícil no perderse en ella. La leyenda afirmaba que los templarios habían escondido allí su tesoro, en una sala sin puertas, tan seguros estaban de que nunca nadie se aventuraría a entrar. Además, siguiendo determinados caminos cuya construcción se remontaba a tiempos inmemoriales -y no parecía ser obra de los hijos de Adán-, se llegaba a una gran gruta, en medio de la cual se encontraba una de las nueve puertas que conducían a los infiernos. De hecho, la puerta se situaba de forma muy exacta bajo la roca de la famosa Cúpula de la Roca, donde se decía que habitaban las almas de los que no habían podido alcanzar el paraíso pero no merecían ser condenados.
En efecto, nueve puertas permitían ir de la tierra a los infiernos, y una de ellas se encontraba en Jerusalén.
Hacia esta se precipitó, pues, la multitud -por más que en el fondo la mayoría desconociera su localización exacta-, bajo las miradas algo sorprendidas de Heraclio y Bernardo de Lydda. Heraclio estaba viviendo su sueño -aunque no fuera exactamente el que había acariciado- y se preguntaba cuándo despertaría. Y sobre todo se preguntaba si aquello no iba a transformarse en pesadilla porque la multitud había sustituido los gritos de «Lancémoslas al infierno» -a instigación de Chátillon, que lo había gritado el primero- por «¡Lancemos a Dios al infierno!».
Habían jugado a aborrecer a Dios y, al remedar este aborrecimiento, habían acabado por odiarlo de verdad.
Heraclio se estremeció, y tembló aún más al ver que su hijo y su compañera, Paques de Rivari, seguían también el cortejo, agitados por convulsiones. ¿Y dónde se habían metido los cojines de seda roja? Miró por todas partes, mientras la multitud se precipitaba a la calle, y los vio en manos de Kunar Sell y de Gerardo de Ridefort, que dirigían la ruidosa procesión como el flautista de Hamelín.
Heraclio no quiso abandonarlos. Con ellos se iba su sueño. Así pues, se arremangó el hábito y los siguió corriendo, primero por la calle de David y luego por la del Templo, que terminaba en las altas murallas de la explanada y el Muro de las Lamentaciones.
Heraclio jadeaba. Lo ahogaba la grasa. El clamor de la multitud hacía temblar las casas, cuyos postigos se abrían aquí y allá dejando ver una silueta que enseguida se retiraba de nuevo a la oscuridad. Era una visión horripilante la de aquella masa de gente en marcha hacia la explanada del Templo, pasando entre los cascotes y los muertos.
En el cruce de la calle de los Germanos se produjo un incidente. Una procesión de monjes y de monjas de la iglesia de Santa María de los Alemanes, que volvía de rodillas de un viacrucis efectuado para pedir clemencia a Dios, tropezó con la multitud enfurecida. Esta, para que todo alcanzara cumplimiento, violó a las mujeres y humilló a los hombres, antes de despedazarlos y devorar sus miembros. Fue una apoteosis. Aún debía haber otra, pero a esa no asistiría la multitud; Chátillon tenía otros planes para ella.
Al ver cómo los monjes eran despedazados, Heraclio ya no tuvo ninguna duda: ¡era el Apocalipsis!
Pensando en el oro que había ocultado y en los tesoros de la Iglesia, exclamó levantando un puño tembloroso:
– ¡Ya que os gusta tanto el infierno, id a disfrutarlo!
Y, abandonando a su hijo a su destino, cogió a su compañera por el brazo y salió corriendo, tan rápido como lo permitían sus cortas piernas, en dirección a la torre de David. Allá embalaría sus riquezas y haría preparar su carruaje.
La multitud se acercaba al puente que conducía a la Puerta Es pléndida de la explanada del Templo, cuando Reinaldo de Chátillon dijo a sus lugartenientes:
– ¡No carguemos con los pordioseros!
– ¡Podríamos hacerlos salir! -sugirió Kunar Sell.
– Por la Puerta de Saint-Étienne -precisó Ridefort.