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– Tal vez sea a él a quien habría que interrogar -señaló Morgennes.

– Ya pienso en ello -dijo Saladino-. Pero cada cosa a su tiempo. ¡Ahora es el momento de la conquista, de la yihad. Dentro de unos días todo habrá acabado. Entonces llegará el momento de ocuparse de los traidores y de desenmascararlos.

– ¿Qué ha sido de los que me ayudaron a huir, de Guillermo de Montferrat, Unfredo de Toron, Plebano de Boutron?

– Los dos últimos murieron dignamente, a manos de mis mamelucos. En cuanto al primero, el viejo marqués de Montferrat, lo tengo de momento en mi palacio de El Cairo. Su hijo, Conrado, ahora príncipe de Tiro, desearía que lo liberara a cambio de un rescate. Estamos discutiendo las modalidades… Ah, pero aquí están nuestros amigos…

En efecto, Casiopea y Taqi entraban en la tienda, y Saladino los apretó contra su pecho. Los recién llegados explicaron al sultán lo que les había ocurrido. Casiopea relató su secuestro por una tropa de maraykhát que trabajaba para los asesinos, mientras se dirigía montada en su camella a Bagdad, y Taqi refirió cómo sus hombres y él mismo habían caído en una emboscada, tendida por Chátillon y un misterioso sarraceno enviado por el Papa, sin duda con el apoyo -una vez más- de los maraykhát.

– Las predicciones de Náyif ibn Adid se han realizado en parte -dijo Taqi-. Por más que, habiendo visto el mal bajo la máscara del bien, no haya podido sino ir a afrontarlo…

Al enterarse de la muerte de su fiel Tughril, Saladino lloró largamente y ordenó que remitieran al hijo del noble mameluco varios cofrecillos de oro y joyas. Luego se volvió hacia Morgennes.,

– ¿Qué puedo hacer para darte las gracias por haber salvado a mi sobrina y a mi sobrino?

– ¿A cuántos favores tengo derecho, noble Saladino? -preguntó Morgennes, divertido porque el sultán quisiera mostrarle su agradecimiento por haber salvado a dos seres hacia los que él mismo estaba en deuda.

– A tantos como quieras.

– Para empezar, me gustaría que Maimónides examinara a mi escudero. Sé que no ha habido mejor médico en la tierra desde Avicena y que sabrá recuperarlo enseguida.

– Así se hará. Y le diré también que te examine a ti. ¿Es eso todo lo que deseas?

– No, Espada del Islam. Pero no sé si debo…

– Habla, te escucho.

– Quisiera que me desligarais de mi juramento de fidelidad a la «verdadera fe».

– Hum… Me pides casi que te castigue.

– Os lo suplico, esplendor del islam; considerad, si os parece, que no merezco ese honor. No se puede convertir en pájaro a un pez.

– La pérdida para el islam de un hombre como tú será enorme.

– ¿Y mi propia pérdida, eminencia?

– De ella se trata precisamente…

Dos finos hilillos de lágrimas se deslizaron de los ojos de Saladino. En torno a él, Taqi, Casiopea, Morgennes, Abu Shama y al-Afdal observaban, sorprendidos, sin comprender.

– ¿Por qué lloráis, padre? -se inquietó al-Afdal.

– ¡Lloro porque este hombre -dijo Saladino señalando a Morgennes-, a quien han arrastrado por fuerza al paraíso, pide salir de él! Verdaderamente me pregunto: ¿qué hay que hacer para llevar a los dhimmi a abrazar la Ley? Por no hablar de los paganos…

Todos observaban a Morgennes en silencio, y él mismo se sentía incómodo, turbado por la importancia que revestía su conversión, como cualquier conversión, para Saladino.

– Si no hubiera salvado a Casiopea -dijo finalmente Morgennes-, Reinaldo de Chátillon os la hubiera cambiado por la Vera Cruz, porque sabía que el oro no os interesaba. Esto formaba parte de su estrategia… Sabía que cederíais.

– Y tenía razón; pues mi sobrina (la paz sea con ella) vale mucho más que doscientos mil besantes de oro… -convino Saladino haciendo referencia al trato que los hospitalarios habían querido proponerle-. Por más que Casiopea te haya ayudado, tu valor y abnegación han sido determinantes. Sin ti, quién sabe, tal vez Taqi estuviera muerto… Dicho esto, consiento en acceder a tu petición. Pero se tratará de un don con contrapartida. Te desligo de tu juramento. Y, a cambio, me deberás un favor. No sé aún cuál. Pero un día te pediré que me lo reembolses. Espero que para entonces el Altísimo (alabado sea su nombre) te haya colmado de favores, porque tengo intención de reclamar mucho…

– Será para mí un placer satisfaceros -dijo Morgennes- Pero, otra cosa aún, oh rey de reyes: quisiera que me permitierais llevarme esta reliquia, la Vera Cruz.

– ¡Cómo! -exclamó Saladino¡-. ¡Si soy yo quien te lo suplica! Desde luego, cógela. Y sobre todo no la pierdas: llévala deprisa a los tuyos. Que la envíen a Roma, a vuestro Papa, y que todos vean que no existe una Vera Cruz y que no hay otro Dios sino Alá. ¡Ve!

– ¿Puedo considerarme desligado de mi juramento?

– Puedes. A la espera del día en que Dios te abra los ojos…

Antes de partir, Morgennes fue examinado por el médico personal de Saladino: Moisés Maimónides. Maimónides había huido de Córdoba, donde las persecuciones de los almohades contra los judíos -y el médico era uno de sus más eminentes representantes- se hacían cada vez más violentas. Y desde entonces había permanecido junto al sultán.

Moisés acababa de visitar a Simón. Le había aplicado sobre la herida un electuario que, según aseguraba, haría que estuviera recuperado «antes de la puesta de sol». «En cuanto a los enormes chichones que tiene en la frente, acabarán por reabsorberse por sí mismos.» El médico se lavó las manos en un lebrillo de agua clara.

– En fin -añadió girándose hacia Morgennes para examinarlo-, es una suerte que este joven sea tan torpe manejando el cuchillo. Espero por vos que lo utilice mejor contra sus enemigos. Aunque, bien mirado, no veo la ventaja… Después de todo, sus enemigos son mis amigos…

Morgennes estudió a aquel hombre ya mayor, sin apartar los ojos de sus manos salpicadas de manchas que corrían como gacelas sobre su epidermis, palpando aquí y allá, apoyando sobre un costado, apretando un trozo de carne entre el pulgar y el índice, pinzando la piel para evaluar cómo quedaba marcada, y examinándolo tan bien que tenía la impresión de ser un libro del que Maimónides iba girando las páginas en busca de su alma.

– ¡Todo va bien! -dijo el viejo judío, dándole unas palmaditas en la mejilla como si fuera un niño-.Aparte de esta fea herida en el ojo, que, en cualquier caso, ha sido muy bien curada, estas marcas de quemaduras en la cara, que de todos modos han cicatrizado muy bien, y estas señales de golpes, comunes en los soldados de vuestra edad, os encontráis en un excelente estado de salud. Muchos jóvenes no pueden decir tanto. Vivís marcha atrás: se diría que la edad os rejuvenece. Aprovechaos de ello, es un don raro… Ya podéis vestiros.

Morgennes lo miró, estupefacto, sin comprender que el médico no hubiera visto nada. ¿Sería a causa de su edad? De hecho, Maimónides apenas superaba los cincuenta; sin duda, eran años, pero no muchos más de los que tenía él.