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– ¡Excelente! -dijo Chátillon, entusiasmado, espoleando a su montura mientras pensaba: «¡Menos gente a la que alimentar cuando sea el amo de la ciudad!».

En el momento en que el cortejo pasaba por la Puerta de Saint-Étienne, después de aniquilar a los guardias, Balian se inquietó.

– ¿Qué es este escándalo?

– ¡Son gentes conducidas por Ridefort y Chátillon, que van a combatir a los sarracenos! -respondió Algabaler.

– ¿Soldados? -preguntó Balian.

– No están armados -explicó Daltelar-. Pero tienen las manos llenas de sangre, y algunos la boca llena.

– Tafures -indicó Balian.

Y Daltelar añadió:

– ¡Santo Dios!

Los tafures eran supervivientes de los primeros cruzados, campesinos en su mayor parte, que en Constantinopla se habían unido a los jefes militares y combatían armados, en el mejor de los casos, con un bastón. Después se lanzaban sobre los cadáveres de sus víctimas para alimentarse con su carne. Muchos eran unos brutos medio locos. Los jefes de los cruzados los enviaban a la vanguardia para que el enemigo huyera o, sencillamente, los masacrara.

– Mi caballo y una bandera blanca -exclamó Balian vistiéndose-. ¡Voy a salir!

Los auxiliares se apresuraron a obedecer sus órdenes. Ensillaron su montura, le entregaron una bandera blanca, que era más bien un pañuelo sucio, y Balian abandonó, solo, Jerusalén por la poterna de Santa María Magdalena. A su izquierda, los penitentes, como si despertaran de una larga pesadilla, huían ante los jinetes mahometanos, que los aniquilaban sin piedad con sus sables. Uno de los jinetes sujetó a una prostituta por los cabellos, la decapitó y se llevó su cabeza a los labios para besarla luego. Algunos jóvenes, que todavía tenían fuerzas -y ánimo- suficientes, se precipitaron hacia la pesada Puerta de Saint-Étienne, pero la encontraron cerrada. Golpearon tanto y con tanta energía el portalón que hicieron agujeros que todavía hoy pueden verse. A continuación los sarracenos los aplastaron con un ariete, inmovilizándolos en espantosos bajorrelieves.

Balian apartó la mirada, asqueado, y agitó su trapo blanco al ver que una patrulla de mamelucos se aproximaba.

Había pensado que lo conducirían al norte de los arrabales de Jerusalén, pero la patrulla lo llevó al monte de los Olivos, donde Saladino había establecido su campamento.

El sultán se encontraba de un humor excelente, pues había recibido de Dios la señal que esperaba. Bajo la forma de su sobrino Taqi.

– Taqi, Taqi -decía acariciando las mejillas de su sobrino-. ¡Ni siquiera los océanos tienen más agua que la que derramarían mis ojos si debiera llorar de alegría, tan feliz me siento de volver a verte!

Taqi, Morgennes y la Vera Cruz habían llegado al comenzar el día. La primera decisión que había tomado Taqi, al ver el campamento de Saladino, había sido hacerlo cambiar de posición.

– Tío, deberíais instalaros en la cima del monte de los Olivos. Desde allí dominaréis la ciudad. Pensad, además, en cómo complacerá a Dios que toméis en primer lugar los dos edificios más caros a su corazón: la mezquita al-Aqsa y Qubbat al-Sakhra, la Cúpula de la Roca.

– Tienes mil veces razón -respondió Saladino-.Verdaderamente Dios te ha enviado para abrirme los ojos. No quiero que vuelvas a alejarte. ¡Eres como un hijo para mí!

Cuando el jeque de los muhalliq, Náyif ibn Adid, le había explicado cómo había sido destruido el oasis de las Cenobitas, que había desaparecido en una nube de arena tragándose al ejército de los maraykhát, Saladino había creído que Taqi había muerto, y Casiopea con él.

