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Los jinetes bajaron la cabeza sin rechistar, mientras Morgennes se preguntaba qué iba a hacer aquel hombre con él. Ya no se sentía con fuerzas para combatir, solo esperaba que le viniera una idea o que la gracia lo iluminara.

Pero fue el sobrino de Saladino quien, inclinándose desde lo alto de su caballo, le puso la mano en el hombro y le dijo con gran dulzura:

– Ahora puedes rendirte, no tiene sentido continuar.

– Es imposible -respondió Morgennes-. Soy un hospitalario.

– ¡Pero tu rey se ha rendido!

– Yo solo obedezco a mi orden.

– Todos los de tu orden han capitulado ya. Eres el último que combate. Incluso tu señor ha depuesto las armas.

– Solo Dios es mi señor -dijo Morgennes-.Y Dios no se rinde nunca.

Entonces, comprendiendo el desamparo de su prisionero, Taqi ad-Din -el más noble de los sobrinos de Saladino- extendió la mano en dirección al campo de batalla.

En aquel momento, como si la naturaleza lo obedeciera, se levantó un viento que expulsó la bruma, la niebla, el polvo y la humareda que envolvía las llanuras y la colina de Hattin, enrojecidas por la sangre. Lo primero que impresionó a Morgennes fue la luna, redonda y pálida. Su forma irregular se recortaba con tanta nitidez por encima del horizonte que podía distinguirse hasta la más pequeña mancha, hasta el menor cráter. Morgennes nunca la había visto así, y aún menos avanzada la mañana.

Luego vio las decenas, las centenas, los miles de soldados, todos cristianos, que los mahometanos habían hecho prisioneros. Morgennes divisó igualmente los estandartes del rey de Jerusalén, los de innumerables casas nobles, así como las banderas del Temple y del Hospital.

Debajo, hombres sentados en fila, con las lanzas y las espadas, inútiles, a su lado, eran encadenados por los soldados de Saladino.

Finalmente distinguió la Vera Cruz. Un infiel la paseaba del revés por el campo de batalla gritando:

– ¡Alá es grande! ¡Alá es único! ¡El es el único Dios!

Solamente entonces Morgennes rindió las armas.

2

Saladino, el rey de los reyes, el vencedor de los vencedores, es como los otros hombres, el esclavo de la muerte.

Inscripción de un estandarte en la cúspide de la tienda de Saladino

El día después de la derrota de Hattin, Saladino se encontraba en compañía de su estado mayor y de los más nobles de los prisioneros francos cuando fueron a anunciarle una noticia. Bajo el inmenso toldo de su tienda, tres emires se adelantaron para comunicarle la buena nueva: Nazaret ofrecía la rendición y Tiberíades había caído. Comprendiendo que las huestes de Jerusalén nunca acudirían a socorrerla, Eschiva de Trípoli había capitulado tras cinco días de resistencia. La condesa había abandonado el precario abrigo de su castillo con sus allegados y sus sirvientes -apenas una cincuentena de personas, entre ellas una docena de combatientes-, y bajo las miradas admirativas y compasivas de los infieles había cogido la ruta de Tiro, esperando encontrar allí a su marido, Raimundo de Trípoli, del que seguían sin tenerse noticias.

– ¡Traidor! -escupió Guido de Lusignan al oír este nombre.

Saladino se volvió hacia el rey de Jerusalén, se frotó la barba, corta y regular, y adoptando un aire avisado le preguntó:

– ¿Por qué esa indignación?

– Porque es vuestro amigo. La carga que dirigió solo tenía por objeto permitirle escapar. Él nunca ha tratado de causaros problemas. -Y añadió en un tono más bajo y casi acusador-: Habéis cerrado un acuerdo con Raimundo de Trípoli…

– No digo que lo haya hecho -respondió su interlocutor, enigmático-. Pero tampoco digo que no lo haya hecho.

Saladino observó a Lusignan, y una leve sonrisa iluminó por un instante su hermoso rostro, habitualmente grave y melancólico. El rey Guido creyó leer diversión en su mirada, pero lo que Saladino sentía estaba más próximo a la tristeza: el hombre que tenía ante sí no veía que su Dios lo había abandonado (pues no hay otro Dios que Alá); no veía que pronto todos los francos serían expulsados de Tierra Santa, que caerían bajo la espada o serían vendidos como esclavos. Ese hombre estaba ciego. Como estaban ciegos los que lo acompañaban y que se encontraban allí por ser cautivos de categoría, hombres cuyas familias deberían pagar un elevado rescate si querían volver a verlos: el condestable Amaury de Lusignan, hermano del rey de Jerusalén; Gerardo de Ridefort, maestre de la orden del Temple; el anciano marqués Guillermo III de Montferrat, de brazo tan valeroso como cuando había acompañado al rey LuisVII a Damasco; Unfredo IV de Toron, cobarde como una hiena a pesar de su sangre noble; algunos pequeños señores, como los de Yebail o de Boutron, y uno de los seres más viles que pudieran existir: Reinaldo de Chátillon, príncipe de Antioquía y señor de TransJordania. Los sarracenos lo llamaban «Brins Arnat», y lo odiaban porque, a pesar de las treguas, atacaba las caravanas de peregrinos que se dirigían a La Meca.

Los prisioneros habían sido despojados de sus armas y armaduras y vestían una simple túnica de tela cruda que les daba aspecto de pordioseros recién salidos de la cama. Con excepción de Reinaldo de Chátillon, todos temblaban de miedo ante la idea de ser entregados como alimento a las panteras de Saladino, que un mameluco de cara angulosa paseaba con aire despreocupado. De vez en cuando se escuchaba un bufido: un adolescente se divertía cosquilleando el morro de uno de los felinos con una pluma de avestruz. La bestia abría las fauces gruñendo, lanzaba un violento zarpazo y tiraba de la cadena en dirección al audaz. El mameluco hacía retroceder a la bestia; la cadena tintineaba y el animal se calmaba. El muchacho reía entonces a carcajadas y volvía a iniciar el juego.

– No temáis -dijo Saladino a sus invitados-. Estas panteras no le harán ningún daño. Lo conocen bien y lo dejan divertirse un poco. De hecho, las reservo a los posibles asesinos* (¡la peste caiga sobre ellos y sobre su jefe, Rashideddin Sinan!) que pudieran estar lo bastante locos, o drogados, para atreverse a entrar en mi tienda…

* Los asesinos (hashishin) eran una secta ismailí (chií) que usaba el asesinato de sus rivales como táctica política. Se decía que actuaban intoxicados por hachís, de ahí su nombre. (N. del E.)

El sultán se acercó a la mayor de las dos panteras y le acarició la cabeza entre las orejas. El animal ronroneó de placer y enseguida se tumbó en el suelo boca arriba para mostrar su vientre liso y negro a su amo.

– Como veis, son muy afectuosas. La primera, la que ahora se acerca al más joven de mis hijos (¡que es la niña de mis ojos, Dios lo guarde!), se llama Sahrazad. Estaba preñada de su hija cuando me la regalaron, y quise devolverla al desierto. Pero, como la heroína que le da nombre, se mostró tan encantadora que no pude resolverme a hacerlo. La segunda es la hija. La he llamado Maj-nun, nombre que se da a las personas poseídas por el demonio; pues, si de día es parecida a su madre, gentil y dócil, algo extraño le ocurre cuando cae la noche: entonces se transforma en un animal temible, y nadie, excepto yo, puede acercársele. Estas dos panteras son los únicos seres autorizados a permanecer en mi habitación cuando me acuesto.