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– ¿Inteligencia?

– Sí -confirmó Morgennes-. Como Durandal, Joyeuse o Excalibur, esta espada tiene una personalidad. Amaury pasó años buscándola con la ayuda de los consejos de Guillermo de Tiro, y enviándome en misión a todos los lugares donde parecía que podía encontrarse.

– ¿Dónde la hallasteis finalmente?

– En Lydda, en una antigua tumba que un terremoto descubrió en 1170.

– ¿Se sabe de quién era la tumba?

– No estamos seguros, pero en los muros de esa sepultura había unos frescos que hacían pensar que podía ser la de san Jorge. Se veía un soldado con armadura combatiendo a un poderoso dragón.

– Así, ¿sería la espada de un santo?

– Sí, aunque la idea de un santo manejando la espada siempre me haya repelido.

Simón se entregó entonces a reflexiones que prefirió no formular. Para él, la santidad solo podía conquistarse con las armas en la mano, exponiéndose a los mayores peligros y venciendo a los enemigos de la fe o pereciendo. Al parecer, no era esa la opinión de Morgennes.

– ¿Por qué os incorporasteis al Hospital -preguntó Simón- si la idea de un guerrero santo os era insoportable hasta ese punto?

– No es la santidad lo que me molesta, ni el hecho de combatir -respondió Morgennes-. Es el hecho de asociarlos. Mira, yo soy un guerrero, pero no tengo nada de santo. Y me parece perfecto. En sus orígenes, la Iglesia se negaba a honrar a los que morían con las armas en la mano, fuera por la razón que fuese. Luego, en 314, un año después del edicto de Milán, que autorizaba el cristianismo en el Imperio romano, el concilio de Arles condenó a la excomunión a los que se resistían a llevar armas para defender a ese mismo Imperio, y por tanto, a la cristiandad. Más tarde llegó san Agustín, la caída de Roma y los ataques de los sarracenos en España, Sicilia, Provenza…, y este fenómeno no ha dejado de ampliarse. ¿Hasta dónde llegará? Entré en el Hospital porque es una orden difícil, que tiene por vocación el cuidado de los enfermos, mientras que el Temple es una orden estrictamente militar. De todos modos, durante mucho tiempo para los hospitalarios solo fui un mercenario, un auxiliar, una especie de parte vergonzosa que hay que ocultar. Para el Hospital, aceptar a un soldado era más un mal necesario que una bendición, al menos al principio. Mi verdadera recepción en la orden, como caballero, es mucho más reciente. Tiene menos de una decena de años.

– ¿Cuánto tiempo hace que estáis aquí?

– Pronto hará un cuarto de siglo. Tenía más o menos tu edad cuando llegué. Entonces era…

Se interrumpió. Le fallaba la memoria. Iba a decir: «Entonces era un caballero muy joven», pero se dio cuenta de que tal vez no fuera aún un caballero. De hecho, debía reconocerlo, si había pensado en ello era porque el propio Simón había sido armado caballero. En otros tiempos, en otras circunstancias, Simón hubiera debido esperar todavía uno o dos años antes de poder serlo. Pero la derrota de Hattin y una necesidad apremiante de sangre nueva habían precipitado las cosas.

Simón, por su parte, pensaba, mientras miraba a Morgennes, que este era en cierto modo un monje que había reemplazado el silencio de la meditación por el estrépito de las armas. Y que había aceptado pagar el precio. Para Morgennes no había paraíso.

Era exactamente lo contrario de lo que se enseñaba a los otros hospitalarios, a los templarios, a los asesinos, a los soldados de la yihad; en fin, a todos los que combatían y estaban ansiosos por morir precisamente porque estaban seguros de ir directos al paraíso. De no ser así, ¿habrían defendido sus ideas con la misma fe?

Simón lo dudaba. En el fondo, esos hombres no estaban dispuestos a dar, solo querían recibir. ¿Morían como mártires porque morían persuadidos de actuar por la buena causa y de ganarse así el paraíso? Desde luego que no. Esa gente era incapaz del menor sacrificio; todo lo que hacían era vengarse, de sí mismos y de los demás, exponiendo a la vista de todos su miedo, su pequeñez y su cobardía. Pero no su amor, y sin duda no su amor a Dios. Por Dios solo sentían desprecio.

Simón tuvo la sensación de que algo se rompía en su interior.

Luego un movimiento en el cielo atrajo su atención. Levantó la cabeza y siguió con la mirada al noble pájaro de Casiopea. «Es curioso -pensó-. Nosotros dejamos rastros en la arena; él los deja en el cielo.»

Simón observó con atención a Casiopea, sus holgadas vestiduras claras, esa manera de estar allí y a la vez en otra parte, ese aire indiferente y, sin embargo, interesado. «Curiosa mujer -se dijo-. ¿Qué edad tendrá?» Debía de ser solo un poco mayor que Berta de Cantobre. ¡Y sin embargo, qué carácter! De hecho, Simón ya no creía en la pureza de Berta; igual que empezaba a dudar de la impureza de Casiopea. Sí, ella había sido violada por los maraykhát, y luego, con los asesinos, por Rachideddin Sinan, y sin duda incluso por los fidai encargados de entregarla a los templarios blancos, en El Khef, a cambio del oro arrebatado a los hospitalarios. Ahora tenía la íntima convicción de que la inocencia no era una cosa adquirida que se podía perder, sino, al contrario, una cualidad que debía ganarse, y que no podía perderse ya después, una vez adquirida. A sus ojos, Casiopea era una santa. Sí, mil veces más que la pequeña Berta, que sin duda iría ya por su cuarto embarazo y viviría en la mugre de un castillo de Borgoña.

Ciertamente, a sus ojos, Casiopea valía mil veces más que doscientos mil besantes de oro. ¡Esa mujer era en verdad, como decía Morgennes, una reliquia! ¡Cómo comprendía que Saladino hubiera reconocido -en lo que él había considerado al principio una confesión de debilidad- que la hubiera cambiado por la Vera Cruz, aunque la Santa Cruz fuera uno de los elementos clave de su política en Tierra absoluta!

Simón puso su caballo al galope y corrió hacia Casiopea, sintiendo batir en su pecho el olifante que había cogido a los hospitalarios. Entonces se sonrojó y redujo la marcha. En el repicar del cuerno que golpeaba contra su escudo le parecía reconocer los mandobles que había asestado a aquel caballero franco que ni siquiera se había defendido antes de morir.

Casiopea se había girado al oír acercarse un caballo a trote corto. Vio al joven templario y le sonrió. Aunque aquella sonrisa lo hizo sentirse incómodo, Simón se esforzó en poner buena cara.

– Pronto llegaremos -le dijo Casiopea-. No tendrás que soportar su peso mucho rato…

Hacía alusión a la cruz truncada, que Simón sostenía intentando no mostrar demasiado a las claras su satisfacción. Al fin y al cabo, Dios les había dejado ver a todos que lo había escogido a él para llevarla: lo había curado. Poco importaba que fuera por el contacto de la Santa Cruz, por los cuidados de Casiopea, por la noche o por la llegada de Maimónides, cuyos vendajes le comprimían el torso y le evitaban sufrimientos. Los caminos del Señor eran tan infinitos como inescrutables.

– Oh -dijo Simón-, sin su relicario no es tan pesada…