– Ya veo. De todos modos, qué honor llevar este madero que el propio Cristo no consiguió cargar.
– ¿Y eso?
– ¿No has leído los Evangelios?
– Sí.
– Entonces sabrás que, para al menos tres de ellos, Jesús no llevó su cruz. En todo caso, no solo.
– No. No lo sabía.
– ¿Sabes que los sarracenos consideran que no fue Jesús el crucificado (Dios lo amaba demasiado para eso) sino Judas? Que para otros fue Simón de Cirene el que llevó la cruz en lugar de Jesús…
– No, no lo sabía…
– Pues deberías interesarte en ello, mi buen Simón…
El joven se sonrojó, bajó los ojos, turbado por el poder de la mirada de Casiopea, y preguntó para cambiar de tema:
– ¿Cómo es que Saladino solo nos ha proporcionado a un hombre, su sobrino, para escoltarnos?
– Porque es un sabio, y el Profeta dijo: «El mejor número de compañeros es cuatro».
Cabalgaban desde hacía varias horas cuando Taqi volvió hacia ellos a todo galope, envuelto en una nube de polvo, y les preguntó:
– ¿Habéis bebido bastante?
– Sí -respondieron a coro.
– ¡Entonces, vamos!
Con un gesto, señaló una vasta franja de arena ardiente tras de la cual brillaba, como una esmeralda en un ombligo, un suave resplandor verde.
– ¡El oasis de las Cenobitas! -declaró pomposamente-. Solo se ve a ciertas horas, poco antes del ocaso. Hoy no rezaré: no tenemos tiempo. Si perdemos de vista esta luz, estamos muertos.
Taqi espoleó vigorosamente los flancos de su caballo y se adentró en el desierto. Pronto desapareció detrás de una duna, y los otros lo siguieron.
Para avanzar había que fijar la vista en la joya al otro extremo del desierto, que se situaba en su campo de visión como el objetivo último, aquel al que apunta el arquero cuando lanza su flecha. De hecho, Morgennes se sentía a la vez trayectoria, arco, flecha y diana, hasta tal punto todo en él tendía hacia este único objetivo: encontrar a Crucífera, acabar con sus aventuras, poder, por fin, descansar.
Una alegría inmensa creció en su interior. «¡Dios mío, perdóname por haber dudado!» Le parecía, en efecto, que Dios le permitía encontrar a la vez la Vera Cruz, la quietud y a Crucífera.
Cuando la sed empezaba a atormentarlos -aunque no se atrevían a beber todavía, antes de haber llegado o de haberse perdido-, apareció el contorno de un oasis temblando en el aire como un espejismo, amenazando a cada instante con desaparecer. No obstante, la imagen permaneció, quieta y atrayente, y en la luz declinante del atardecer semejaba un monumento de frescor, un lugar aparte, fuera del tiempo y de la vida.
Aquel oasis de las Cenobitas, como Femia lo había llamado, era, según Taqi, los restos de Gomorra; otros decían que no era sino el oasis de las Cenobitas, ahora reducido a lo esenciaclass="underline" una inmensa hendidura bordeada de palmeras blancas. A menos que se tratara de la antigua Ctesifonte, destruida, después de la muerte de Mahoma, por jinetes encargados de propagar su palabra. El lugar habría sido, así, en otro tiempo, la capital del antiguo Imperio parto, aniquilada porque su belleza hacía sombra a Babilonia. Los partos la habían fundado más de setecientos años antes, y había sido una de las más bellas y más antiguas ciudades que la historia hubiera conocido nunca. Pero todo aquello ya no existía. La ciudad había sido saqueada, abandonada, y luego se había convertido en ruinas, antes de ser olvidada.
Hasta el día en que Saladino se había enterado de que una reina había establecido allí su reino, y que ese reino, cristiano, era el de las mujeres. El sultán había enviado un ejército de espías, de los que solo había vuelto uno, pero aquello le había bastado para saber que las mujeres llevaban allí una vida de disciplina que se parecía mucho a la de los monjes soldados del Temple o del Hospital, y que los hombres estaban desterrados de su reino, salvo cuando había que reemplazar a alguna de ellas, muerta en combate. Entonces se realizaban salidas para capturar a los machos más «atléticos», para que «fueran pasto» de las más bellas de las amazonas.
Saladino se había dicho que esos espías no tendrían motivo para quejarse, al menos al principio, de la suerte que les tenía reservada Zenobia, la reina de las amazonas. Lo que venía después ya era harina de otro costal, porque las mujeres del oasis no tenían precisamente fama de tiernas: tras haber copulado, arrancaban con sus dientes los testículos de los machos que las habían fecundado y los reducían a la esclavitud o los enviaban a perderse en el desierto.
Después de haber promovido al rango de jefe de los eunucos al único de los espías que había sobrevivido, Saladino envió al reino de las amazonas al cadí Ibn Abi Asrun, a la cabeza de una embajada poderosamente armada. El cadí era portador de un mensaje en el que se advertía a las amazonas que, si no se comportaban en todos los puntos como las gentes del Libro -como dhimmi- y se obstinaban en negarse a satisfacer el impuesto, el sultán se vería obligado a aniquilar su reino.
Zenobia respondió con una caravana de cincuenta camellos cargados de oro y piedras preciosas; así como con la promesa de no interferir nunca en los asuntos del emir, siempre que las dejaran en paz.
Saladino le aseguró su benevolencia, le envió en correspondencia algunos presentes, y no se habló más del asunto. Cada año llegaban camellos al oasis para recoger su cargamento de oro y luego se volvían a El Cairo. Allí este tesoro se añadía al de Saladino, antes de dirigirse -disminuido- hacia Bagdad.
Morgennes estaba tan concentrado en la mancha verde del horizonte que fue necesaria toda la fuerza de los ladridos de Babucha para sacarlo de su ensimismamiento. Pero, por más que la llamara, la perrita no le hacía caso. Babucha se dirigía en línea recta hacia el sur, cuando el oasis se encontraba al este. Presionando con la rodilla el flanco de Isobel, Morgennes se lanzó en persecución de la perra y no tardó en alcanzarla. Los contornos del oasis ya empezaban a difuminarse.
– ¡Babucha, aquí!
Babucha no lo escuchaba y, cuando Morgennes acercó la mano para sujetarla por el cuello, la perra retrocedió, rascando la tierra con las patas traseras y gruñendo.
– ¿Qué te pasa? ¿Olfateas algún peligro?
Babucha ladró y se alejó un poco más. Morgennes dirigió, como a disgusto, una última ojeada al oasis de las Cenobitas. Prácticamente había desaparecido. Ya solo veía un vago resplandor, tan grueso como el blanco en la base de la uña. Si no se apresuraba, no tendría ninguna esperanza de llegar al oasis y se vería condenado a morir de sed.
– Me voy.
Pero la perra no le hizo ningún caso, y siguió rascando el suelo y retrocediendo cada vez que Morgennes hacía el gesto de aproximarse. Si no hubiera cargado con la armadura, se habría lanzado en su persecución y se habría inclinado a un lado para sujetarla por la piel del cuello. Pero, por desgracia, su cota de malla pesaba tanto que no podía llevar a cabo aquella maniobra sin peligro. Por otra parte, hubiera debido realizarla con la mano izquierda, debido a su ojo ciego, y no se sentía con fuerzas para eso.