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– Solo quiero algunas informaciones -explicó.

Uno de los siervos, el de más edad, se acercó a Simón y lo observó con detenimiento. ¿Quizá lo reconocía? No era probable. Su cara había cambiado mucho desde su partida y, además, una barba corta le daba un aire adulto que entonces no tenía. De todos modos, el propio Simón era incapaz de decir si había conocido en otra época a aquel pobre hombre.

– ¿Quién es el señor de estos lugares? -preguntó Simón.

– El conde Etienne de Roquefeuille, messire -respondió el campesino.

Hacía tanto frío que, cuando hablaba, nubes de humo blanco salían de su boca. El siervo tiritaba.

– ¿Y sus hijos? -se atrevió a preguntar Simón.

– Muertos en Tierra Santa -dijo el hombre santiguándose.

Le dieron unos restos de carne para agradecerle la información y se dirigieron hacia la entrada del castillo. Las murallas estaban medio derruidas y el tejado se encontraba cubierto de nieve. De las ventanas colgaban carámbanos como estalactitas, que daban al edificio un aspecto sepulcral. Cuando se acercaron a la entrada, un sirviente vestido con un grueso manto, al que Simón no reconoció, salió a su encuentro. Simón le explicó quién era, pero el criado no quiso creerle.

– El conde Etienne de Roquefeuille no tiene ninguna duda.

Sus cinco hijos han muerto. Dice que es una gran desgracia, se acusa de haberlos matado y se pasa el día llorando. Confieso que yo no sé nada de todo este asunto, pero… Interrumpiéndolo, Simón ordenó:

– Id a decirle que su hijo pequeño está aquí, y que ha vuelto de ultramar.

El sirviente se alejó por una puerta lateral, que conducía a la sala principal del castillo, y volvió poco después:

– El conde os recibirá.

Entraron en una gran sala abovedada, donde habían corrido unas cortinas oscuras de manera que no llegara ninguna luz, con excepción de la que procedía de la chimenea. Hundido en un sillón había un hombre anciano, tan cerca del fuego que se hubiera dicho que su barba estaba revestida de llamas y que él mismo salía de la chimenea. Los leños crujían, interrumpiendo el espeso silencio con su reconfortante sonido.

Aquel anciano de tez macilenta, con una barba hirsuta que le caía sobre el pecho y le cubría la camisa, era el padre de Simón. El hombre no hizo ningún gesto cuando se acercaron, y siguió mirando el fuego fijamente, sin desviar la mirada. Entonces vieron sus ojos: dos globos completamente blancos, sin pupilas; dos ausencias de ojos. La edad, o el dolor, lo habían vuelto ciego. Simón le cogió la mano y la colocó contra su mejilla. Extrañamente, los dedos del anciano estaban helados, y, sin saber por qué, Simón los besó, desesperadamente, para calentarlos.

– Padre, soy yo -le murmuró al oído.

– ¿Simón? -preguntó el anciano con voz temblorosa.

– Sí -dijo Simón-. Simón el corto, el pequeño… Simón, vuestro hijo más joven…

La mano del padre se cerró sobre la de Simón, calentándose poco a poco a su contacto y bajo sus besos. Con su mano libre, el conde acarició la cara de su hijo, tratando tal vez de descifrar sus rasgos.

– Simón, cómo has cambiado… Ahora ya te pareces a tus hermanos…

– Sí -dijo Simón-.Y a vos cuando erais joven…

– Ah, hijo mío, deja que te estreche contra mi pecho, y di a la joven que te acompaña que venga más cerca…

Casiopea se acercó al anciano Roquefeuille, que le acarició suavemente el rostro sin decir palabra, con una leve sonrisa en los labios. Finalmente, después de haber dejado que su mano se perdiera un rato en los cabellos de Casiopea, declaró, como sorprendido:

– Soy feliz…

– Padre -preguntó Simón-, ¿no queréis saber…?

El anciano tendió las manos hacia el hogar, adelantándolas casi hasta el centro de las llamas, de modo que pareció que se inflamaban.

– ¿Saber si has triunfado? Has triunfado, hijo mío, lo sé. En cuanto a mí, he tenido cinco años de soledad, sin mis hijos, para saber que me había equivocado. Os he echado en falta.

– Partimos por vos, padre. Aún hoy, aunque estén muertos, mis hermanos y yo estamos unidos y seguimos amándoos.

– ¿Y yo? ¿Puedo morir en paz?

A modo de respuesta, Simón registró su bolsillo en busca del fragmento de la cruz truncada. Después de encontrarlo, lo puso en la mano de su padre y le cerró el puño sobre él.

– Aaah… -exclamó el anciano-. ¿Es la cruz de Cristo?

Simón dudó un momento antes de responder. Miraba a Casiopea, cuyos ojos y cabellos reflejaban el resplandor del fuego. Luego ella inclinó la cabeza, invitándolo a decir la verdad.

– Ahora es la vuestra -dijo Simón-. Pero antes era la mía y la de un hombre llamado Morgennes.

– Pero ¿me valdrá el paraíso?

– Sin duda.

– ¿Sí? ¿Y por qué?

– ¡Ah! -dijo Simón-, es una larga historia, larga y difícil de explicar.

– Tengo tiempo de sobra.

– Muy bien. Esta es, pues, la historia de esta cruz y del hombre que partió en su busca…

Un leño crujió en el hogar. Simón se interrumpió y pareció perderse en sus pensamientos, absorbido por una profunda tristeza. Después de unos instantes, su padre rompió el silencio.

– A ese hombre, Simón, ¿qué le ocurrió?

– Lo clavaron en una cruz y murió.

Inspirando profundamente, sujetando la mano de su padre y apretando con fuerza la de Casiopea, Simón empezó su relato:

– Dios tenía un hijo, y ese hijo murió…

David Camus

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