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Un silencio denso gravitaba en el aire, añadiéndose a las volutas de humo que surgían de las cazoletas de especias. La atmósfera era cada vez más pesada. Incómodos, los francos fingían encontrarse absortos en la contemplación de un pebetero o un tapiz de lana. La tienda era inmensa y albergaba a unas sesenta personas, la mayoría de las cuales se mantenían en la sombra. Solo algunos carraspeos y risas apagadas y el rumor de las conversaciones en voz baja señalaban su presencia. De hecho, los francos no llegaban a distinguir más que a una veintena de individuos: emires con lujosos vestidos de seda, muqaddam en cota de malla y brial de paño negro manchado con la sangre de los combates, mamelucos de la Jandáriyya de túnica de color amarillo azafrán, encargados de la protección personal de Saladino… Todos observaban a los prisioneros, disfrutaban con la contemplación de sus rasgos modelados por el miedo. Era un espectáculo penoso, pero Saladino lo prolongaba a voluntad; buscaba, a la vez, satisfacer a sus emires, gente cruel en su mayoría, y hacer comprender a los infieles que esta vez era el fin.

Con excepción de Chátillon, los francos lanzaban miradas en todas direcciones, buscando en el entorno de Saladino una razón para confiar aún, un indicio, una esperanza. Pero los mahometanos se mantenían imperturbables. El más fiel servidor de Saladino, el cronista Abu Shama -que, porque le gustaban las lenguas y conocía varias, ejercía el papel de traductor-, mantenía, por su parte, la cabeza baja. Él, de ordinario tan locuaz, charlatán como un loro, no apartaba la mirada de los motivos entrelazados de sus babuchas.

Cuando tuvo suficiente, después de haber saboreado a satisfacción su victoria, Saladino dio unas palmadas. Desde el fondo de la tienda se aproximaron una decena de sirvientes. El primero sostenía solemnemente un jarro de cristal decorado con suras del Corán y que contenía un líquido claro; el segundo, un par de candelabros; otros tres, platos decorados cargados de dátiles, pistachos, almendras y nueces, uvas secas e higos, y los últimos portaban instrumentos de música y empezaron a tocar. Un tañedor de ud -una especie de laúd- acompañaba a una pareja de tambores, mientras un cuarto músico extraía alegres sones de un arghul.

– Comed -dijo Saladino a sus huéspedes, invitándolos a ocupar un lugar sobre los cojines que cubrían el suelo de la tienda, recubierto de kilim.

Una joven bellísima salió de detrás de un biombo y se puso a bailar. Sus movimientos hechizadores cautivaron a la asistencia y la ayudaron a relajarse. A veces la bailarina jugaba con un pañuelo que pasaba ante sus ojos, y encantaba con la mirada, uno por uno, a los hombres presentes. Sus pequeños pies descalzos, decorados con hilos de oro, estaban dotados de una gracia y una ligereza fascinantes. ¿Era aquella joven una hurí descendida de su nube?, se preguntaba el viejo marqués de Montferrat, mientras la observaba boquiabierto. En cualquier caso, era la más hechizadora de las mujeres, y resultaba aún más sorprendente porque su piel era blanca, como la de las occidentales. Sin dejar de contemplarla, Saladino mojó sus labios en el jarro de cristal -lleno de agua de rosas refrescada por las nieves del Hermón- y luego lo pasó a Guido de Lusignan.

– Existe entre nosotros la noble costumbre de perdonar la vida a un cautivo que haya bebido y comido con su vencedor -dijo Saladino-. Bebed tanto como queráis, sé que estáis sediento.

Apenas había acabado de hablar el sultán, el rey de Jerusalén, después de haber bebido, pasó la copa de la paz a Chátillon, que la vació a grandes tragos.

Chátillon encontró el agua tan refrescante como si un canto de pájaros naciera en su pecho. Se sintió revivir a medida que el agua se deslizaba por su garganta y devolvía el vigor a sus miembros. Una luz nueva brillaba en sus ojos cuando su mirada se cruzó con la de Saladino.

