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Aquel día Saladino lloró mucho, de tristeza y de alegría.

De alegría porque al-Afdal se había salvado. De alegría también porque aquel 27 del rajab, aniversario del día en que el Profeta había visitado la ciudad en sueños para ser transportado al cielo, Jerusalén se había rendido por fin a los mahometanos.

De tristeza porque Morgennes y Taqi estaban muertos, aunque sintiera cierto consuelo al imaginarlos juntos. Dos hombres de su valor no permanecerían mucho tiempo en el infierno. Sin duda encontrarían un medio de escapar.

– Alá no aceptaría que no hiciéramos nada. Debemos ayudarlos.

Un ulema propuso rezar por ellos, pero Saladino replicó:

– Que diez hombres valerosos se presenten. ¡A ellos corresponderá recorrer el mundo y hacer salir de los infiernos a los que cayeron en el abismo por error!

Más de un centenar de hombres se ofrecieron, y entre los elegidos se incluyó a Yahyah, porque traía suerte.

– Lo conseguiréis -dijo Simón a Yahyah, poniéndole la mano en la cabeza y acariciando suavemente sus cabellos.

– ¿Y tú? -preguntó Yahyah-. ¿Adonde vas?

– A Francia, con Casiopea.

– ¿Volverás?

– ¡Desde luego!

Babucha ladró, y Yahyah exclamó riendo: -¡Que ese día llegue pronto! ¡Si puedo, iré con vosotros! Casiopea besó la mano de Fátima que colgaba de su cuello y dijo:

– Khamsa!

– Khamsa! -repitió Yahyah.

En homenaje a Morgennes, Saladino permitió que diez hospitalarios se quedaran en Jerusalén para cuidar a los leprosos. Masada fue autorizado a trabajar con ellos: la lepra ya no le asustaba. El antiguo comerciante de reliquias irradiaba un fuego interior, como si una luz habitara en él. Si le preguntaban por su buen humor cuando ningún acontecimiento en particular parecía justificarlo, explicaba:

– Después de todo lo que he vivido, ya no puede ocurrirme nada malo. ¡Estoy condenado a la felicidad, y me parece magnífico!

Cualquiera hubiera dicho que hablaba Yemba. Su entusiasmo, su alegría, lo habían transformado. Todo el mundo buscaba su compañía, todos le preguntaban su opinión sobre diferentes asuntos y disfrutaban paseando o trabajando con él. Sobre todo se consideraba un honor ser autorizado a alimentar a Carabas, que Yemba había traído de vuelta, y asistir a la comida de aquel asno que tenía… ¡en fin, que tenía muchísimos años! Pasados los cincuenta, Masada había nacido.

Algabaler y Daltelar, que tanto habían ayudado a defender la ciudad, se sentían ya demasiado mayores para abandonarla. Antes habrían preferido morir. Saladino se mostró generoso con ellos y les ofreció alojamiento, poniendo a su disposición una de las casas más hermosas de Jerusalén para que acabaran allí sus días en paz. Los dos ancianos no cabían en sí de contento. En el fondo, les importaba poco que aquella ciudad estuviera dirigida por cristianos o por mahometanos, con tal de que no se preocuparan por sus almas.

Finalmente, mientras se dirigían a la Cúpula de la Roca, tras haber apagado el incendio y purificado las salas con grandes cubos de agua de rosas, el cadí Ibn Abi Asrun había dicho a Saladino:

– Ya ves, excelencia, que la profecía de Sohrawardi no se ha cumplido. Has entrado en Jerusalén y no has perdido un ojo.

– Te equivocas -respondió Saladino-. Porque he perdido lo que me era más precioso.

– ¿Y qué es? -preguntó el cadí.

– He perdido a Taqi ad-Din.

Sorprendido por esta respuesta, el cadí se volvió hacia el sultán, que lloraba desconsoladamente.

A la mañana siguiente, al alba, Casiopea y Simón abandonaron la ciudad, se deslizaron como ladrones por la poterna de Santa María Magdalena y no dijeron adiós a nadie. Llevaban a Rufino en una alforja, con la boca tapada por una gruesa mordaza. Sentían un peso en el corazón, pero no querían mostrar su pena. Equipados con un salvoconducto y con dos bolsas que les había ofrecido Saladino (una llena de oro y la otra de diamantes), se dirigieron hacia el norte para coger el primer barco que atravesara el Mediterráneo. Ni Casiopea ni Simón tenían ganas de quedarse mucho tiempo en Tierra Santa. Sin embargo, decidieron pasar antes por el Krak de los Caballeros para saludar a Alexis de Beaujeu. Tuvieron que cabalgar tres días, bajo lluvias torrenciales, para llegar al Yebel Ansariya.

Una vez en presencia de Alexis de Beaujeu, cuyos soldados se esforzaban en proteger a las poblaciones del condado de Trípoli y no podían trasladarse a Tiro en número suficiente para ayudar a Conrado de Montferrat, le contaron el fin de Morgennes. Beaujeu, con el rostro cubierto de lágrimas, dijo que alimentaría a un pobre en su nombre durante todo un año, lo que constituía el mayor homenaje que pudiera rendirse a un hospitalario muerto.

Luego se dirigieron a Trípoli, de donde partieron para efectuar una travesía marcada por terribles tempestades. Ironías del destino, viajaban en uno de los diez navíos que habían transportado las tropas del famoso Caballero Verde, quien comandaba los refuerzos enviados a Tierra Santa por el rey de Sicilia, Guillermo II.

Tras llegar a Italia, poco antes del final del mes de octubre, pidieron audiencia al Papa, pero les respondieron que ya no había pontífice, ya que el último sucesor de Pedro había alcanzado su última morada: el cielo.

– ¿Qué podemos hacer, pues? -inquirió Simón al arzobispo que los había recibido.

– Esperar…

Lo había dicho con una calma desconcertante, pero así era la vida en Roma: los papas morían, y los asuntos se acumulaban durante un tiempo; luego se elegía a un nuevo papa y todo volvía a su curso. De momento los obispos esperaban, permaneciendo mano sobre mano o rezando, cuando no conspiraban. Y, a juzgar por el aspecto de su interlocutor y por el modo en que hacía girar los pulgares mientras mantenía cruzadas las manos, enguantadas de rojo, el hombre debía de formar parte de los que conspiraban, preocupados por lo que les reservaba el porvenir. ¿Camarero de Su Santidad? ¿Protonotario apostólico? ¿Nuncio? ¿Vicelegado? Legado tal vez…

Al expresar Simón su sorpresa por la contigüidad del fallecimiento de Urbano III y la caída de Jerusalén y preguntar si no habría ahí una relación de causa y efecto, el arzobispo respondió, en tono plácido, que, efectivamente, apenas Su Santidad había sido puesto al corriente de este drama, Dios lo había llamado a su lado.

Urbano III había muerto de pena.

Poco antes de morir, el Papa había tenido tiempo de dictar una bula que ponía fin a la orden de los templarios y distribuía sus bienes a medias entre la Iglesia y el Hospital.

– ¡Así, el Hospital ha ganado! -exclamó Simón.

– No, al contrario, ha perdido -respondió Montferrat, que les había dado la noticia.