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Después de conducir al puñado de hombres que lo seguían hacia la gran sala que habían divisado ante ellos, Taqi contempló estupefacto la pirámide de esqueletos que se levantaba en el centro. Algunos de sus guerreros intercambiaron a media voz palabras que hacían referencia a ogros magos y efrit. Muchos se llevaron a los labios la mano de Fátima para besarla; pero ninguno pensó ni por un momento en huir. Permanecerían con su jefe.

Un explorador que había entrado poco antes en la. gran cámara mortuoria volvió junto a Taqi.

– Han pasado por aquí, señor, no cabe duda. Estos huesos han cambiado de posición recientemente, y… a menos que se hayan movido solos, la única explicación que…

De pronto un cráneo giró sobre sí mismo y clavó sus órbitas vacías en el soldado del Yazak. Este retrocedió instintivamente al mismo tiempo que Taqi, que confesó:

– Me ha asustado. Me ha parecido que…

Pero una voz se elevaba ya del cráneo, una voz que decía:

– ¡Señor Taaaaqi! ¡Estooooy taaaan contento de veeeeros de nueeevo!

Los hombres del Yazak se estremecieron, desenvainaron sus cimitarras y avanzaron por la cripta precedidos por Taqi.

– Conozco esa voz -afirmó este último.

La voz se dejó oír de nuevo con fuerza:

– ¡Poooor aquíiiii!

Taqi lanzó un violento puntapié a una caja torácica, que salió volando por los aires. Los huesos habían estado ocultando a Rufino, que exclamó al verlo:

– ¡Poooor fin aaaalguien con quieeen hablaaar!

Sohrawardi surgió por una tercera escalera con sus hombres.

– ¡No le creáis! -gritó-. ¡Este muchacho miente! Lo noto en su voz. ¡Miente, miente! ¡Es realmente la Vera Cruz!

Pero Chátillon se negó a escuchar al mago.

– Conozco a este muchacho -explicó-. Es incapaz de mentir. Podrá traicionarnos, abandonarnos, a nosotros, sus hermanos. Pero mentir no. Aunque quisiera no podría hacerlo… ¡Tiene demasiado miedo de acabar en el infierno!

Simón permanecía con la cabeza baja. No sabía qué hacer. Había mentido, sí. Y no. En todo caso, no era lo que ellos creían. Para él, no había duda posible: no era solo la fe la que hacía la autenticidad del objeto, como decía Morgennes. Era el propio Morgennes. Si él se había tendido, herido, sobre la cruz que ahora sostenía Chátillon y se había curado, no había sido únicamente a causa de la fe o la Vera Cruz. Fue también a causa de Morgennes, que lo había dado todo para salvar esa cruz, incluidos su honor y su alma. Simón le debía más que la vida. Le debía el haberle abierto los ojos. Le debía la verdadera fe. Aquella cruz era verdadera porque era la de Morgennes y porque él, Simón, le había ayudado a llevarla; como en otro tiempo Simón de Cirene había ayudado a Cristo a llevar la suya. La historia se repetía, eso era todo.

Si Chátillon la tiraba al pozo, sería el Apocalipsis.

«No es momento de desfallecer, no es momento para tener miedo», pensó Simón, esforzándose en no apartar los ojos de Chátillon, en mantener la mirada recta como una lanza, tan dura como el acero que formaba su hierro. Y al parecer tuvo éxito, porque Chátillon se mostró confundido y murmuró:

– ¿Que no es la Vera Cruz? Así, ¿nos habéis mentido desde el principio? ¿Habéis mentido incluso a los habitantes de Jerusalén?

Sohrawardi se acercó entonces a la cruz truncada y tendió la mano para palparla, pero Kunar Sell se lo impidió.

– ¡No la toquéis!

Wash el-Rafid, señalando la cruz con su ballesta de dos tableros, preguntó:

– ¿Os habéis vuelto locos? ¿Qué tenemos que temer? O es ella, y no hay ningún problema, o no es ella, y en ese caso solo se habrá perdido un pedazo de madera. ¡Tiradla al pozo!

– ¡Dádmela! -insistió Sohrawardi, acercándose con pasos lentos, sostenido como siempre por sus dos mamelucos.

Seducido por el razonamiento del persa, Chátillon hizo girar la cruz truncada por encima de su cabeza, mientras Simón aullaba:

– ¡Noooo!

Pero Chátillon soltó la cruz hacia la puerta de los infiernos.

En ese momento un disparo la alcanzó en pleno vuelo e hizo que se desviara. La cruz truncada rebotó sobre las losas, no lejos de Morgennes. Todos miraron, estupefactos, hacia los peldaños de la escalera que conducía al piso superior de la Cúpula de la Roca, desde donde Casiopea los desafiaba con su ballesta.

– Yo, de vosotros, me olvidaría de ella…

En ese instante, Wash el-Rafid ordenó a sus hombres:

– ¡Cogedla!

Pero era demasiado tarde: Casiopea ya había desaparecido.

– ¡No! -aulló Chátillon-. ¡Abatidla!

Wash el-Rafid miró al Lobo de Kerak con un resplandor maligno en los ojos.

– ¡Cogedla viva! -ordenó.

– ¡Matadla! -dijo a su vez Chátillon.

Los mantos blancos se miraron, sin saber a quién obedecer. Entonces Wash el-Rafid lanzó sus dos cuadrillos metálicos contra Chátillon. Los dardos lo alcanzaron en el pecho, de donde brotaron dos chorros rojos. Pero el Lobo de Kerak no vaciló, y desenvainó su poderosa espada vociferando:

– ¡Demonio! ¡No serás tú quien me mate!

Y se lanzó contra Wash el-Rafid.

Kunar Sell había sacado su pesada hacha danesa y llamaba al combate a los templarios blancos, pervertidos por Wash el-Rafid, mientras Bernardo de Lydda y Gerardo de Ridefort se refugiaban en la oscuridad de los subterráneos del monte Moria.

Aprovechando la confusión, Morgennes lanzó un vigoroso codazo al guardia que lo sujetaba y corrió hacia la cruz truncada. Pensaba utilizarla como arma, como había hecho Simón en el oasis de las Cenobitas. Fue una buena idea, porque, antes que él, otro soldado había querido recuperarla; pero Morgennes la alcanzó primero. Tras apoderarse de ella, propinó un potente golpe con la cruz al templario y se volvió hacia Simón.

Wash el-Rafid y Chátillon estaban enzarzados en un combate a muerte. El persa se batía con Crucífera, que había arrebatado a Morgennes. Retrocedía, esquivaba, fintaba, se agachaba, sintiendo cien veces el aliento de la muerte junto a su cara, cien veces el roce de la espada bastarda de Chátillon. Crucífera brillaba con una luz extraña, como si la proximidad de la puerta de los infiernos la excitara.

– ¡La veo, es ella! -exclamó Sohrawardi lleno de excitación-. ¡La espada de san Jorge! ¡Su luz resplandece!

Su cuerpo exudó enseguida un olor a macho cabrío tan potente que numerosos templarios blancos retrocedieron dominados por las náuseas. Pero Chátillon no parecía sensible al olor, como si su resurrección, o la cólera, lo hubieran privado del olfato. Y luchaba con más rabia aún porque acababa de ser traicionado, descargando golpes tan poderosos que su espada arrancaba a Crucífera chispas, las cuales se sumaban a las de las almas de los muertos.