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Morgennes se sintió mareado y cerró los ojos un instante. Permaneció tendido, tratando de rememorar los acontecimientos que lo habían llevado hasta allí. Pero no recordaba nada. Tenía los sentidos embotados. Solo sentía el peso de su cota de malla. Era increíblemente pesada, tan pesada que le molestaba para respirar. Sin embargo, tenía la impresión de flotar. Jadeando, tanteó con la palma de la mano para saber dónde se encontraba. La posición horizontal no era la de un hombre en medio de un combate. A menos que estuviera muerto. Lo que no era su caso, ahora estaba seguro de ello. Sentía en su mano enguantada de cuero la arena del campo de batalla, caliente por la sangre, negra y densa. De hecho, yacía tendido en un baño de sangre de tales proporciones que se preguntó si no era la propia tierra la que sangraba.

Extrañamente, aquello le dio nuevas fuerzas. Tenía que levantarse, levantarse de nuevo porque… sí, ahora lo recordaba: su caballo se había desplomado, mortalmente herido, y lo había arrastrado en su caída.

Morgennes sacó fuerzas de flaqueza, se apoyó con las dos manos en la arena húmeda y se incorporó. La cabeza le seguía dando vueltas, los sonidos le llegaban como ahogados. Se soltó el bacinete, lo lanzó un poco más lejos y, con los ojos cerrados, aspiró una bocanada profunda del aire ardiente y el acre olor de la batalla. Luego reflexionó. Debía de estar herido. Pasó la mano por la cota de malla y notó un profundo desgarrón en su flanco izquierdo. Algunas anillas de acero habían saltado, y su capa y su manto estaban rasgados. Solo tenía ligeras magulladuras en las costillas, pero la lanzada había rozado el corazón.

Al ver al arquero picoteado por el cuervo, Morgennes gritó, golpeó el suelo con el pie e hizo gestos amplios con los brazos. El pájaro salió volando pesadamente para ir a posarse a unos metros de allí, graznando de indignación.

Parecía que, con su ojo intacto, el arquero le diera las gracias. Pero el hombre estaba muerto, y aunque su boca esbozara una sonrisa, no iba dirigida a Morgennes.

El caballero recogió el escudo, luego a Crucífera, su espada, y partió en busca de los suyos. Emmanuel, su escudero, ¿seguiría con vida? Por desgracia, no sería su caballo quien lo ayudara a encontrarlo. Morgennes divisó los despojos del animal, que yacía cerca, destripado. Sobre su vientre zumbaban tantas moscas como estrellas tenía la noche.

Iría a pie, pues. Pero ¿hacia dónde? ¿Y en busca de quién?

Mirara donde mirara, no veía más que cadáveres, de sarracenos, de caballos, de caballeros, de arqueros, ballesteros y piqueros, de marinos, con sus ropas de lino basto, que habían ido a morir a tierra firme para ganar cuatro cuartos. Un gran número de turcópolos -auxiliares, cristianos en su mayoría, que los cruzados contrataban a precio de oro para aumentar sus efectivos- yacían tendidos en un mosaico informe. Sus túnicas disparejas, sucias, manchadas de polvo y sangre, se confundían con la tierra, que cubrían con un siniestro sudario. Morgennes era incapaz de decir dónde acababa el cadáver que tenía ante los ojos y dónde empezaba aquel otro del que distinguía, un poco más lejos, un trozo de pierna. Se diría que había un único muerto, un inmenso cúmulo de carnes putrefactas, tendido en un espacio de más de media legua. ¿Era posible que, de aquel ejército que había partido a ejecutar la voluntad de Dios, solo él hubiera sobrevivido? «Poco importa -se dijo-. Debo resistir. Resistir cueste lo que cueste.» Pero primero tenía que orientarse. ¿Reconocía aquellos parajes? ¿Qué colina era esa en la que crecían algunos tallos de hierba dispersos, secos y recios, donde se escalonaban unos raquíticos matorrales quemados por el sol?

