Saladino se acercó a Chátillon, que permaneció sentado, sosteniendo todavía en las manos la copa de la paz que el rey de Jerusalén le había alcanzado.
– Brins Arnat, príncipe de Antioquía y señor de Transjordania, viudo de Constanza (que Dios tenga en su santa guarda) y marido de Étiennette de Milly, dama de Kerak (que Alá tenga piedad de ella), ¿recordáis vuestras traiciones, vuestras exacciones, vuestra crueldad? ¿Conserváis en la memoria, desgraciado sire, vuestras rapiñas y vuestros pecados? ¿Sabéis que lo sé todo sobre las blasfemias (¡que el Altísimo os maldiga!) proferidas contra nuestro Profeta y que estoy al corriente de todas vuestras empresas sacrílegas contra las santísimas ciudades de La Meca y de Medina, de vuestros pillajes y violaciones? Ya que Alá os ha puesto en mi poder, responded a mi pregunta: ¿qué haríais de mí si me tuvierais en vuestras manos, como os tengo yo ahora en las mías?
– Sin duda te haría crucificar -respondió Chátillon con aplomo.
– ¡Insolente! -exclamó Saladino.
El sultán desenvainó uno de sus dos largos sables y golpeó a Chátillon en el hombro izquierdo. El sablazo casi le arrancó el brazo. La sangre manó de la herida y manchó el agua de rosas de la copa de la paz, que cayó al suelo y se vació.
– Acabas de elegir tu suplicio -dijo Saladino, volviendo a envainar su arma.
En los ojos de Chátillon brillaban dos llamas que el dolor no llegaba a extinguir. El Lobo de Kerak estaba tendido en el suelo, inmóvil, pero no había sucumbido al golpe infligido por Saladino; sus ojos permanecían fijos en el sultán, al que observaba mientras murmuraba palabras misteriosas.
Los francos se miraron atemorizados.
– Es justo que castigue tantos crímenes y cumpla mi juramento -dijo Saladino, sosteniendo la mirada de Chátillon-. Lo he jurado, recibirás la muerte por mi mano. ¡Prendedlo! -ordenó a sus mamelucos.
De nuevo se produjo un silencio. Saladino hizo que arrastraran a Brins Arnat por los pies y lo llevaran ante Guido de Lusignan. Al instante, el rey de Jerusalén padeció un violento ataque de tos, escupió algo en la mano y se excusó: «Un pistacho que se había quedado atascado…».
– Tranquilizaos -dijo Saladino-, un rey no mata a otro rey. Pero la perfidia de este hombre supera toda medida. En cuanto a ti, Brins Arnat, considera que no soy yo quien te castiga, sino Alá.
Los dos hombres se enfrentaron con la mirada y Chátillon comprendió instantáneamente la alusión. Unos años antes había atacado una caravana de peregrinos de camino hacia La Meca, y a los que le imploraban piedad les había respondido: «Pedid a vuestro Dios que os salve», antes de asesinarlos.
Saladino, en su noble papel de restaurador de la justicia en la tierra, se había jurado vengarlos.
De pronto una increíble pestilencia se extendió por la tienda. Tres hombres acababan de entrar. Vestidos enteramente de blanco, los recién llegados ofrecían un vivo contraste tanto con Saladino y su estado mayor, que vestían todos de negro, como con los mamelucos, que llevaban ropas de color amarillo azafrán y bordadas de oro. Aquellos hombres apestaban de tal modo que los francos se taparon la nariz con los dedos, mientras los mahometanos se esforzaban por mantener la compostura. Algunos esclavos de piel mate se apresuraron a doblar el número de pebeteros y los llenaron de mirra y cardamomo.
– ¿Por qué este retraso? -preguntó Saladino, aliviado al verlos llegar.
– La cabeza se resistía… -respondió lacónicamente uno de los hombres.
En su voz vibraban extraños chirridos de insecto, que intimaron a los ocupantes de la tienda a guardar un profundo silencio. Lo más curioso de todo eran sus ojos, blancos también, ya que carecían de pupilas.
Seguidamente el hombre mostró a Saladino un cofrecillo de forma piramidal, adornado en los costados con versículos en relieve del Corán. Al parecer, la arqueta se abría haciendo bascular hacia afuera una de las inscripciones. Eso hizo el hombre de blanco, y el cofrecillo se abrió, desvelando el rostro de Rufino.
El obispo de Acre dirigía a los invitados de Saladino una sonrisa boba, como si la locura que se había apoderado de él hacia el final del combate no lo hubiera abandonado, marcando sus rasgos para siempre. La cabeza tenía los ojos cerrados, igual que la boca, con los labios pintados de rojo, lo que resaltaba la palidez de las mejillas. Los francos vieron entonces que el hombre que sostenía el cofre era ciego.
– ¿Cómo lo habéis hecho? -le preguntó Saladino, observando a la vez la caja y la cabeza que se encontraba en su interior, estupefacto al ver que el cráneo de Rufino había cabido allí dentro a pesar de su tamaño.
– ¿Es una ilusión óptica? ¿Un truco de magia? -preguntó al-Afdal, el hijo menor de Saladino.
De hecho, por momentos le parecía ver cómo los contornos del rostro de Rufino se superponían a los de la arqueta.
– Es un misterio que no estoy autorizado a revelarte -respondió en tono enigmático el portador del cofrecillo, un místico reputado llamado Sohrawardi-. A menos que Saladino, tu padre (¡que la gracia sea con él!), sol de los méritos, sultán de Egipto, de Siria, del Yemen y de Nubia, me lo ordene, claro está…
– Conserva tus secretos -dijo Saladino, apartando la mano de su hijo del cofrecillo-. Que cada cual se ocupe de sus asuntos. Yo, de los hombres y de todo lo que se encuentra en la superficie del mundo; tú de los demonios y de todo lo que vive y respira bajo tierra.
Sohrawardi inclinó ligeramente la cabeza. Sus cabellos, peinados con elegancia, caían como una fina nieve sobre sus hombros, y su barba, también blanca, larga y untada de pomada, colgaba por encima de la arqueta.
– Gracias, ornato de la nación. Saludo tu sabiduría y aclamo tu grandeza de espíritu.
– Tu clarividencia me honra -repuso Saladino.
Sohrawardi le dirigió una amplia sonrisa, que descubrió una boca de dientes estropeados en la que faltaban la mitad de las piezas. El místico inclinó apenas la cabeza con aire de entendimiento. Ni Saladino ni él se llamaban a engaño.
En efecto, al contrario que Saladino, que era suní, Sohrawardi era de obediencia chií. El místico estaba persuadido de que el Corán tenía un sentido oculto, y trabajaba para descubrirlo. Pretendía reverenciar a los verdaderos imanes -y entre ellos el primero era Alí, el yerno de Mahoma-, apartados de la sucesión del Profeta por mentirosos y ambiciosos, ávidos de poder. No era raro que algunos chiíes entre los más sabios practicaran la astrología.