La lanza golpeó a Morgennes con tal violencia que, tras rajar su escudo, lo proyectó cuatro varas hacia atrás. Un dolor vivísimo ascendió por su brazo izquierdo y se extendió por todo su cuerpo. La mano le empezó a temblar. Por suerte había caído sobre el cadáver de un obeso, y la grasa del hombre había amortiguado el impacto. Al ladearse en el último momento, Morgennes había evitado que lo ensartaran como un pollo.
El caballero volvió a levantarse, sin aliento, y cogió la tarja del difunto. Los sarracenos ya volvían al asalto.
Los arqueros giraron en torno a él y lo acosaron a flechazos. Aunque Morgennes no dejaba de moverse, por más que cambiara de paso y de dirección y blandiera su pequeño escudo, los proyectiles pasaban zumbando tan cerca de su rostro que podía distinguir el penacho de plumas negras del extremo.
– Pater noster, qui es in coelis, sanctificetur nomen tuum…
Morgennes empezó a entonar un padrenuestro, lamentando no haber aceptado el sacramento de la extremaunción, que se administraba a los guerreros antes del combate.
Los jinetes caracoleaban buscando el ángulo de ataque ideal. Morgennes, a pesar de su sufrimiento, conservaba aún suficiente fuerza y voluntad para combatir y hacerles pagar lo más cara posible su captura o su muerte.
– … adveniat regnum tuum… -prosiguió, persuadido de que su última hora estaba próxima.
A una señal del jinete que había cargado la primera vez, dos sarracenos se lanzaron contra él con el sable desenvainado. Las hojas brillaban a pesar de la ausencia de luz, y Morgennes retrocedió para mantenerlas en su campo de visión.
– … fiat voluntas tua sicut in coelo et in terra! -se apresuró a terminar, no queriendo morir sin haber acabado su oración.
El primero de los jinetes descargó un golpe que Morgennes paró sin dificultad con su escudo, y el segundo recibió un tajo que le cortó el brazo a la altura del codo en el mismo instante en que se disponía a golpear. Demasiado seguro de sí mismo, había subestimado a Morgennes y no había visto en él más que a un caballero que se acercaba ya a la vejez.
El sarraceno lanzó un grito de dolor que se elevó a los cielos acompañando el sordo ruido del antebrazo al caer en la arena. Su mano, crispada sobre la empuñadura del sable, se contraía, presa de convulsiones.
– Panem nostrum quotidianum da nobis hodie…
Llevados de su impulso, los jinetes se habían alejado. Morgennes aprovechó la circunstancia para deshacer su keffieh y secarse la sangre que lo había salpicado, sin perder de vista a sus adversarios. Se preparaba una nueva carga de dos jinetes, uno de los cuales blandía una poderosa maza que hacía girar por encima de la cabeza. Morgennes sujetó la tarja con más fuerza y se agachó ligeramente, preparándose para rodar de costado en el momento en que llegara el golpe. El hombre de la maza hundió las espuelas en los flancos de su caballo y se precipitó contra Morgennes.
En ese momento un sarraceno gritó:
– ¡No lo matéis! ¡Atrapadlo vivo! ¡Es un hospitalario! ¡Cincuenta dinares para el que me lo traiga atado de pies y manos! ¡Saladino, jefe de los ejércitos, Espada del Islam, lo ordena!
Los jinetes pararon en seco su carga y se miraron desconcertados. Extenuado, Morgennes apretó la empuñadura de Crucífera y se protegió detrás de su pequeño escudo. Habiéndose creído muerto ya hacía unos instantes, no tenía ningún deseo de rendirse y seguía decidido a vender cara su piel.
– … et dimitte nobis debita nostra sicut et nos dimitimus debitoribus nostris…
En ese momento una oleada de dolor lo hizo vacilar. Tenía una flecha clavada en la espalda. La punta había sido especialmente estudiada para horadar las armaduras. El proyectil había atravesado dos capas de la cota de malla y se había hincado en su gambesón de tela acolchada.
Una segunda flecha le pasó por encima, luego una tercera, una cuarta, y fue como si hubieran tocado a rebato. De los seis infieles, cinco estaban indemnes, y juntos se precipitaron contra Morgennes, que en ese mismo instante confiaba su alma a Dios.
– … et ne nos inducas in tentantionem, sed libera nos a malo. Amen.
Había acabado. Podía morir.
Morgennes se sintió desfallecer. Tenía la sensación de que su corazón estaba a punto de estallar. Le dolían las articulaciones, le temblaban las rodillas, sus manos ya no tenían fuerza, su vista se nublaba. Quiso tragar, pero ya no tenía saliva.
«Se acabó -pensó, agotado-. ¿Puedo decir tan solo que he vivido bien?»
Más allá del sarraceno que cargaba, una nube de insectos se agitaba dispuesta a caer sobre él. Entonces un trazo luminoso hendió el espacio y atravesó el pecho del infiel. Durante un instante, Morgennes tuvo la impresión de que el tiempo ya no existía, de que ya no había sonidos, olores ni sufrimiento. Finalmente, como el mar que ataca de nuevo la costa con la marea alta, la vida volvió, ruidosa y colérica. La nube de insectos se disipó, y el infiel -cuyo caballo acababa de encabritarse- cayó de la silla, muerto, con una lanza sarracena atravesándole el cuerpo.
Un hombre se acercó al pequeño grupo formado por los cinco jinetes. El sarraceno, montado en una yegua blanca, los miró fijamente, hirviendo de cólera.
Su fino bigote lo señalaba como una persona distinguida; su vestimenta -un brial cortado en un tejido de brocado azul, un par de botas equipadas con espuelas de oro y un tocado de seda bordada con centenares de perlas pequeñas- revelaba a un personaje noble; su espada, una magnífica cimitarra con joyas engastadas en la guarda, encajada en un cinturón adornado con hilo de oro, indicaba que se trataba de un muqaddam, es decir, uno de los jefes del ejército sarraceno. La túnica que vestía estaba manchada de sangre en algunos lugares, pero no tenía ningún desgarrón, como si la mano de Dios (o de Alá) se hubiera interpuesto entre él y sus adversarios.
El recién llegado, que manejaba una lanza parecida a la que el sarraceno acababa de recibir en mitad del pecho, hizo trotar a su montura en dirección a Morgennes mientras decía a los jinetes en tono firme:
– Este hombre es mío, ya que vosotros no lo queréis. Saladino, que Alá lo guarde, ha pedido que se detenga la matanza y que se hagan prisioneros. Si Saladino, honor del Imperio, ornato del islam, lo pide, no seré yo, su sobrino, su humilde servidor, quien decida otra cosa. ¡Y vosotros debéis obedecerme, como yo obedezco a Saladino, que a su vez obedece a Alá, del que todos somos esclavos!