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– ¡Simón -aulló Casiopea-, hay que salvar a Morgennes!

Entre los dos trataron de arrancarle la cruz, pero parecía formar un solo cuerpo con su coraza.

– No lo conseguiréis -dijo Morgennes.

– No, no -exclamó Simón-. ¡No puede ser!

La cruz estaba ardiendo y les quemaba los dedos. Algunas ascuas corrieron por sus ropas; la barba de Morgennes se chamuscaba ya y empezaba también a inflamarse.

– ¡Salvaos! -dijo Morgennes.

– ¡Nunca! -replicó Casiopea.

– Marchaos, no estoy solo… -dijo Morgennes, como aliviado.

– ¡Nunca! -dijo Simón.

– Simón, tenías razón… Esta cruz es, sin duda, la Vera Cruz. Simón estalló en sollozos, y trató desesperadamente de salvarlo. Pero Chátillon era el más fuerte. Por más que Morgennes se resistiera, se veía arrastrado hacia el Pozo de las Almas, donde las chispas crepitaban cada vez con más fuerza, ansiosas por acogerlo.

– ¡Marchaos, deprisa! -insistió Morgennes, con llamas en la boca.

Cuando la sala amenazaba ya con derrumbarse, mientras bloques de piedra caían del techo y las columnas temblaban, una voz ordenó:

– ¡Haced lo que os dice!

– ¡Taqi!

Taqi y sus hombres entraron a caballo en la Caverna de las Almas, surgiendo de todos lados a la vez. Al verlo sobre su caballo blanco, Bernardo de Lydda exclamó, acobardado:

– ¡Por san Jorge!

– ¿Quién diablos eres tú? -le preguntó Taqi.

– ¡Eeees mi hermaaaano! -respondió Rufino.

Taqi se volvió hacia Bernardo de Lydda, amenazándolo con su cimitarra.

– ¡No me toquéis! ¡Soy un eclesiástico! -vociferó el obispo, levantando los brazos en señal de rendición.

– ¡Precisamente! ¡Hace mucho tiempo que deberías haber muerto! -replicó Taqi, atravesándole el corazón con su cimitarra.

– ¡Su cueeeerpo! -bramó Rufino al ver caer a su hermano-. ¡Su cueeeerpo!

Pero nadie lo escuchaba, ocupados como estaban en poner a salvo a al-Afdal y en matar a los templarios que aún no habían huido. Lenguas de fuego recorrían la sala como serpientes ígneas. Parecían dotadas de vida, como si una inteligencia las animara. Los sarracenos estaban persuadidos de que se trataba de Sohrawardi reencarnado en llamas.

Aquella hoguera tenía, sin embargo, una ventaja: atacaba también a los áspides, que morían rápidamente. Pero el calor se hacía sofocante y nubes de humo acre invadían la caverna.

– ¡Crucífera!-aulló Morgennes, con el rostro en llamas.

Todo había acabado. No lo salvarían. Entonces, tras una última mirada, Simón y Casiopea retrocedieron, abandonando al hombre que habían aprendido a conocer y a amar en el curso de aquellos últimos días, y corrieron hacia Crucífera, que Wash el-Rafid había soltado cuando Chátillon lo había atrapado.

Apenas había recuperado Casiopea la espada santa, el persa desapareció en el infierno, con los ojos desorbitados por el terror.

– ¡La tengo! -exclamó Casiopea blandiendo la espada.

– ¡Amén! -dijo Morgennes con una voz irreconocible.

Y cerró el ojo.

Las dos manos de Chátillon se habían cerrado sobre sus tobillos y Morgennes había desaparecido a medias en el Pozo de las Almas. A su contacto, la cruz inflamó la superficie, que ardió con un fuego extraño. Una humareda acida, negra, densa, brotó de aquel sol negro, en el interior del cual Morgennes se debatía en vano.

– ¡Aguanta, dhimmi! -aulló Taqi.

Y dejando atrás a Simón y Casiopea, a los que dirigió un violento «¡Largo de aquí!», se lanzó hacia Morgennes y desapareció entre el humo.

Casiopea tosió, dudó, pero Simón la cogió por el brazo, obligándola a retroceder.

– Ven -le dijo-.Ya no se puede hacer nada…

Las columnas cedieron. Con un crujido formidable, se partieron y arrastraron en su caída la roca de Abraham, que obstruyó el Pozo de las Almas; pero miles de chispitas habían conseguido salir volando en la noche.

¿Se habrían salvado algunas almas?

«Poco importa», pensó Simón.

Miró a su alrededor. Todo le parecía vacío. Los hombres de Taqi ya no se movían y Kunar Sell había dejado caer su hacha; había muchos prisioneros y todavía más muertos. En cuanto a Casiopea, difícilmente se podía estar más pálido. La joven había soltado a Crucífera y se había girado hacia la caverna, con algo de Morgennes en la mirada.

Epílogo

¡No digáis de los que han caído por Dios que han muerto! No, sino que viven. Pero no os dais cuenta.

Corán, II, 154

Extenuados, Casiopea y Simón llevaron a al-Afdal al campamento de Saladino, donde los sarracenos encerraron en prisión a Kunar Sell y los saludaron como a los verdaderos liberadores de la ciudad, algo de lo que no supieron si debían alegrarse o entristecerse. Poco después, los habitantes de Jerusalén empezaron a rendirse. Saladino les perdonó la vida, tal como había prometido. Bajo una lluvia torrencial, interminables columnas de cristianos salieron por la Puerta de David para dirigirse a poniente, con la esperanza de coger un barco que los llevara a Provenza, a Italia, a uno de esos países, en fin, de los que la mayoría eran originarios pero que con frecuencia no habían visto jamás. Muchos de esos desgraciados no tenían con qué pagar su rescate, de modo que Balian dio cuanto poseía para liberar al mayor número posible. En cuanto a Heraclio, partió con los tesoros del Santo Sepulcro, rechazó dilapidarlos en la liberación de los indigentes, quienes, de todos modos, según decía, «no merecen, ¡qué digo!, no desean que estos preciosos tesoros que constituyen nuestra gloria sean entregados a los mahometanos».

– Con este sacrificio -explicaba-, prueban que son dignos de entrar en el paraíso. Ojalá los mahometanos se muestren clementes con ellos…

Su carreta quedó cubierta de inmundicias, lodo y escupitajos que le lanzaban tanto el ejército del sultán como los hierosolimitanos. Llovieron los insultos, los gritos de rabia y de cólera. Y Saladino tuvo que intervenir personalmente para que no destriparan al senil patriarca, quien, perdido en sus preocupaciones, no veía ni oía nada. Heraclio apretaba contra su pecho un incensario de oro, que acariciaba entre murmullos, llamándolo «mi pequeño» y «corazón mío». Paques de Rivari, su compañera, conducía el carruaje, que no llevaba toldo. Cubierta por completo de porquería, la mujer miraba fijamente el camino, con mirada apagada, sin atreverse a volver los ojos, sin mover una ceja, bajo las piedras y las chanzas.