Si hacía falta, se detendrían.
Aquel extraño viaje los llevó no lejos de Tiberíades. El viento los había depositado en las orillas del lago. Al oeste, los montes escarpados de la colina de Hattin se escalonaban hacia el cielo, encuadrando el pequeño monumento construido por Saladino para celebrar su victoria.
Los cuatro jinetes desenrollaron sus keffieh y las sacudieron en la brisa de la tarde para expulsar la arena; luego se fueron a beber al lago, donde unos meses antes había acampado el ejército de Saladino. A continuación Taqi se lanzó en dirección a los Cuernos de Hattin, haciendo amplios gestos con el brazo para llamar a Morgennes.
– ¡Por aquí, dhimmi, por aquí!
Morgennes espoleó a Isobel, temblando a la vez de excitación y de miedo. Se preguntaba si era posible que por fin se encontrara tan cerca de la meta. ¿No iba a engañarlo Dios una vez más, como lo había engañado tantas veces, allí mismo, jugando con su sed y con su vida?
– Hay que cavar allá -indicó Taqi.
Y señaló una superficie de tierra blanda, no lejos de un macizo de adelfas. Morgennes contempló el terreno un breve instante y volvió la mirada hacia el lugar de la batalla, donde numerosos montículos de huesos blanqueados formaban un curioso paisaje. Desde abajo no los había visto, pero desde aquellas alturas se hubiera dicho que eran cráteres, un sembrado de manchas y de costras que daba a la llanura un aspecto lunar. Numerosos cuerpos parecían intactos y otros estaban resecos. Pantorrillas que ya no tenían pierna salían de calzas hechas jirones; esqueletos con la caja torácica hundida habían sido vaciados por los buitres y por enjambres de gruesas moscas. Sus huesos rotos brillaban al sol, como una maraña resplandeciente en medio de la arena. En algún lugar, entre ellos, se encontraban sus antiguos compañeros, y también Arnaldo de Roquefeuille, al que Simón buscó llamándolo por su nombre.
Dejándose caer de rodillas más que arrodillándose, Morgennes empezó a escarbar en el suelo, primero con las manos y luego con ayuda de su cuchillo. Simón, Casiopea y Taqi lo ayudaron. Cavaron con una mezcla de impaciencia y de precaución bajo la asombrada mirada de Babucha, que descansaba, con la lengua colgando, a la sombra de la gran cruz donde habían crucificado a Reinaldo de Chátillon.
Finalmente Morgennes tropezó con su cuchillo con algo que parecía madera, despejó el conjunto con las manos y sacó de la tierra una plancha con una longitud de un poco más de seis palmos por uno de anchura.
– ¡ La Vera Cruz!
Simón lloró, derramando abundantes lágrimas sobre la Santa Cruz, que Casiopea miraba con aire indiferente. Morgennes se levantó y abrazó a Taqi.
– Verdaderamente eres la persona más noble que conozco. ¿Cómo podré agradecértelo?
– Soy yo quien te da las gracias -respondió Taqi-. Porque nos haces un favor inmenso, dhímmi. Mi tío (la paz sea con él) no se equivocaba: la Vera Cruz os divide más de lo que os une. Ahora los templarios y los hospitalarios pelearán hasta que no quede ninguno para saber quién la ha encontrado realmente…
– ¿Cómo? -saltó Morgennes-. ¡No me dirás que no es esta!
Taqi suspiró. Luego cruzó los brazos y se apoyó contra la chambrana de piedra del pequeño monumento.
– Entra conmigo, ¿quieres? Hoy dormiremos aquí. La noche trae consejo.
– Yo no dormiré. Quiero pasar la noche rezando, junto a la Vera Cruz.
– ¿Ya no tienes la fe verdadera?
– Sí -dijo Morgennes-. Pero ya no es la tuya.
– Mi tío no te ha desligado de tu juramento. ¿Renegarás de tu palabra?
Morgennes no respondió nada. Su mirada se perdió en la llanura de Hattin, pasó de montículo en montículo y luego se dirigió a la gran cruz del monumento de Saladino.
– Vosotros también erigisteis esta cruz -dijo.
– Tal vez -convino Taqi-. Pero no la adoramos. Era para matar a uno de los tuyos e infligirle el justo castigo elegido por él mismo. Por lo que sé, los cristianos no tienen el monopolio de la cruz.
– ¿Cuándo veré a Saladino?
– Tal vez esta noche, tal vez mañana. Acaba de dejar Tiro, que renuncia a asediar, por otra ciudad.
– ¿Puedo saber cuál?
– Jerusalén.
Morgennes volvió a guardar silencio. Simón apretó los puños, con los ojos llenos de lágrimas de rabia y de inquietud. De impotencia, sobre todo.
Ese fue el momento elegido por Taqi para decir a Morgennes:
– Esta cruz es realmente la «Vera Cruz» que vosotros adoráis. Pero no es, desde mi punto de vista, la Vera Cruz.
– ¿Qué quieres decir? -preguntó Morgennes-. ¿Cómo es posible que esta cruz sea y no sea a la vez la Vera Cruz?
– Quiero decir que el Corán es muy claro al respecto: «Dios elevó a Jesús hacia él e hizo caer el parecido sobre el que iba a buscarlo. El cual en vano dijo que no era Jesús, y fue crucificado en su lugar». Esta cruz tal vez sea la que paseáis desde hace no sé cuántos años por los campos de batalla, la que vuestra santa Elena inventó, pero no es la cruz en la que Jesús fue crucificado, ya que no fue crucificado. Esta cruz que adoráis es la de Judas.
Simón lo escuchaba boquiabierto, mientras Casiopea, con un interés mezclado con cierto desapego y una fina sonrisa en los labios -como si hubiera oído aquella historia, aquellos hechos, aquella polémica, más de mil veces-, se preocupaba ahora más por Morgennes que por la Vera Cruz, a pesar de que las reliquias de toda clase fueran su pasión.
– ¡No es cierto! ¡Mientes! -se indignó Simón-. ¡Esta cruz es la Vera Cruz, la de Cristo! ¡La cruz por la que murió mi hermano! ¡Y voy a probarlo!
Y el joven se clavó el cuchillo en el vientre pasándolo por un defecto de la cota de malla con tanta rapidez que ninguno de sus compañeros pudo impedírselo.