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Balian había discurrido tan bien que Saladino se frotó la barba y respondió:

– Balian II de Ibelin, has hablado y te he escuchado. Te pido un día de reflexión. Mañana por la noche, en la hora del Magreb, te daré a conocer mi decisión. Por el momento, vuélvete en paz.

Balian se levantó, saludó al sultán y se dirigió hacia la salida de la tienda. En ese momento, Morgennes interpeló a Saladino.

– Un instante, Espada del Islam.

– ¿Sí?

– ¿Puedo pedirte un favor?

– Olvidas que eres tú quien me debe uno -replicó Saladino.

– No creas que lo olvido, y en su momento saldaré mi deuda. Pero me gustaría entrar en la ciudad con Balian de Ibelin, acompañado de Ernoul, de Simón y de la Vera Cruz.

– No, Morgennes, no -respondió Saladino riendo de buena gana-.Tal vez sea generoso, pero mi bolsa no es grande hasta ese punto. Queda excluido por completo que un guerrero como tú, entre en la ciudad… En contrapartida, con un inmenso placer dejaré que entre la Vera Cruz, ¡para que todos vean que vuestro Dios os ha abandonado y que no hay otro Dios sino Alá!

Así el plan de Morgennes solo se cumplió a medias, y Balian pudo volver a Jerusalén con Ernoul y la Vera Cruz.

– Gracias -dijo Balian al recibir la Vera Cruz de manos de Morgennes-Vale más que todos los ejércitos de los reyes de Francia y de Inglaterra. Y, si Dios nos ama todavía, tal vez nos conceda la gracia de enviarnos algunos milagros…

– Eso espero -dijo Morgennes, estrechando las manos de Balian-. Sinceramente.

Y lo vio partir hacia la poterna de Santa María Magdalena, con Ernoul llevando en sus brazos la cruz truncada. Al verlos cabalgar así a los dos en la noche, hacia Jerusalén, Morgennes se dijo que sin duda debía de haber una parcela de verdad en aquella cruz. Luego volvió, a su vez, hacia la tienda de Saladino, donde el sultán iba a dar una cena en honor de Taqi.

Por todas partes, en el campamento, corría el rumor de que aquella noche, como después de la victoria de Hattin, Casiopea bailaría.

Cuando Morgennes quiso entrar en la tienda del sultán, los mamelucos le impidieron el paso.

– ¿Qué ocurre? -preguntó Morgennes, sorprendido.

Pero los mamelucos no le respondieron, lo que despertó en él penosos recuerdos.

Se reunió entonces con Simón, que hablaba tranquilamente con Masada y Rufino, bajo las miradas curiosas de los servidores de los maganeles de Saladino.

Morgennes se sentó bajo un olivo y contempló el cielo. En ese instante, una decena de palomas volaron hacia el horizonte y desaparecieron en el poniente, ensombrecido por grandes nubes. Aquella noche le recordaba la de su huida, tres meses antes. Una colina, una ladera, la luna, las estrellas. El paisaje era más o menos el mismo, salvo que ya no tenía nada de que huir. Su misión había terminado. Roma recibiría la Vera Cruz; Jerusalén también tendría la suya, mientras los refuerzos llegaban.

Quedaba únicamente su deuda con Saladino.

Y luego tendría que elegir su destino: volver a Francia con Casiopea y retomar los hilos del pasado, o aislarse en un monasterio conforme a la sentencia del tribunal de penitencia de los hospitalarios. «A menos que Alexis de Beaujeu me libre de ella», pensó Morgennes.

De pronto un hombre de negro se acercó.

– Saladino te reclama.

El hombre, con un atavío tan oscuro que la luz se perdía en sus pliegues, no era sino Taqi, que se había cambiado de ropa.

– Te veo muy bien vestido, Taqi. ¿Puedo saber en honor de quién?

– Vuelvo al combate.

– Creía que Saladino no atacaba.

– La situación es diferente. Y, además, ¿quién ha dicho que mi tío conducirá el asalto?

– Si él no conduce el asalto, ¿quién lo hará?

– Tú -respondió Taqi.

Morgennes lo miró, sorprendido.

– Sígueme -prosiguió Taqi, dirigiéndose hacia la tienda del sultán-. Por fin ha llegado la hora de pagar tu deuda.

25

Pues quien quisiere salvar su vida la perderá, mas quien perdiere su vida a causa mía la encontrará.

Mateo, XVI, 25

– No me pedís sino que os dé la ciudad -dijo Morgennes.

– No -respondió Saladino-, te pido solamente que me traigas de vuelta a mi hijo, y te ofrezco también una oportunidad de salvar a los tuyos. Encuentra a mi hijo y yo perdonaré a los hierosolimitanos. Si no lo haces, los aniquilaré a todos.

Morgennes observó con aire grave al sultán. Saladino estaba sentado con las piernas cruzadas sobre una alfombra de seda persa y lo contemplaba con una mirada penetrante, casi inmóvil. Sin los dos finos hilillos de lágrimas que brillaban en sus mejillas, Saladino hubiera podido ser de piedra. Tenía la tez gris, los miembros rígidos, y hablaba apenas lo necesario.

Había envejecido veinte años.

De hecho, hasta aquel instante había sido el cadí Ibn Abi Asrun quien había hablado por él, o a veces Abu Shama, su consejero.

El propio Saladino no había podido decir palabra. Sobre su cara bailaba la luz de las velas, que se consumían en silencio y difundían una suave luz dorada. El aire se llenaba de vapores aromáticos que se elevaban de incensarios de oro.

– ¿Podríais, os lo ruego, repetirme los hechos y explicármelos en detalle?

El cadí Ibn Abi Asrun estudió a Morgennes, buscando, sin duda, lo que había permitido a este hombre sobrevivir a tal sucesión de golpes de la fortuna. Escrutó el pliegue de sus párpados cuando reflexionaba, las arrugas de su frente, la forma en que se separaban sus labios para hablar o el modo como sus mejillas acompañaban a la sonrisa, a la aflicción.

– Cuando nos disponíamos a iniciar el festejo -empezó Ibn Abi Asrun-, el sultán (la paz sea con él) se preocupó por la ausencia de su hijo (la paz sea también con él). No lo habían visto desde el final del día, justo después de la oración del crepúsculo. Una escolta que se envió a su tienda volvió sin haberlo encontrado, y señaló solo la presencia de dos tortas de trigo colocadas sobre su almohada y una nota; aquí la tenéis.