En cualquier caso, era evidente que aquel papa no los recibiría. Aprovechando la invitación de Montferrat a que lo acompañaran en su gira por las cortes europeas, Simón y Casiopea fueron a Francia pasando antes por el norte, donde Casiopea tenía asuntos que resolver..
El condado de Flandes, donde Felipe de Alsacia residía entonces, dependía a la vez del rey de Francia y del emperador del Sacro Imperio Romano Germánico. Allí tuvieron ocasión de ver ciudades magníficas, como Brujas, Arras y Douai, que debían su riqueza al comercio de los paños. Como la época de las grandes ferias de otoño había pasado, la mayoría de las calles estaban vacías, pues los habitantes preferían el humo de las posadas a las brumas invernales.
Felipe de Alsacia, que había encargado a Casiopea que fuera a ultramar en busca de Morgennes, y a quien ella explicó el fin de este último, se afligió por su pérdida y encargó dos estelas de granito que se colocarían a la entrada del feudo del hospitalario. La inauguración de aquel monumento debía tener lugar en primavera, pero Simón preguntó entonces:
– ¿Por qué dos estelas? ¿Tiene dos entradas el dominio de Morgennes?
Felipe de Alsacia se ofreció a acompañarlos al lugar. Sin embargo, aquella mañana les pareció que era el halcón el que los guiaba volando por encima de sus cabezas, a la vez protector y cómplice. La niebla era tan densa que no veían nada, de modo que tuvieron que orientarse por los gritos del pájaro. Finalmente, cuando los cascos de los caballos resonaron sobre unas planchas de madera y de todas partes les llegó el rumor de las aguas de un río, Felipe de Alsacia declaró:
– Es aquí…
Pusieron pie a tierra y examinaron el lugar. Franqueando un río casi completamente helado, se levantaba un puente de madera con pilares de piedra, con una longitud de un poco menos de un arpende y lo bastante ancho para que dos carretas pudieran cruzarse. Aunque normalmente el río podía vadearlo -el agua llegaba apenas a las cinchas de los caballos-, sufría extraños desbordamientos cuando llovía, se convertía en un torrente cuando se fundían las nieves y se encontraba casi seco en verano. Además, su fondo era solo arena y grava, y como nadie se había ocupado de su mantenimiento desde hacía mucho tiempo, estaba intransitable.
– El dominio de Morgennes… -dijo Casiopea con un suspiro-.Tengo la sensación de que conozco este lugar.
– Él mismo construyó el puente -dijo Felipe de Alsacia-. Con sus propias manos… Es una hermosa obra, ¿no os parece?
Miraron el puente. Parecía que siempre hubiera estado allí. Se imaginaron a Morgennes metido en el agua helada trabajando en la construcción de su puente para unir las dos orillas…
Desde luego, la imagen era un poco ridícula, porque sin duda no habría trabajado en invierno. Sin embargo, era así como lo veían.
El dolor y la pena de Felipe de Alsacia palidecieron ante otro dolor y otra pena incomparablemente más vivos. Los de Chrétien de Troyes. El artista, que por entonces tenía más de cincuenta años, se encontraba en uno de esos períodos de la vida en que la soledad crece hasta hacerse total. Cuando se enteró de la muerte de Morgennes, Chrétien de Troyes cayó gravemente enfermo. Una gripe fuerte, se creyó primero, pero el mal degeneró, y el litterato murió en Navidad.
No había acabado su obra. La última palabra que pronunció antes de cerrar los ojos fue:
– ¡Perceval!
En su mente febril había confundido a Morgennes y al héroe de su libro, como si el muerto fuera este último: un personaje de ficción y no una persona de carne y hueso. Lo que lo mantenía atado a la vida se había extinguido por sí mismo. Perceval se había ido; había llegado el momento de morir.
Felipe de Alsacia, en cambio, no opinaba lo mismo. Una historia debía vivir con independencia de los que la habían inspirado, y también de aquellos que habían empezado a escribirla. De modo que hizo llamar a Casiopea y le dijo en tono grave:
– Si no salvasteis al hombre, salvad al menos la obra. Y, ya que sois por el momento su principal depositaría, seréis vos quien acabe la historia.
– ¿Yo, una mujer, autora de una obra literaria?
– Puede ser una continuación anónima.
Y así Casiopea emprendió la redacción de una Continuación y fin de Perceval, que Chrétien de Troyes no había podido realizar por sí mismo y que ella no terminaría hasta muchos años más tarde. Descubrieron igualmente que otros se habían consagrado a esta labor, entre los que se contaban Wauchier de Denain, Manessier y Gerberto de Montreuil. Por respeto a su trabajo, y por discreción, Casiopea decidió no firmar su versión.
Mientras buscaba cómo continuar la historia de Perceval, una mujer les proporcionó un principio de solución: la madre de Casiopea, Guyane de Saint-Pierre. Cuando estaban a punto de dejar el condado de Flandes para ir a Borgoña, se cruzó en su camino un extraño mensajero, que se dirigió hacia ellos con la cara oculta por una máscara. El personaje dijo a Casiopea:
– Sé quién sois. Vuestra madre me confió esta carta, hace mucho tiempo, y me pidió que os la entregara a vuestra vuelta. Creí que no os encontraría nunca. Afortunadamente, Felipe de Alsacia me comunicó que partíais hoy para Borgoña…
Luego se marchó tan misteriosamente como había llegado.
¿Qué decía el mensaje? Dos cosas. En primer lugar que, cansada de esperar la vuelta de su hija y deseando verla por última vez antes de entrar en el convento, Guyane de Saint-Pierre había ido a buscarla a Tierra Santa, donde había perdido ya a un marido: el padre de Casiopea. Y a continuación, y sobre todo, que no se había revelado a Casiopea una información de la mayor importancia cuando había partido en busca de Perceval. Algo lógico, ya que ni Chrétien de Troyes ni Felipe de Alsacia sabían nada de aquello, pero el hecho era que Perceval, el marido de Guyane de Saint-Pierre y el padre de Casiopea eran una única persona: Morgennes.
Al enterarse, Casiopea cayó en un estado de letargo profundo, del que las palabras de Simón solo con gran esfuerzo consiguieron arrancarla. Durante algún tiempo dejó por completo de alimentarse, y no hablaba más que para murmurar oraciones. ¿Qué pedía? Que Dios protegiera a su madre y ofreciera una esperanza a su padre, una salida. Se había prometido que encontraría a Morgennes, aunque tuviera que dejar la vida en el empeño. Su vuelta a Tierra Santa se había convertido en algo más que un proyecto, ahora era una certeza. Ya era solo cuestión de semanas. Montferrat les había propuesto que partieran con él, y los había citado en Marsella, con Josías de Tiro. Pero antes debían acudir a la cabecera del padre de Simón.
Simón no sabía, al acercarse al castillo, si su padre vivía todavía; pero la presencia de Casiopea a su lado lo reconfortó, al igual que los gritos del halcón, que daban un poco de animación a las tierras de Roquefeuille, aparentemente desiertas de vida animal.
El dominio se encontraba en un estado de gran abandono. La avenida que conducía al castillo, antes bien cuidada, estaba invadida por matorrales que no se habían cortado desde hacía meses. Tras escuchar unos ruidos a su derecha, Simón y Casiopea divisaron, en medio de un lago helado, a dos siervos que pescaban furtivamente en el lugar. Habían cortado el hielo y colocado algunas cañas. Al verlos, los campesinos se asustaron, pero Simón los tranquilizó. No les harían ningún daño ni hablarían a nadie de aquello.