Tras haber dejado fuera de combate a un segundo guardia con la cruz truncada, Morgennes recuperó su alforja, extrajo de ella un frasco con un líquido azul oscuro y se lo tendió a Simón.
– ¡Trágalo, esto debería curarte!
Simón cogió la poción y se la bebió. Un agradable calor lo envolvió y se sintió revigorizado. Rápidamente se apoderó del escudo y la espada del guardia caído a sus pies y se lanzó al combate.
Wash el-Rafid había acorralado a Chátillon, cuya montura no podía ya seguir retrocediendo sin caer al Pozo de las Almas. El Lobo de Kerak intentaba contraatacar, pero el persa esquivaba todos los golpes. Detrás de ellos, Sohrawardi murmuraba conjuros, y todos se preguntaban qué estaría preparando.
¿Invocaba, tal vez, a los yinn?
Acabado el sortilegio, las losas cedieron bajo los cascos de Sang-dragon, que empezó a resbalar hacia la puerta de los infiernos. El persa sostenía a Crucífera con las dos manos, parando cada uno de los golpes que asestaba el Lobo de Kerak sin tratar de golpear él mismo, cuando Sang-dragon cayó al Pozo de las Almas y sus patas traseras desaparecieron por completo en su interior. El animal tuvo un sobresalto, trató de levantarse, pero una parte de él ya no existía. Su mirada reflejaba un terror loco.
Poco antes de que el pozo se lo tragara, el Lobo de Kerak saltó de la silla y se arrastró frenéticamente por el suelo. Pero el-Rafid no lo dejaba acercarse, lo empujaba con el pie o con la parte plana de la espada cada vez que conseguía alejarse del abismo. A pesar de sus esfuerzos, Chátillon estaba demasiado débil para resistirse a la magia que lo atraía hacia el infierno, un infierno que, por la incandescencia de su mirada, parecía estar ardiendo ya en sus ojos.
– ¡Malditos seáis! -chilló.
Ya solo se veían su torso y sus brazos, lanzados como amarras a una tierra que se alejaba. Luego sus manos se deslizaron también en la nada, y solo quedó de él una boca que aulló:
– ¡Volveré!
También ella desapareció en la negrura, imperturbable y silenciosa. Ni una sola onda agitó la superficie del ojo de las tinieblas. Wash el-Rafid saludó al Lobo de Kerak con su espada y fue a apoyar a los otros combatientes, que tenían que enfrentarse a la resistencia feroz que les oponían Casiopea, Kunar Sell, Morgennes y Simón.
Los hombres que se habían lanzado en persecución de Casiopea aún no habían vuelto a bajar, y Kunar Sell, con la espalda apoyada contra un pilar, peleaba contra tres templarios, a los que mantenía a distancia con su gran hacha. Como si estuviera dotado de vida, el tatuaje en forma de cruz de su frente se agitaba como una serpiente, fascinando a sus adversarios.
En cuanto a Morgennes y Simón, se habían colocado espalda contra espalda, y se defendían con rabia.
– ¡Sohrawardi! -aulló de pronto Simón.
Morgennes dirigió una rápida ojeada al mago, y vio que recitaba nuevos conjuros.
– ¡Repleguémonos hacia la escalera! -propuso Morgennes.
Los dos hombres trataron de abrirse camino a través del caos de armas que los rodeaba, pero eran tantos los golpes que se veían obligados a parar que no podían atacar a su vez. Sus enemigos eran demasiado numerosos, y además el-Rafid peleaba con increíble habilidad, obligando a Morgennes a utilizar la cruz truncada como un escudo.
– ¡Por aquí! -gritó una voz.
¡Era Casiopea! La joven, al matar a uno de los soldados, había conseguido abrir una brecha entre sus asaltantes. Simón se escurrió por ella.
– ¡Morgennes! -aulló-. ¡Date prisa!
Por primera vez en su vida, acababa de tutear a Morgennes, y ni siquiera se había dado cuenta. Morgennes no respondió nada, estaba demasiado ocupado en defenderse.
Sohrawardi se encontraba ahora envuelto en llamas. ¿Se había inflamado su cuerpo porque en el tumulto había caído alguna antorcha, o tal vez porque ese había sido su deseo? En cualquier caso, el fuego había prendido en sus ropas y el mago se había convertido en una hoguera viviente. Sohrawardi pareció saltar contra las colgaduras que adornaban la sala y la tela se inflamó también. Poco a poco el aire se había vuelto irrespirable. Hacía tanto calor como en un horno, y los hombres empezaban a retirarse de la pelea para retroceder en busca del frescor de la escalera.
La temperatura era tan alta que los cirios se fundieron y de la cera salieron serpientes parecidas a las del Krak. Silbando, reptando, los ofidios mordieron a todo aquel que se puso a su alcance, contribuyendo a la confusión. Y en ese momento, cuando Morgennes tenía ya menos adversarios contra los que combatir, ¡una tea que había caído de la pared se enganchó en la cruz y empezó a devorarla!
– ¡Morgennes! -gritó Casiopea-. ¡Suelta tu cruz!
¿La había oído Morgennes? En todo caso, no respondió.
Casiopea se precipitó al interior de la sala. Repelió a los guardias que trataban de impedir que se acercara y se dirigió hacia Morgennes, que luchaba con un templario. Al buscar con la mirada a Wash el-Rafid, vio que apuntaba a Morgennes con su ballesta.
– ¡Morgennes! -aulló-. ¡Cuidado, a tu izquierda!
¡Demasiado tarde! Wash el-Rafid había disparado contra la cruz truncada y la había clavado contra Morgennes.
– ¡Morgennes! -gritó Simón, horrorizado.
Morgennes trató de separar la cruz de su armadura, pero no lo consiguió. Tambaleándose, se acercó peligrosamente al ojo negro del centro de la sala, y lo increíble se produjo: mientras el fuego se extendía por el conjunto de la caverna y el combate se trocaba en un desorden indescriptible, una mano negra surgió del Pozo de las Almas y lo agarró.
– ¡Apocalipsis! -gritó una voz de ultratumba-. ¡Apocalipsis!
¡Reinaldo de Chátillon! El Lobo de Kerak había mantenido su promesa. Volviendo del fondo de los infiernos, trataba de arrastrar a ellos a Morgennes. Loca de rabia, Casiopea se lanzó contra Wash el-Rafid y lo obligó a retroceder en dirección al Pozo de las Almas, golpeando y golpeando sin descanso, con una fría determinación. Simón se unió a ella, y combinando sus esfuerzos consiguieron que Wash el-Rafid se encontrara finalmente acorralado al borde del pozo. Uno de sus pies resbaló al interior, y luego el otro. Pero el persa resistió y consiguió liberarse.
Entonces una segunda mano surgió de las tinieblas y se cerró sobre su tobillo.
– ¡Apocalipsis! -gritó de nuevo Chátillon.
Su puño era un ancla, una pesada cadena de metal que tiraba de Morgennes y Wash el-Rafid, inexorablemente, hacia el Pozo de las Almas.