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Todos los presentes lo miraron sorprendidos.

– ¿Cuáles? -inquirió Sohrawardi.

– Después de forjarlas -dijo Morgennes jadeando-, sus hojas se enfrían en una pila de agua bendita mezclada con sangre de demonio. Esto les abre el apetito…

Saladino se manoseó la barba y esbozó una sonrisa. Se preguntaba si Morgennes no estaría burlándose de ellos. Pero algunos miembros de la corte del rey de Jerusalén ya empezaban a murmurar. La atención que Saladino prestaba a ese hombre y a su arma irritaba a más de uno y despertaba los celos de los francos, que no habían olvidado cómo Balduino IV y Amaury habían preferido a Morgennes frente a otros muchos caballeros.

– ¡Patrañas! -objetó Ridefort.

– Nunca oí hablar de semejante costumbre -añadió Guido de Lusignan.

– Esta hoja es antigua -intervino Sohrawardi-. Digan lo que digan, no es de origen franco. No han podido forjarla… Es demasiado hermosa para eso.

– ¡Poco importa! -cortó Saladino, antes de ordenar en tono imperioso-: ¡Taqi! ¡Deshazte de esta espada! ¡Lánzala a un volcán, al fondo de los océanos, donde sea, pero no la conserves!

– Sí, tío -prometió Taqi bajando los ojos.

El sultán se dirigió hacia la cima de la colina. El momento de la oración se acercaba. Cuando Taqi pasó por delante de Sohrawardi, el viejo mago lo sujetó bruscamente por la manga, pero el sobrino de Saladino ocultó su sorpresa.

– Confíame esta arma -le espetó Sohrawardi.

– ¡Nunca! -replicó Taqi.

– ¡Obedece!

– No me provoquéis -lo previno Taqi-.Ya sabéis con qué tipo de sangre se alimenta esta espada…

El viejo mago lanzó un resoplido, soltó la manga de Taqi y fue a reunirse con Saladino.

4

¡Nuestros pasos nos conducirán ante tus puertas, oh Jerusalén!

Salmos, CXXII, 2

La cima de la colina de Hattin estaba excavada por una depresión, el cráter de un antiguo volcán. El ejército de Saladino, vestido enteramente de blanco, se apretujaba en la hondonada, ansioso por oír a su sultán. Era la hora del crepúsculo.

– Oremos -dijo Saladino.

Encaramados sobre el lomo de sus camellos, en minaretes de campaña, los muecines lanzaron la llamada rituaclass="underline" -Allah Akbar! La illah ilaAllah!

Inclinados hacia La Meca, con la frente contra el suelo, recitaron la primera sura del Corán: «En nombre de Dios, el compasivo, el misericordioso; alabado sea Dios, señor del universo, el compasivo, el misericordioso, el rey del día del juicio. A ti solo adoramos, a ti solo imploramos socorro. Dirígenos por la vía recta, la vía de los que Tú has agraciado, no la de los que han incurrido en tu ira ni la de los extraviados».

Acabada la oración, hombres y mujeres se volvieron hacia Saladino. A pesar de sus vestiduras negras, el sultán brillaba más que la Kaaba en el centro de la multitud de los fieles.

Era el príncipe de los creyentes, la corona de los emires, el victorioso, el honor del Imperio, el glorificador de la dinastía, su buen augurio y su apoyo, el que posee las preeminencias, etc. Las palabras eran demasiado pequeñas para él; sin embargo, ninguna garganta era bastante profunda para pronunciarlas. Por más que se agotaran buscando una frase que lo ciñera, ningún hombre poseía el aliento necesario para decirla. No existían términos suficientes para honrarlo.

De modo que se engarzaban los comparativos más gastados para hacer de él un mito, un gigante, capaz de rivalizar con los héroes de la India, de Persia o de la Grecia antigua: sus ojos eran piedras preciosas y sus dientes perlas; sus encías y el interior de su boca eran de nácar y sus brazos de bronce; sus manos eran de oro; y sus dedos -¡ah, sus dedos!-, quién podría atreverse a compararlos con nada; sus piernas eran dos pequeños cedros; sus pies, un zócalo de mármol; su cólera, en fin, su fuerza, eran tan terribles que a su lado el khamsin parecía un capricho de niña, una broma. Su inteligencia, su astucia, harían triunfar la justicia y la verdad. Una palabra suya, y los malvados perecían.

Los sirios, los egipcios, los yemeníes servían al mayor de los conquistadores. Jerusalén ya les pertenecía. ¡Jerusalén! Dios, en su gran bondad, la ofrecía a Saladino. Ya no se trataba de tomarla, sino de aceptarla. Saladino, en un exceso de humildad que le era habitual, se preguntaba: «¿Somos dignos de ella?».

Sin duda era así.

El sultán levantó los brazos. Las mangas de su caftán se abrieron como las alas de un pájaro. Se hizo el silencio, apenas turbado por una brisa ligera y por el crepitar de las hogueras. En algún lugar graznaron unos cuervos. Más allá resonó la risa de una hiena. Qué importaba; los sarracenos no los oían. Todos escuchaban a Saladino, inmóviles, encapuchados en sus vestidos de lana color de luna.

Saladino abrió las manos, con las palmas tendidas hacia el cielo, y la luz de las antorchas que ardían tras él lo iluminó en ondas de carmín.

– ¡Concédenos la gracia, oh Señor, de expulsar a tus enemigos de Jerusalén! ¡Ofrécenos esta alegría! Jerusalén, la tres veces santa, está en manos de los infieles desde hace más de noventa años. Noventa espantosos años en los que nada se ha hecho por Ti en este lugar santo. Noventa años terribles en los que los infieles se han reforzado. Noventa penosos años en los que tus sirvientes, los que te estamos sometidos, no hemos hecho sino desgarrarnos entre nosotros. Yo sé por qué. Sí, sé por qué en noventa años ningún jefe mahometano ha conseguido reconquistar Jerusalén. Gabriel me lo ha revelado…

Se produjo un movimiento tras el sultán. Un cortejo de hombres morenos de rostro severo se acercó: eran religiosos, tocados con pequeños sombreros cónicos y hermosos mantos blancos de manga corta, sobre los que estaban inscritos en letras de oro versículos del Corán. Los hombres llevaban un bulto pesado, voluminoso, de aspecto vagamente humano. Los asistentes se preguntaron qué sería. ¿Un cadáver? ¿Un herido?

Los religiosos se detuvieron cerca de Saladino y, con un gesto uniforme, curvaron la espalda y levantaron los brazos. Una cruz se levantó en medio de ellos. La Vera Cruz. A pesar de su ropaje de oro y perlas, la Santa Cruz había perdido su luz y parecía más apagada que entre las manos de los francos. Entre la multitud se intercambiaron miradas: «¿Qué quiere el sultán?».

Entonces Saladino se acercó a la cruz y dijo acariciándola:

– ¡Esta cruz no es la menor de nuestras victorias!

Luego calló, dejando a los suyos tiempo para que se deleitaran con el espectáculo de la Santa Cruz.

– ¡A juzgar por la desolación de los francos, es la más importante de nuestras victorias! Más importante que la captura del rey de Jerusalén, de los maestres del Temple y del Hospital; más importante que la muerte de centenares de sus caballeros y de miles de sus soldados; más que todos los prisioneros y los rehenes que hemos hecho. ¡Más importante que todo, porque con ella hemos capturado a su Dios!