El sultán lo observaba temblando, conteniendo a duras penas su cólera, apretando los puños y clavando en él sus ojos brillantes, de los que había desaparecido cualquier señal de benevolencia.

Sin saber por qué lo había ofendido, pero encantado de haberlo hecho, Chátillon sonrió a Saladino. Entonces este se levantó bruscamente y declaró, señalándolo con el dedo:

– Decid a este hombre que no he sido yo quien le ha dado de beber, sino Guido de Lusignan, rey de Jerusalén.

Había hablado en un tono tan violento que los músicos cesaron de tocar. Las panteras dejaron de roer los huesos que les habían tirado y levantaron la cabeza. La joven bailarina, por su parte, cerró los brazos en torno al cuerpo y retrocedió a las sombras de la tienda, donde desapareció.

Los francos se sintieron dominados de nuevo por la inquietud. No comprendían la reacción de Saladino. Se habían creído a salvo, y ahora el jefe de sus enemigos se indignaba porque uno de los suyos había bebido de la copa de la paz. El viejo marqués de Montferrat, que tenía algunos conocimientos de árabe, se acercó a Abu Shama y le preguntó en un tono lleno de aprensión:

– ¿Puedes decirme qué ocurre?

– Este hombre es un demonio -respondió Abu Shama mirando a Reinaldo de Chátillon-. Saladino (a quien Dios salve) se ha jurado que le haría pagar sus crímenes.

Todos sabían, en efecto, hasta qué punto se había hecho aborrecible Brins Arnat. Chátillon se había burlado a la vez de los hombres y de los dioses, cristianos o mahometanos, y solo había mostrado desdén y menosprecio por las treguas y la palabra dada. Se le debían numerosas guerras, innumerables actos de piratería, e incluso, unos años antes, el ataque a las ciudades de Medina y La Meca, cuyos arrabales había incendiado y saqueado. Igual que se recogen las espigas de trigo tupidas y cargadas de grano, Chátillon aprovechaba cada paz firmada entre Saladino y los reyes de Jerusalén para partir en campaña. Se dirigía entonces con sus mercenarios a sembrar la muerte y la desolación entre los más pacíficos, los que nunca tomaban parte en el combate, las mujeres, los niños, los viejos, los campesinos… Todos los que se esforzaban por vivir en buena armonía con los cristianos y encarnaban una promesa de paz entre las diversas comunidades. En realidad, a él se debía esta guerra -el ataque a Tiberíades por parte de Saladino-, y también había sido él quien, en contra de la opinión de Raimundo III de Trípoli, había animado a Ridefort para que convenciera a Lusignan de abandonar el oasis de Séforis, donde las huestes de los francos se habían instalado a la sombra de las palmeras.

Aunque era un hombre entrado en años, Reinaldo de Chatillon seguía manteniendo todo su vigor, su mal carácter y su insolencia. Chátillon era un fanático, uno de esos personajes de los que se piensa que la tierra iría mejor si un día desaparecieran. Un hombre que dirigía su violencia y su rabia contra todos los que se le oponían, golpeaba a los débiles igual que a los fuertes, y no respetaba nada, ni a su Dios ni a su rey ni a sus hermanos de armas, que a menudo habían tratado de devolverlo a la razón o de calmar sus ansias destructoras. Al tratarlo de demonio, Abu Shama se había quedado por debajo de la verdad: aquel hombre era el mismo diablo, por más que los mahometanos lo llamaran Brins Arnat y los cristianos el Lobo de Kerak, por el nombre de su fortaleza. Todo en él recordaba a ese animal abominado por todos: Chátillon tenía el cabello gris, la mandíbula prominente, la mirada acerada, la formidable musculatura y el paso vigoroso y ligero de esta alimaña. Para este hombre «de sangre y de violencia, patrón de todos los que viven de la muerte y la rapiña» (como se dice en Le Román de Renart), el mundo solo era una presa. Todos le temían, tanto sus enemigos como sus aliados. Chátillon no tenía amigos, nunca los había tenido, y tampoco los quería. Todo lo que quería era…, a decir verdad, no tenía ni idea de qué quería realmente. Y eso lo volvía loco de ira.