Выбрать главу

El pobre animalito no había sido entrenado para aquello, y giraba en círculo por la habitación con aire inquieto, las orejas bajas y la cola entre las piernas, sin saber lo que esperaban de él con tanta impaciencia.

Taqi miraba alrededor, receloso. Al distinguir el biombo tras el que se vestía Casiopea, pasó al otro lado y allí encontró las ropas que había llevado durante el día. En cambio, el maniquí sobre el que acostumbraba colocar su armadura estaba vacío. ¡Casiopea se había vestido para ir al combate!

– ¡Es incorregible! -refunfuñó Taqi.

El sobrino de Saladino salió precipitadamente de la tienda y contempló el cielo de Jerusalén, y en concreto el de Haram al-Sharif, la explanada del Templo. Entonces le pareció distinguir una minúscula mancha de sombra que oscilaba por encima de Qubbat al-Sakhra y parecía arrastrar hacia allí un espeso sudario de nubes de tormenta.

– ¡Esta mujer es la peste! -exclamó-. ¡Es incapaz de estarse quieta, siempre de un lado para otro!

Salió corriendo hacia su yegua y pidió a sus hombres que lo siguieran.

– ¡Vamos a Jerusalén! ¡Y tanto peor si los hierosolimitanos nos descubren! ¡Los mataremos antes de que hayan tenido tiempo de dar la alerta!

Lanzando un grito, Taqi espoleó su montura y galopó en dirección a las murallas. Estaba furioso. «Ha debido de sorprender nuestra conversación cuando hablábamos en la tienda de mi tío… -se decía-. ¡Y no ha podido dejar de actuar!»

Dejaba atrás la tumba de la Virgen, a su derecha, cuando oyó:

– ¡Taqi! ¡Taqi!

¡Aquella voz! ¡Era la de Masada! Pero en ella ya no había ninguna tristeza, nada ronco ni muerto. Al contrario, parecía jovial, joven y viva. Taqi se giró sobre su silla, y vio que el viejo mercader judío corría hacia él cojeando, tan deprisa como se lo permitían sus cortas piernas. ¿Qué le pasaba?

– ¡Taqi! ¡Taqi!

Taqi tiró de la brida de su caballo y le hizo dar media vuelta para alcanzar a Masada rápidamente.

– ¿Qué ocurre? ¡Habla rápido, tengo prisa!

– ¡Estoy curado! ¡Estoy curado!

Masada bailaba y giraba sobre sí mismo, levantando los brazos para que Taqi viera sus dedos.

Taqi llamó a uno de sus hombres, que llevaba una antorcha.

– ¡Tú, acércate! ¡Ilumíname a este individuo!

El soldado del Yazak bajó la llama hacia Masada, mostrando a todos aquel rostro horrible. Pero lo que interesaba a Taqi no era que estuviera enfermo: era que la enfermedad remitía. Sus dedos ya habían adquirido un color sonrosado, sobre su rostro las llagas empezaban a cerrarse y sus labios eran más carnosos.

– ¡Por las barbas del Profeta! -exclamó Taqi-. ¿Cómo es posible?

– Es Morgennes -dijo Masada-. Es Morgennes. ¡Me ha tocado! ¡Me ha cogido entre sus brazos y me ha curado!

Taqi se despertó, como de un largo sueño, y dijo a sus hombres:

– ¡Adelante! ¡No tenemos tiempo que perder!

Los hombres del Yazak se desvanecieron en la oscuridad de las murallas de Jerusalén. Masada se alejó, divagando, mirando cómo las nubes se agrupaban en el cielo.

El judío no lo sabía todavía, pero se había convertido.

– Giraaaad a la dereeeecha -vociferó Rufino cuando llegaron a una bifurcación, la novena desde que erraban por las profundidades de la ciudad en busca de una escalera que les permitiera salir de nuevo a la superficie.

Simón sentía que el cofre vibraba en sus manos con cada una de las palabras de Rufino, lo que encontraba sumamente desagradable. Además, estaba cansado y desorientado. Tenía la sensación de que no hacían más que girar en círculos.

– ¿No hemos pasado ya por aquí? -preguntó inquieto.

– Noooo, es la primeeeera vez…

Sin embargo, le parecía que ya había visto aquellos grabados, aquellos bajorrelieves. Por todas partes aparecían las mismas procesiones de cuerpos inmundos, sacerdotes humanos de otros tiempos a los que habían unido ahí una cabeza de toro, allí una de halcón, de gato o de ibis. Tenían unos ojos sorprendentemente relucientes, y siempre aquellas expresiones de las que resultaba difícil decir si infundían terror o lo manifestaban.

– Rufino -dijo Morgennes-, hace varias horas que estamos dando vueltas. ¿Estás seguro de saber adonde vas?

– Seguuuuro -dijo Rufino-. Si es laaaargo es porque…

Pero no tuvo tiempo de acabar la frase. Morgennes había distinguido, en lo alto de una pirámide de esqueletos, una forma que se destacaba, inmóvil y oscura.

Era una mujer, totalmente vestida de negro. Morgennes caminó hacia ella, apartando las osamentas con su espada. Crucífera brillaba en la oscuridad, haciendo retroceder las sombras. Morgennes escaló la funesta colina ayudándose con su hoja como si fuera un bastón, clavándola aquí en un cráneo y más allá en una caja torácica.

Los esqueletos eran de lo más inquietante. Restos de ropas se encontraban adheridos a sus miembros y un musgo extraño -una vegetación de las profundidades- tapizaba sus partes cóncavas. Filamentos de color pardo recubrían en parte los huesos y se agitaban bajo los pasos de Morgennes como bajo una brisa otoñal, dispersando un fino velo de partículas a medida que avanzaba. Cuando hubo llegado a la cima, puso la mano sobre la espalda de la joven y un estertor surgió del hijab.

¿Una mahometana? ¿Qué hacía allí?

– ¿Estáis bien?

Morgennes se preguntaba por qué sortilegio habría llegado a aquel lugar. Un gemido le proporcionó dos informaciones de la mayor importancia: aquella mujer vivía, y no era una mujer.

– ¿Al-Afdal?

Más jadeos roncos, esta vez más fuertes, seguidos de un temblor del cuerpo. ¡Desde luego, la suerte estaba de su parte! De otro modo no podía explicarse. La suerte y Dios. Mientras buscaban el camino para llegar a la ciudad, acababan de tropezar con el que buscaban. Así pues, los habitantes de Jerusalén se salvarían. ¡Morgennes podría volver a casa! No podía haber salido mejor.

Morgennes se volvió hacia Simón, que se había quedado en la base de la montaña de muertos.

– ¡Simón! ¡Por aquí!

Simón dejó a Rufino a sus pies y emprendió la escalada de la macabra pirámide.

Rufino, que se había quedado solo, miró alrededor. Los muertos estaban por todas partes. Conocía aquella sala. Le daban el nombre de «gran cámara mortuoria», aunque los subterráneos tenían varias, y algunas de ellas eran cien veces más vastas. Numerosas galerías permitían a los sacerdotes que oficiaban aquí en otro tiempo asistir a ceremonias fúnebres consagradas a dioses sin nombre. «Hacían sacrificios a demonios que no son Dios, a dioses que no conocían», se dijo. Estos sacerdotes eran probablemente judíos que habían vivido poco antes de Abraham, o poco después. Renegados, de todos modos.