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Simón trepaba trabajosamente, tropezando a cada paso en una maraña de miembros dispersos mientras hacía rodar cráneos y reventaba pechos de donde se evaporaban minúsculas nubes de polvo marrón. A la luz temblorosa de su antorcha, veía cómo se encendían y desaparecían tan deprisa como habían aparecido, semejantes a luciérnagas. Hizo un esfuerzo para no estremecerse y mantuvo los ojos fijos en Morgennes, que empezaba a bajar hacia él con una joven en brazos. Simón distinguió entonces una abertura en forma de pozo en el techo; y luego la vio aún mejor porque acababan de dejar caer una antorcha.

La antorcha cayó con un ruido sordo en la cima del montón de cuerpos, donde siguió ardiendo y arrojando chispas que inflamaron algunos jirones de ropa, aunque el efímero resplandor murió enseguida.

Morgennes se volvió hacia la antorcha y distinguió a su vez el pozo en el techo, tan próximo que casi hubiera podido tocarlo con la punta de una lanza. Hasta él llegaban ecos de voces que hablaban en lingua franca. Morgennes se llevó un dedo a los labios para ordenar a Simón que callara, y trató de impedir que al-Afdal hablara, lo que era difícil, pues el pobre deliraba.

– He creído ver una luz -dijo una voz que venía de lo alto.

Morgennes no se movió. Su única fuente de luz era la antorcha de Simón, ya que había devuelto a Crucífera a la vaina para coger en brazos a al-Afdal.

– No puede ser -dijo una segunda voz-. Será el reflejo de tu propia antorcha…

– ¿Por quién me tomas? -contestó la primera voz-. No estoy loco, ¿sabes? Si he tirado mi antorcha a ese pozo, era para mirar: he oído voces. ¿Y si fuera el chico que buscamos?

– ¡Claro, claro! ¡Seguro!

– ¡Te digo que he visto luces!

– ¡Esto mejora! -dijo la segunda voz en tono irónico.

Simón tuvo entonces la pésima idea de apagar su antorcha aplastándola en un tórax, lo que desencadenó una avalancha de esqueletos que descendieron con estruendo el montículo de muertos. Rufino se vio rodeado de osamentas.

– Bueeenos días… -le dijo a un cráneo que había caído justo frente a él.

Era también un modo de ocultar su miedo ante aquella invasión de semejantes, de hermanos de hueso a los que solo faltaba el don de la palabra.

El estrépito había sido tan grande que Simón se dijo: «¡Estamos perdidos!».

Morgennes lo miró sin moverse, y luego, con un silbido, la antorcha se apagó. Quedaron sumergidos en una oscuridad que se parecía a la nada. Esperaron pacientemente a que un ruido llegado de lo alto les indicara la partida del enemigo. Pero no sucedía nada. ¿Se habían marchado los hombres enviados en persecución de al-Afdal?

¿Cuánto tiempo esperaron?

Simón no habría sabido decirlo. En cuanto a Morgennes, seguía cargando con al-Afdal sin hacer un solo movimiento, tratando de olvidar el dolor que se extendía por sus brazos, pues el niño parecía volverse más y más pesado a medida que pasaba el tiempo. Se preguntó si no debería desenvainar a Crucífera y su cuchillo de combate y luchar, o bien parlamentar. Después de todo, los hombres que había oído tal vez no fueran templarios blancos.

Pero, en cuanto depositó al niño en el suelo, tres formas suspendidas de cuerdas descendieron por el pozo. Una sostenía una antorcha y las otras dos una ballesta, que apuntaban hacia adelante.

Al ver a Morgennes, una voz exclamó:

– ¡Aquí está!

Entonces Morgennes y Simón desenvainaron sus espadas y se lanzaron al combate.

Dos cuadrillos salieron disparados silbando. El primero se clavó en la armadura de Morgennes, pero no pudo atravesarla, y el segundo acertó a Simón a la altura del estómago. El joven se derrumbó; se sujetaba el vientre con las manos y la sangre se filtraba entre sus dedos.

Morgennes levantó su espada para descargarla sobre uno de los asaltantes, pero un cuarto hombre se dejó caer en la sala y gritó:

– ¡Ríndete!

Era Wash el-Rafid.

Morgennes lo miró y respondió:

– ¡Jamás!

El persa apuntó su pesada ballesta de dos tableros hacia Simón y dijo lentamente:

– ¡Deja tu arma o es hombre muerto!

Morgennes miró a Simón y luego a Wash el-Rafid, tratando de adivinar si estaba dispuesto a hacer lo que decía.

– ¡Morgennes, no! -exclamó Simón.

Demasiado tarde. Morgennes había soltado a Crucífera.

Tras varias horas de marcha, Wash el-Rafid los condujo al interior de una gran sala circular. La mayor parte del espacio estaba ocupado por un pozo inmenso, abierto a ras de suelo, en el que la luz no conseguía penetrar. Sin embargo, un centenar de cirios similares a los que Morgennes había podido ver en el Krak de los Caballeros iluminaban el lugar. Su resplandor se reflejaba en decenas de cruces metálicas incrustadas en los muros, que sujetaban unas pesadas colgaduras blancas. Una miríada de chispas revoloteaban en el aire y parecían cubrir los cirios con un halo vaporoso.

Ocho columnas de basalto sostenían una descomunal bóveda convexa. Parecían ocho grandes dedos de piedra tendidos hacia un seno gigante de piel morena, con protuberancias engastadas en su superficie. Morgennes supo enseguida de qué se trataba: era el reverso de la roca sobre la que Abraham había aceptado sacrificar a su hijo. La roca desde donde Mahoma había realizado su «viaje nocturno», de la que se decía que había sido tocada por Gabriel. Morgennes había podido admirar en otro tiempo el lado opuesto de la roca: un agujero en forma de casco, testimonio de la potencia con que al-Burak, la yegua de Mahoma, se había lanzado hacia el cielo al encuentro de Moisés, Abraham y Jesús.

Era el año 620, y hasta 630 -fecha de la toma de La Meca por Mahoma- la roca había sido para los mahometanos el centro del mundo, el lugar hacia donde se giraban en la hora de la oración. En esa época la Cúpula de la Roca, que los cristianos llamarían más tarde Templum Domíni, el templo del Señor, todavía no existía. No se construiría hasta después de la muerte de Mahoma. Su arquitecto, Abd el-Malik, era un griego ortodoxo medio loco que se había convertido al islam para satisfacer las exigencias del califa Ornar ibn al-Khattab, segundo sucesor del Profeta, que le había encargado los trabajos. Abd el-Malik había recibido la orden de imaginar un edificio cuyo esplendor eclipsara al del otro lugar santo de Jerusalén: el Santo Sepulcro. El arquitecto había multiplicado, pues, al infinito las complicaciones de los ornamentos y decoraciones de la Cúpula. Para complacer a los mahometanos -apasionados por la geometría- e irritar a los cristianos -que en aquella época amaban la simplicidad-, se había esforzado en transmitir, mediante una arquitectura altamente simbólica derivada de las rotondas funerarias bizantinas, la idea de que el visitante se encontraba en la antesala de la muerte, en la entrada del paraíso. Con sus entrelazamientos de motivos árabes, esa construcción en forma de martyrium, adornada con numerosos mosaicos con fondo de oro y columnas con capiteles, respiraba lo divino, el fin de la humanidad.