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El cadí se inclinó y tendió a Morgennes un fino rollo de pergamino. Morgennes lo desenrolló y leyó: «Que tu ejército se retire de Jerusalén antes de la oración de As Soubh, o al-Afdal morirá. Que tus hombres no causen ningún mal a ninguno de los mil magos, o al-Afdal morirá». El mensaje era claro y no necesitaba comentario. La oración de As Soubh tenía lugar al alba. Quedaba, pues, poco tiempo para encontrar a al-Afdal. Unas horas como máximo.

– ¿No está firmado? -preguntó Morgennes.

– Las tortas de trigo candeal, colocadas justo al lado, son el sello de quien nos lo ha enviado. Pero, con tales reivindicaciones, hubiera podido prescindir de él.

Morgennes miró a Saladino, intrigado.

– Sohrawardi. Los asesinos… Ya no pueden atacarme a mí, de modo que atacan a mi hijo… -dijo el sultán con un suspiro-. Sin embargo, debería alegrarme -continuó, esforzándose por sonreír-. De aquí a poco tiempo, al-Afdal alcanzará el paraíso. ¿Qué podría esperar mejor que eso?

– ¿No levantaréis el sitio? -preguntó Morgennes.

– Aunque tuviera que perder a mis otros tres hijos, tomaría Jerusalén. Por eso tu acción no cambiará nada… Puedes ir con el corazón en paz. La ciudad caerá, está escrito. Ni siquiera yo podría cambiarlo. En cuanto a los mil magos de El Cairo, morirán hoy mismo.

Había pronunciado la sentencia en un tono de absoluta calma.

– Pero yo preferiría -prosiguió Saladino- tomarla y no perder a al-Afdal. De manera que me plegaré a lo que está escrito en el mensaje. Daré orden a las tropas de batirse en retirada. Mientras tanto, tú irás a la ciudad, discretamente, para buscar a mi hijo. Eres un cristiano. Nadie desconfiará de ti…

– ¿Qué interés tienen los asesinos en impedir que toméis Jerusalén?

– Perjudicarme, eso es todo. Volver a tomar la ciudad a los cristianos para devolverla a Dios ha sido el proyecto de mi vida. Sinan no quiere que puedan decir: «Ha triunfado allí donde los nizaritas fracasaron». Además, imagino que tiene otros proyectos… Si es que es él el responsable.

Morgennes miró al sultán, preguntándose si calibraba la dificultad de la tarea. Por otra parte, ¿de qué manera podían asegurarse de que al-Afdal estaba realmente en Jerusalén y no en otro lugar?

El cadí Ibn Abi Asrun habló con voz lenta, resaltando cada una de las palabras para hacerse entender bien.

– Seguramente os preguntáis cómo es posible que estemos al corriente de que al-Afdal se encuentra en Jerusalén. De hecho, solo es una suposición. Pero, después de su desaparición, mis hombres y los del Yazak realizaron las correspondientes investigaciones. Así pudimos ver que Sohrawardi faltaba a la llamada, al igual que algunos mamelucos… entre ellos los que lo vigilaban, incluido el propio hijo de Tughril. Por otro lado, ya resulta pesado ver que los mamelucos siguen rebelándose. Deberían comprender que eso no tiene salida… Finalmente, sus huellas…

– … se dirigían directamente hacia la muralla, al oriente de la ciudad -lo interrumpió Taqi-. No tuvimos ninguna dificultad en seguirlas: somos exploradores habituados a acosar a los peores depredadores en los terrenos más difíciles. Encontrarlos fue un juego de niños; más aún porque no hacían demasiado por esconderse y porque Sohrawardi sembraba unos efluvios… ¿cómo decirlo?…

– Imposibles de ocultar… -concluyó Morgennes.

– En efecto. Por otra parte, después de su partida, el campamento parecía aliviado. No me atrevo a imaginar cómo deben de estar ahora esos pobres hierosolimitanos.

– Tal vez se trate de una pista falsa -observó Morgennes.

– Si ese es el caso, mi hijo está muerto -replicó Saladino.

Morgennes se levantó, se frotó las rodillas doloridas, se llevó la mano al corazón y se inclinó para declarar:

– Encontraré a vuestro hijo.

– Voy contigo -propuso Taqi.

– No -dijo Morgennes-. Podrías descubrirnos. En cambio, no hay inconveniente en que venga Simón.

– ¿Y Casiopea? -inquirió Taqi.

– Se queda contigo. Sobre todo, que no haga nada…

– Es como pedirle al khamsin que no sople…

– Iré a convencerla yo mismo. Quiero saludarla, al igual que a Masada, antes de irme. Id a buscar a Simón y conducidnos a las puertas de la ciudad. Conozco una poterna no lejos de la tumba de la Virgen…

– No hace falta -lo cortó Taqi-. Nosotros te haremos entrar por un camino que nadie más conoce y que descubrimos por azar haciendo trabajos de zapa junto a las murallas. Allá esperaremos tu retorno. Y si mañana por la mañana no has vuelto…

– Os lanzaréis al asalto; lo he comprendido.

De hecho, aquello no era del todo exacto, ya que el acuerdo propuesto por Balian de Ibelin estipulaba que la ciudad aceptaba rendirse si Saladino renunciaba a saquearla. El sultán había pedido a Balian un día de reflexión, pero en realidad su decisión ya estaba tomada: si le devolvían a su hijo vivo, aceptaría las condiciones de los cristianos. Así salvaría muchas vidas, de infieles y de mahometanos. Solo faltaba que Balian convenciera a Heraclio y a los burgueses para que aceptaran las exigencias de Saladino: se hablaba de un rescate de diez dinares por cada hombre, de cinco por cada mujer y de uno por cada niño.

– ¡Avanza y calla!

Un violento puntapié lanzó al suelo a al-Afdal, que se arañó las manos al caer.

El hijo menor de Saladino se levantó sin un grito, una vez más, rabiando por dentro. No había pronunciado una palabra desde que lo habían secuestrado, y se había prometido no decir nada a sus raptores. Nunca.

Arguyendo que iba a llevarlo junto a su padre, Malek -el hijo de Tughril- había ido a buscarlo con otro mameluco de su compañía. Después los dos hombres lo habían golpeado a traición, lo habían dejado inconsciente y lo habían transportado, en una caja para municiones, hacia la parte trasera del campamento. Allí lo habían atado, amordazado y revestido con el hijab, para disfrazarlo de mujer. Luego había caminado ya no sabía cuánto tiempo, en medio de un olor fétido reconocible entre miclass="underline" el de Sohrawardi.

El viejo ciego se expresaba haciendo rechinar los dientes, lo que exasperaba a al-Afdal. El discurso del mago era parecido a los chirridos de los insectos: le revolvía el estómago.

A este respecto, al-Afdal esperaba que las hienas estuvieran muy hambrientas cuando las lanzaran entre las filas de los magos retenidos como rehenes en El Cairo. En aquellos momentos, las palomas mensajeras ya debían de haber partido hacia la capital, llevando bajo su vientre la orden de aniquilarlos. Sohrawardi estaba completamente loco.