Al verlos llegar, su corazón había reencontrado la alegría, y su boca la sonrisa. Morgennes y Simón, en cambio, no podían decir lo mismo. Desde que estaba con su tío, Taqi los tenía un poco olvidados. Además, les estaba prohibido el acceso a la ciudad. Morgennes había tenido que ocultar a Crucífera y, en cuanto a la Vera Cruz, «Cada cosa a su tiempo», había dicho Saladino, centrado solo en la alegría de haber vuelto a encontrar a su sobrina y a su sobrino. Como buen táctico, Taqi había indicado a su tío el emplazamiento ideal para las catapultas: los huertos de Getsemaní. Al saberlo, Simón lloró amargamente y preguntó a Morgennes: -¿Creéis que hemos hecho todo esto en vano? ¿Qué esperanzas tenemos de salvar a Jerusalén y de llevar a sus habitantes la Vera Cruz?

– Pero ¿qué dices? -se sorprendió Morgennes-. Sabes muy bien que la Vera Cruz no es la que sostienes.

– Me ordenasteis que no dijera nada sobre eso.

– En efecto, pero conmigo no es lo mismo. Mira las fuerzas de Saladino: ¿crees que la ciudad será capaz de resistir?

– No. No sin la ayuda de Dios.

– ¿Y crees que El se la prestará?

– No lo sé -repuso Simón con un suspiro.

Morgennes lo miró, bajando la cabeza para ocultar una sonrisa. Simón había aprendido, por fin, lo que era la duda, la modestia. ¡No todo estaba perdido!

– Veré lo que puedo hacer -anunció Morgennes alejándose.

– ¿Adonde vais?

– A ver a Saladino.

Morgennes encontró a Saladino en compañía de Ernoul, Taqi, Balian, el cadí Ibn Abi Asrun, que se estremeció al verlo entrar, y Abu Shama, que recogía por escrito, con ayuda de un cálamo, todo lo que decía el sultán.

Balian había ido a negociar la rendición de la ciudad.

– Sultán, te conjuro a que nos salves -suplicó-.Te costará muy poco y te dará mucho.

– ¡No! -replicó Saladino-. Me he prometido, animado por un espíritu de equidad y para que no pueda decirse que solo los cristianos son unos locos, que tomaré la ciudad del mismo modo que ellos lo hicieron: matando a todos sus habitantes y provocando tal baño de sangre que esta llegará hasta las rodillas de mis soldados.

En efecto, las crónicas cristianas -como la de Raimundo de Ágiles- explicaban lo que todos tenían aún en la memoria, el modo como los primeros cruzados se habían apoderado de Jerusalén: «Se vieron cosas admirables… En las calles y en las plazas de la ciudad se veían montones de cabezas, manos y pies. Los hombres y los jinetes se movían en todas partes en medio de los cadáveres… En el Templo y en el Pórtico se cabalgaba en la sangre, que alcanzaba hasta la rodilla del jinete y la brida del caballo… Justo y admirable juicio de Dios que quiso que este lugar recibiera la sangre misma de aquellos cuyas blasfemias lo habían mancillado durante tanto tiempo».

Saladino había prometido a Abu Shama que un día podría escribir lo mismo desde el punto de vista de los mahometanos.

– Aunque comprenda tu cólera, Espada del Islam, permíteme, sin embargo -prosiguió Balian-, qué te recuerde dos cosas: la primera es tu grandeza, que no tiene igual. No permitas que se extravíe, no dejes que digan de ti lo que ni siquiera nosotros, tus enemigos, diremos nunca ni dejaremos nunca que se diga. La segunda es la tenacidad de los habitantes de Jerusalén. No creas que son tan diferentes de los francos, que en otro tiempo la tomaron. Si quieres hacernos la guerra, haremos como los judíos en Masada: mataremos a nuestras mujeres y nuestros hijos, y luego nos degollaremos unos a otros. Pero no creas que empezaremos por eso. Antes derribaremos cada piedra de las mezquitas de la ciudad, la de al-Aqsa, la Cúpula de la Roca, y lanzaremos ante vuestros ojos desde lo alto de las murallas a todos nuestros prisioneros: a los mahometanos que residen en Jerusalén, algunos de los cuales son muy piadosos. Sálvanos y los salvaremos.