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– No comprendo qué le ha pasado por la cabeza a Heraclio… -dijo Ridefort.

– Sus sueños de gloria -respondió Chátillon-. Pero, como siempre ocurre en su caso, su cobardía ha acabado por imponerse. En fin, ahora tenemos la Vera Cruz, y eso es lo esencial. Recordadme que se lo agradezca a Morgennes.

En efecto, a su lado, Kunar Sell sostenía en sus brazos la Vera Cruz, o al menos la que Morgennes había entregado a Balian de Ibelin.

Poco después de haber entrado en la ciudad, y a pesar de la hora tardía, Balian había convocado inmediatamente a los principales notables de Jerusalén, y entre ellos a Heraclio y Chátillon. Al ver la Santa Cruz en los brazos de Ernoul, Heraclio había palidecido de envidia: ¡el objeto que tanto había ansiado, que tanto había buscado, se encontraba en manos de otro! Y, lo que era peor aún, ¡en manos de un hombre que nunca había soñado en nada mejor que ser un escudero durante toda su vida!

El patriarca se las había compuesto para que Balian aceptara finalmente entregarle la Vera Cruz, para restituirla a su lugar de origen: el Santo Sepulcro.

– ¡Esa es su casa! ¡La única, la verdadera! -había exclamado Heraclio con voz chillona.

Así todos los hierosolimitanos podrían contemplarla y saber que Dios no los había abandonado completamente.

– Yo me encargo de escoltarla hasta allí -había propuesto Chátillon-. ¡Mis hombres son los más indicados para eso, podéis confiar en nosotros!

Heraclio no se había atrevido a protestar y había dejado que Chátillon se apoderara de la Santa Cruz. Luego, cansado, sintiendo que de todos modos Dios se había apartado de él, había vuelto a sus preocupaciones iniciales: organizar su huida. Ahora que se sabía que muy probablemente Saladino los dejaría abandonar la ciudad con vida, ya era solo una cuestión de horas, y de dinero.

«¡Al menos -pensaba Heraclio-, estaré lejos cuando ese loco de Chátillon vaya a despertar a los infiernos!»

Pero en aquello se equivocaba. El «loco» iba a poner en ejecución su plan inmediatamente.

Una sonrisa socarrona se dibujó en los labios de Reinaldo de Chátillon, que se hundía en las entrañas del monte Moría con ayuda de un montacargas accionado por una rueda inmensa que hacían girar cuatro de sus hombres. Chátillon iba acompañado por Gerardo de Ridefort, Bernardo de Lydda, Wash el-Rafid, dos ballesteros y seis templarios blancos, entre ellos Kunar Sell. Así pues, eran doce los hombres que realizaban este viaje a lo más profundo de los subterráneos de la colina, desde donde ascenderían, en compañía de al-Afdal, hacia la Cúpula de la Roca. Allí, sobre la piedra donde Dios había detenido el brazo de Abraham antes de que sacrificara a su hijo, degollaría la posesión más preciosa de la Espada del Islam. Y, si Dios no apreciaba aquel gesto, haría algo peor un poco más abajo, en otros subterráneos.

Chátillon los había recorrido varias veces, en compañía de Heraclio, de sus hijos y de Gerardo de Ridefort. Bernardo de Lydda aprovechó la ocasión para explicar:

– Las iglesias, las mezquitas construidas en la superficie de la explanada, solo son reedificaciones de templos más antiguos aún, donde se rezaba a dioses hoy olvidados. Es sorprendente ver hasta qué punto nuestros edificios religiosos se comunican entre sí por pasajes secretos, anteriores a ellos… y no posteriores, contrariamente a lo que se cree. Por ejemplo, un corredor permite ir desde el subsuelo de la Cúpula de la Roca al del Templo del rey Salomón, donde se encuentran los templarios. Otro une, según dicen, el Santo Sepulcro con la mezquita de Omar… ¿No resulta divertido pensar que en el Santo Sepulcro una roca lleva la huella del Hijo de Dios, mientras que bajo la Cúpula de la Roca otra lleva, vaciada, la huella del pie del enviado de Alá? En cierto modo, Nuestro Señor Jesucristo y el Profeta son los dos pilares en los que se apoya Dios…

Wash el-Rafid sonrió y, acariciando las palancas de su ballesta, siempre cargada, repuso:

– Tal vez tenga dos piernas, pero hay un solo Dios. Nosotros lo vemos con nuestros pobres ojos humanos. De modo que forzosamente tenemos de El una visión múltiple. Pero Dios es único, solo hay un Dios…

– Hablas como un mahometano -lo interrumpió Chátillon.

El-Rafid no respondió, se contentó con mirar fijamente a Chátillon, que le desafiaba también con la mirada. Ninguno de los dos había bajado jamás los ojos ante nadie. Y no iban a empezar ahora.

Los pedernales habían cumplido su función y habían permitido encender tres antorchas, que lanzaban contra las paredes del pozo una luz tenue, demasiado fría para calentarlo. Su descenso a las profundidades del monte Moria se efectuó en un silencio solo interrumpido por la respiración ronca de los hombres y los ruidos de las cuerdas y las poleas, que trabajaban para hacerlos progresar lentamente en el interior de una tumba cada vez más negra. Poco a poco se extinguieron todos los sonidos, con excepción de una sorda pulsación que seguía dejándose oír. Un latido que palpitaba en sus oídos como si procediera de ellos mismos.

De vuelta al campamento de Saladino, Taqi se dispuso a buscar a Casiopea. Escrutó el cielo con la esperanza de descubrir a su halcón, pero solo se veían grandes nubes que se acumulaban en la oscuridad y hacían el aire húmedo y pesado, cargado de cólera. Las tormentas del fin del rajab se acercaban. Con un puñado de hombres del Yazak, Taqi fue de hoguera en hoguera preguntando a los soldados si habían visto a una joven acompañada de un halcón. Pero las únicas mujeres a las que habían visto eran prostitutas que seguían a los ejércitos en campaña; contaban con las guerras para ganar un poco de dinero. Ni rastro de Casiopea.

Al divisar a Yahyah, que conversaba con Dahrán ibn Uwád, el joven jeque de los kharsa, a quien narraba enfáticamente sus aventuras, Taqi le preguntó:

– Perdona que interrumpa un relato tan fantástico, pero ¿no sabrás por casualidad dónde se encuentra Casiopea?

Por toda respuesta Yahyah abrió los brazos con expresión algo avergonzada. Taqi señaló entonces a la perrita amarilla, que roía una costilla de cordero.

– ¿Crees que Babucha sabría encontrarla?

– Desde luego -dijo Yahyah-. Si no está demasiado lejos, y si tenemos alguna prenda que hacerle olfatear.

Taqi condujo a Babucha y a Yahyah hacia el lugar donde acampaban los zakrad, mientras los kharsa, inquietos por la desaparición de Casiopea, registraban el campamento y los alrededores. Entre los zakrad, Matlaq ibn Fayhán, el Señor de los Pájaros en persona, dedicó una calurosa acogida al sobrino de Saladino y lo guió personalmente hasta la tienda que ocupaba Casiopea cuando les hacía el honor de visitarlos. A su llegada, el pavo real huyó piando de indignación. Taqi y Yahyah revolvieron una colección de briales, vestidos y calzas hasta escoger una camisa de seda negra a la que Casiopea era muy aficionada.

Babucha olisqueó el tejido moviendo la cola, sin comprender lo que le pedían: «¡Busca! ¡Busca a Casiopea! ¡Busca!».