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– ¿De modo que lo conoces? -siguió Saladino, acentuando la presión de los dedos en el hombro de Morgennes, en el lugar donde la víspera había penetrado una flecha.

– Es uno de nuestros caballeros, un pequeño noble, venido aquí hace más de veinte años… -respondió Montferrat, evasivo, con la cabeza inclinada en señal de deferencia.

Cada vez lamentaba más sus palabras.

– ¿Y vosotros? -preguntó Saladino a los otros francos-. ¿Lo conocéis?

– Es del Hospital -dijo Gerardo de Ridefort con una sonrisa cruel.

Un murmullo de cólera se elevó de la multitud.

– ¡Cómo! -se indignó Saladino, retirando bruscamente la mano del hombro de Morgennes-. ¡Quieres que recompense a un demonio!

– Tío… -dijo Taqi.

– ¡Estabas al corriente! ¡Además, es a ti a quien debe el estar con vida! ¡Mataste incluso a uno de los nuestros para salvarlo! ¡Mira su tonsura! ¡Y su barba! Hubiera debido adivinarlo: ¡todo en su porte revela al monje caballero!

– ¡Hay demonio en ti, lo sabía! -escupió Sohrawardi, pasando su mano arrugada sobre los párpados de Morgennes-. ¿De qué color era tu caballo?

– ¿Por qué esta pregunta? -inquirió Saladino.

– Invoqué a los yinn poco antes del inicio del combate. «San Jorge participará», me dijeron, los yinn no siempre dicen la verdad, pero la presencia del obispo de Lydda en el campo de batalla me incita a creerlo, pues en esta ciudad precisamente nació el culto a este santo. Allí descansa, allí le rezan con el máximo fervor:…

– ¿Es todo?

– Este Morgennes tiene el valor de san Jorge… Y, si tuviera su montura, no habría duda: este hombre y san Jorge serían una única persona.

– Si no puede ni decir su nombre, ¿por qué habría de decirnos el color de su caballo?

– Para salvar su vida…

– Respondería cualquier cosa. Por otra parte, es imposible verificarlo. Dime más bien por qué es tan importante para ti saber si Morgennes es san Jorge.

– Su sangre es poderosa -musitó Sohrawardi-. El que se baña en ella se hace invencible.

– ¡No os dejéis engañar por estas palabras! -intervino Taqi-. ¡Ya podéis ver que está herido! ¡Tiene una herida en el costado y otra en el hombro! -Se acercó a Saladino y le cogió la mano-. ¡Vuestra mano, tío, está cubierta de sangre! Al apoyaros sobre él, habéis vuelto a abrir la herida causada por la flecha… ¿Es esto un signo de invulnerabilidad?

– No recompensaré a este hombre -decretó Saladino, retirando su mano-. No sé si es o no san Jorge. En cambio, es un hecho incontestable que es del Hospital. Tengo un trato que proponer a estos caballeros, igual que a los del Temple, cuyos términos expondré mañana por la mañana, al salir el sol.

El sultán esperó un instante, y luego, viendo que Taqi se disponía a responderle, lo conminó a guardar silencio y, mirando a Morgennes, dijo:

– No tendrás recompensa, pero, de todos modos, tengo algo que darte. No es dinero, pues pronto no tendrás ya necesidad de él; no son tierras, de las que no podrías disponer; no es un título, pues ningún título tiene valor para quien cree en Dios; pero te concedo mi estima, ya que me pareces digno de ella -dijo mirando al rey de Jerusalén y a Gerardo de Ridefort-. Que lo lleven con los suyos. ¡Dadle de comer, pero, sobre todo, no de beber!

Saladino había hablado.

El sultán continuaba ya su camino hacia el terraplén situado en la cima de la colina de Hattin, donde había ordenado qué se construyera una pequeña estela conmemorativa, cuando la voz de Sohrawardi se elevó de nuevo tras éclass="underline"

– ¡Pido ver la espada de este caballero!

– ¿Por qué? -tronó Saladino, visiblemente irritado.

– Si este hombre es san Jorge, la hoja de su arma estará hecha de un acero especial, particularmente ligero y resistente. O bien ocultará una reliquia en la empuñadura… En cualquier caso, hay que examinarla.

Una chispa de interés brilló en la mirada de Saladino.

– ¿Alguien sabe dónde se encuentra su espada?

Nadie respondió.

Taqi no decía nada, esperando que nadie se fijara en el arma que llevaba al cinto. El sobrino de Saladino contaba con el hecho de que la mayoría de las armas tomadas al enemigo se encontraban amontonadas al pie de la colina, a la espera de ser repartidas entre las tropas del sultán.

– Está ahí -dijo Morgennes con dificultad, tendiendo un dedo tembloroso hacia Crucífera.

La visión de su arma, el hecho de que hablaran de ella, le había proporcionado nuevas fuerzas. Lejos de ella languidecía, mientras que cerca de su espada la vida volvía a él.

– ¡Pero si habla! -se sorprendió Sohrawardi, encantado de haber suscitado una reacción en aquel cristiano que todos creían moribundo.

Saladino dirigió una mirada intensa a su sobrino.

– ¿De modo que la has cogido?

– Sí, tío.

– ¿Por qué?

– Me gustó. No sabía que fuera la suya…

– Pero ¿qué la hace tan especial?

A modo de respuesta, Taqi sacó la espada de su vaina. A contrario que las espadas que utilizaban los caballeros, su extremo no era redondeado. Así pues, el arma estaba destinada a servir tanto a un hombre de a pie, que golpea con la punta y con el filo, como a un caballero, que golpea solo con el filo. Por otra parte, su guarda, con una longitud de dos palmos y adornada con una cruz de bronce, permitía sostenerla con las dos manos y, por tanto, golpear con más fuerza, aunque en ese caso no podía utilizarse escudo.

– Es una espada de infante -constató Saladino-. No una espada de caballero…

– Mata igualmente bien -dijo su sobrino.

Taqi le tendió la espada, presentándola por la empuñadura, que estaba adornada con una medalla medio borrada por el tiempo. Saladino creyó distinguir, sin embargo, la forma de una luna rodeada por una serpiente.

– Ha derramado la sangre de nuestros guerreros. No quiero tocarla.

– Dame -dijo Sohrawardi clavando en Taqi sus ojos de ciego. Con manos febriles, el mago fue a sujetar el arma, pero Taqi lo rechazó.

– ¿Tiene un secreto? -preguntó Saladino a Morgennes.

– Sí -dijo Morgennes con un suspiro-. Como todas las espadas santas…