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Una escalera permitía descender a una gruta situada bajo la roca, llamada el Pozo de las Almas. Pero lo que Morgennes no sabía era que otras tres escaleras partían de esa gruta hacia los subterráneos del monte Moria, enlazando entre sí los tres edificios sagrados más importantes de Jerusalén: la iglesia de Santa María Magdalena, la iglesia del Santo Sepulcro y la mezquita al-Aqsa.

Morgennes observó atentamente la piedra que servía de suelo a la Cúpula de la Roca y de techo al Pozo de las Almas, y vio que en su superficie podía distinguirse una marca en forma de mano; igual que por encima se encontraba la huella de al-Burak, debajo se encontraba la de Gabriel. «Entonces -se dijo Morgennes-, las chispas que centellean por encima del pozo son las almas de los muertos en suspenso, a las que Gabriel impide alcanzar el paraíso antes de que Dios haya emitido su juicio.»

Lanzó un profundo suspiro: todo aquello no prometía nada bueno. Luego miró a Simón, que los seguía cojeando, con una mano en el vientre. Si hubiera llevado su alforja, Morgennes hubiera podido curarlo, pero uno de los templarios blancos se la había quitado.

Un reflejo atrajo la mirada de Morgennes, que examinó el pozo. «No parece estar vacío…» En efecto, de vez en cuando, una especie de destellos irisados brillaban en la superficie, recubierta de un aceite opaco.

«¿Será pez?», se preguntó Morgennes. Pero parecía demasiado fluido para eso. De hecho, tenía el aspecto de un gigantesco ojo negro, líquido y ligeramente abombado. A veces la roca se reflejaba en él, confiriéndole la apariencia de una pequeña luna negra.

«¿Será la puerta de los infiernos?»

– ¿Dónde estamos? -preguntó Morgennes.

– En la matriz de todas las iglesias -respondió Reinaldo de Chátillon.

Chátillon acababa de entrar en la gruta por la escalera diametralmente opuesta. Realzado por el brillo de decenas de cirios, Sang-dragon parecía escarlata. Varios hombres a pie lo seguían, entre ellos los templarios blancos. Uno de los templarios, Kunar Sell, sostenía la cruz truncada que Morgennes había entregado a Balian de Ibelin. De pronto, la yegua resopló y golpeó las losas con sus cascos. Chátillon la calmó con una caricia, murmurando:

– ¡Paciencia, preciosa, paciencia!

Luego se volvió hacia Morgennes y. continuó:

– ¿Crees que este lugar pertenece a los mahometanos? ¡Vamos, si ni siquiera pertenece a los cristianos! Aunque aquí precisamente venían a ocultarse los primeros sacerdotes cuando querían escapar de las persecuciones de los romanos, los judíos o los paganos… Desde su nacimiento, la cristiandad ha tenido que refugiarse en las catacumbas. Este era el mejor lugar para que los dejaran tranquilos: ¡las puertas del infierno de todas las religiones!

– Entonces, todo sigue como el primer día -dijo Morgennes-. Tenéis al emisario del Papa, a los templarios de corazón puro e incluso la Vera Cruz…

– ¡Y te lo agradezco! También tenemos al cordero del sacrificio -añadió Chátillon haciendo un gesto hacia al-Afdal-. Pues, en mi gran bondad, he decidido conceder una última oportunidad a Dios: ofreciéndole lo que más aprecia su peor enemigo, le doy la ocasión de redimirse ¡acudiendo a salvarnos!

– Dios no vendrá -dijo Morgennes.

– ¡Entonces lanzaremos la Vera Cruz al infierno!

– Y será el Apocalipsis, ¿no es eso?

– ¡El fin de los tiempos! ¡La venida de la Jerusalén celestial, por fin! Adveniat regnum tuum! ¡Que tu reino llegue! Fiat voluntas tua Sicut! ¡Que se haga tu voluntad! Y que todos los demonios de los infiernos ataquen la tierra. Entonces se verá quiénes son los valientes y quiénes los cobardes. Se verá quién es amado de Dios y quién no lo es.

– ¡Deja marchar al niño! -lo increpó de pronto Simón, acercándose peligrosamente-. ¡Se os respetará la vida!

– Pero si ya estamos muertos, mi buen Simón. Tú, yo, Morgennes, el niño, su padre… Place tanto tiempo que ya no deberíamos estar aquí… ¿No lo ves? Estamos en otro mundo…

– Entonces, ¿por qué no comenzar por el final, por el Apocalipsis justamente? -lo desafió Morgennes-. ¡Si te interesa tanto ser juzgado, si no temes a la muerte, pruébalo, muere! ¡O lanza la Vera Cruz al infierno! Y si no ocurre nada, abandona.

Chátillon hizo dar unos pasos a su montura y se acercó a Kunar Sell.

– ¿Es eso lo que quieres, Morgennes? ¿Que lance la Vera Cruz al infierno? ¿Tampoco a ti te asusta el Apocalipsis?

– No temo el juicio divino.

– De acuerdo -dijo Chátillon-. Si no sucede nada, renunciaré a mis proyectos.

Reinaldo de Chátillon cogió la cruz truncada de manos de Kunar Sell y se adelantó hacia el pozo de negrura que llamaba la puerta de los infiernos. Un silencio sorprendente reinaba en la caverna, donde todos habían dejado de respirar. Wash el-Rafid había soltado a al-Afdal, que se había desplomado, inconsciente.

En el momento en que Chátillon escrutaba el líquido en busca de un signo, de una ondulación que señalara su apetito, Simón -al que dos templarios blancos sostenían por los brazos- ya no pudo contenerse y exclamó:

– ¡No es la Vera Cruz!

Morgennes lo miró, furioso. ¿Se había vuelto loco? Simón bajó los ojos, incapaz de afrontar su mirada.

– ¿Qué estás diciendo? -replicó Chátillon, sorprendido.

– ¡No es la Vera Cruz! ¡No despertaréis nada de este modo! -dijo Simón-. La Vera Cruz ha partido hacia Roma, ¡habéis fracasado!

– ¿Qué me prueba que dices la verdad? Simón miró fijamente a los ojos a Chátillon, apretó los puños y declaró:

– ¡Es la cruz de Hattin! ¡Morgennes ha querido engañaros!

Taqi se incorporó y volvió hacia su yegua. Según las huellas marcadas en el suelo, Morgennes y Simón se habían dirigido a la inmensa sala que distinguía en el borde extremo de las antorchas que sostenían sus hombres.

– ¡Por aquí! -exclamó.

El terreno era tan desigual que avanzaban llevando a sus monturas de la brida. Numerosas galerías se habían hundido, y ya habían tenido que dar media vuelta varias veces, obligados a elegir caminos que Morgennes y Simón no habían recorrido, tal vez porque ellos se habían abierto paso arrastrándose o porque el techo se había hundido tras su paso. «¡Señor, haced que los encuentre!», rogaba Taqi en su fuero interno. Pero tenía la convicción de que volvería a verlos. Morgennes y él no podían separarse de aquel modo.