Sí, era la colina de Hattin. La víspera, al atardecer, los francos se habían detenido allí después de una jornada cabalgando por el desierto. Habían pasado a lo largo de las cumbres nevadas de Türán y de al-Shajara y, tras dejar atrás los montes Lübiya y Khan Madín, habían franqueado las alturas de Meskana y avanzado luego apresuradamente hacia Tiberíades. La ciudad había sido ocupada ya, y el castillo asaltado por Saladino. Les quedaba media jornada de camino, pero la sed y la falta de avituallamiento habían alargado las distancias.

Con la garganta seca, Morgennes caminó hacia la colina, cuyas cimas -dos picos rocosos al pie de los cuales el rey de Jerusalén había plantado su tienda- se levantaban en el cielo del amanecer como los cuernos del diablo. Allí pensaba encontrar, si no a las tropas del rey Guido de Lusignan, al menos las del Temple y del Hospital. Y, quién sabe, tal vez a Emmanuel. De hecho, oía voces y un tintineo de armaduras.

El viento se puso a soplar. Venía del este y arrastraba una oleada de calor y de arena, henchida de vapores tórridos. Morgennes tosió ruidosamente. Le picaban los ojos. Cogió la keffieh de un sarraceno muerto y se la enrolló en torno al rostro.

Existe, en Sarmada, a medio camino entre Alepo y Antioquía, un viento terrible y temido por todos llamado el khamsin. Es un viento seco y cálido, cargado de gravilla. Cuando ruge, las ropas más delicadas se desgarran y el khamsin ataca la piel. No es raro que viajeros mal informados, o mal equipados, mueran con el cuerpo en carne viva, y a veces incluso con el hueso al descubierto, perfectamente limpio. Así, el khamsin se parece a las mujeres que, cuando no tienen lo que desean, muerden y arañan para haceros ceder. El viento que se abatía sobre Morgennes tenía la fuerza de un harén.

Morgennes utilizó su gran escudo en forma de almendra, que llevaba en la cara delantera la cruz blanca de ocho puntas de los hospitalarios, para ayudarse a avanzar. Plantó la base en la arena, se protegió detrás y esperó una encalmada. Pero los negros torbellinos del viento se encarnizaban con él, silbando, y trataban de morderlo, como un ejército de serpientes. Por más que Morgennes descargara violentos golpes con su espada para disiparlos, sus esfuerzos eran inútiles. Las serpientes se dividían al entrar en contacto con la hoja, se formaban de nuevo un poco más lejos y volvían al asalto. Morgennes trató de no hacer caso de ellas, se dijo que era víctima de un sortilegio y que nada de aquello era cierto. Permaneció inmóvil en medio de las ráfagas fuliginosas, impasible, como una roca, más fuerte que la borrasca, que sus zarpazos, que su locura. Luego, cuando el viento se calmó, se colocó de nuevo la correa del escudo en torno al cuello y volvió a ponerse en marcha.

En el campo de batalla, la acumulación de cadáveres era tan grande que, una y otra vez, Morgennes tropezaba con un cuerpo o patinaba sobre un escudo o una mancha de sangre. Si reconocía a un cristiano, murmuraba una corta oración y proseguía su camino. Ahora estaba seguro: la batalla había terminado. Los francos habían sido vencidos. Lo que ignoraba todavía era la magnitud de la derrota, no sabía aún cuántos hombres habían conseguido huir para volver a Jerusalén, a Tiberíades o a las llanuras más suaves de Séforis, desde donde habrían podido lanzar una contraofensiva.

La víspera, al atardecer, Raimundo III, conde de Trípoli, ya había predicho el desastre. «Es una locura atacar en estas condiciones -había dicho a Guido de Lusignan y a Gerardo de Ridefort, que mandaba la orden de los templarios-. No hay ni un solo punto de agua a menos de una jornada y media de marcha, y sin duda Saladino habrá situado allí a su ejército.» Algunos nobles, entre ellos los hermanos Hugo y Balian II de Ibelin, que se habían distinguido por su bravura en Montgisard, le habían dado la razón; pero Ridefort, cuyas opiniones siempre eran muy escuchadas por el rey, había hecho este comentario: «Sois un cobarde, Trípoli. No queréis enfrentaros a Saladino porque es vuestro amigo. Pero nosotros tenemos la fe, y la Vera Cruz está con nosotros: ¡Dios nos preservará de la sed!».