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– ¿Cuánto tiempo me queda? -preguntó Morgennes.

– ¿Os queda? ¿Cómo voy a saberlo? -refunfuñó el viejo-. ¿Y antes que nada, para qué?

– Cuánto tiempo me queda -repitió Morgennes en un tono que pretendía ser imperioso- para que la lepra se declare e invada mi cuerpo…

– ¿La lepra? ¡Vaya idea! -gruñó Maimónides, sin detectar, aparentemente, la fría altivez de Morgennes-. Os aseguro que vuestra salud es perfecta. Es verdad que he visto algunas manchas pardas que son antiguas señales de lepra, pero estáis, afortunadamente, curado por completo. ¡Es incluso milagroso! Deberíais dar gracias a Dios (sea siempre loado)…

– Mi pulgar -dijo Morgennes-. Mirad, he perdido la uña del pulgar de mi mano derecha.

– Eso no es nada -lo tranquilizó Maimónides-. Una lesión que os habréis hecho al sacar la espada de la vaina. Mirad: ya se está volviendo a formar. Y, además -dijo cogiéndole la mano-, fijaos en vuestros otros dedos: la uña es sólida, brillante, con una bonita media luna en la unión con la piel.

El viejo médico le soltó la mano y, percibiendo la inquietud de Morgennes, le preguntó:

– ¿Tenéis algún motivo para haberla cogido de nuevo?

– Lo ignoro -dijo Morgennes, que no se atrevía a hablar de la pérdida de Crucífera.

– Vamos, deberíais saberlo… ¿Habéis estado en contacto con sangre, humores o pus de personas que tuvieran la lepra?

– No.

– ¿Habéis estado recientemente en una leprosería?

– Tampoco.

– ¿Creéis que habéis sido envenenado? ¿Habéis bebido agua de un pozo contaminado?

– No lo creo.

– Entonces todo va bien -concluyó Moisés Maimónides-. La habéis tenido, no hay duda. Pero ya no la tenéis. Y nunca se ha visto un caso en que la enfermedad de la lepra volviera por sí misma después de haber desaparecido… Por otro lado, se han visto muy pocos casos de curación. Pero vos, puedo asegurároslo, estáis curado.

– Sin embargo, todavía la siento en mí. Me roe, está ahí…

– ¡Eso es porque está en vuestro cráneo, pero no en vuestro cuerpo! -vociferó Maimónides-.Y en ese caso, por desgracia, queda fuera de mi especialidad…

Morgennes se incorporó, se colocó la cota de malla, se ciñó el talabarte, se embutió en sus calzas de malla y se dirigió hacia la entrada de la tienda del viejo judío, que lo miró con los ojos brillantes mientras se frotaba su barba de chivo.

– Gracias por todo -murmuró Morgennes.

– Que Dios os guarde -respondió Maimónides-.Y no lo olvidéis: «Dios es el mejor de los que se sirven de la astucia para alcanzar su meta».

Para que la Vera Cruz estuviera bien guardada, Saladino había autorizado a Taqi a permanecer junto a ella. Por su parte, la misión de Casiopea pronto habría acabado: en cuanto Morgennes hubiera encontrado su espada y entregado la Vera Cruz, podría partir con él.

La ruta que conducía al oasis de las Cenobitas pasaba no muy lejos de Damasco, hacia el sudeste de la ciudad. En el fondo no era más que un pequeño rodeo de unas horas, antes de llegar al Krak de los Caballeros. Como mucho, de un día.

En cuanto hubieron abandonado el campamento de Saladino, dejando a este la tarea de enviar a los muhalliq a castigar a los maraykhát, Taqi dijo a Morgennes:

– Desconfío de este Simón. ¿Crees que podemos fiarnos de él? ¿No deberíamos encadenarlo?

– Esta cruz lo mantendrá ocupado con mayor seguridad que una cadena -dijo Morgennes señalando a Simón, que llevaba la Vera Cruz orgulloso como un pavo.

– Tienes razón. ¿Sabes en qué pienso?

Y, sin dar tiempo a Morgennes a responder, continuó:

– Los romanos llamaban al sendero que conduce a la fortaleza de Masada «el camino de la serpiente». En cierto modo, es el que seguimos…

– ¿Y cómo acabó para ellos?

– Para los romanos, muy bien, desde luego. Pero para los celotes que se habían refugiado en Masada, más bien maclass="underline" todos se suicidaron, prefirieron morir por su propia mano antes que a manos de los legionarios. Con excepción de dos o tres, que se ocultaron para no perecer.

– ¡Es espantoso!

– Espantoso, sí. Y, por desgracia, auténtico. En fin, si lo que explica Flavio Josefo es cierto…

Taqi sonrió, y espoleó enérgicamente a su montura, que partió al galope. Así cogió una ventaja de dos o tres arpendes sobre sus compañeros. La costumbre de dirigir a sus tropas y de cabalgar como explorador estaba tan viva en él como la que Morgennes tenía de mantenerse siempre en guardia, con la lanza sobre el muslo, listo para cargar; Simón, la de ir pegado con su montura a la estela de alguien mayor que él, y Casiopea, la de hacer pequeños recorridos de ida y vuelta de un extremo a otro del grupo para asegurar su cohesión. Con excepción de Morgennes, que montaba a Isobel, todos tenían caballos nuevos, más ligeros y rápidos que los de los templarios. Y la yegua de Taqi tenía el mismo color de capa que Terrible, blanco.

Simón sostenía con delicadeza la cruz truncada, como si fuera un recién nacido.

Morgennes se la había dejado encantado; ya podía cansarse si eso era lo que deseaba. Y ya podía tener también el honor de ser el hombre que llevara la Santa Cruz cuando volvieran con los hospitalarios: «Al menos -se dijo Morgennes-, esto le valdrá la estima, si no la benevolencia, de los caballeros del Krak…».

Morgennes se preguntó cómo lo juzgarían los suyos a su vuelta. Y qué haría él. ¿Volvería a Francia con Casiopea para acabar sus días en las páginas de un libro, o bien iría a pudrirse a un monasterio, según prescribía su condena? Después de todo, nada le impedía dejar que Simón fuera solo al Krak, e ir, por su parte, con Casiopea, al encuentro de Chrétien de Troyes. Morgennes contuvo un estremecimiento. ¿De qué tenía miedo?

– ¿Por qué vamos al oasis de las Cenobitas si tenemos la Vera Cruz? -preguntó Simón, que cabalgaba justo detrás de él.

– Para encontrar mi espada -respondió Morgennes.

– Pero ¿qué tiene de especial?

Morgennes dejó pasar un instante antes de responder. Aquella espada era casi tan preciosa a sus ojos como la Santa Cruz. Por otra parte, sin que pudiera explicar por qué, Crucífera y la Vera Cruz eran, para él, indisociables.

– Es un arma santa -se limitó a decir-. Fue forjada hace varios siglos para permitir a los cristianos defenderse contra los demonios. Guillermo de Tiro afirmaba que su hoja había sido bañada en la sangre de un dragón, lo que le daba inteligencia, ligereza y solidez.