Выбрать главу

– ¡Adiós, Babucha!

Normalmente, cuando se veía sola, la perrita se acercaba con el vientre pegado al suelo. Pero esta vez no se movió, se contentó con observar a Morgennes con ojos tristes. Morgennes hizo el gesto de marcharse en dirección al oasis, y Babucha se adentró aún más en el desierto. Pronto desapareció tras una duna y Morgennes dejó de oírla. Ahora solo se escuchaba el ruido del viento; el fragor sordo de la arena rodando cuesta abajo por las dunas que los beduinos llaman el «canto del desierto».

Morgennes dio unos pasos con Isobel y la puso al trote corto, dudando entre galopar para aprovechar los últimos rayos del sol o volver atrás para intentar atrapar a Babucha, cuyo comportamiento le intrigaba. Le hubiera gustado tener un punto de referencia, poder hacer las dos cosas. Pero era imposible. Si no se decidía, en aquel mismo momento, por una solución u otra, se perdería en el desierto. Morgennes detuvo a Isobel para darse tiempo para reflexionar, beber y orar. Cogió un odre de su alforja y bebió un largo trago de agua de Tiberíades. Después de secarse la boca con el dorso de la mano y tras guardar el odre en su lugar, pidió a Dios que le enviara una señal. Recibió dos.

Por una parte, Babucha se había puesto a ladrar con todas sus fuerzas, rematando cada uno de sus ladridos con un gruñido sordo; y por otra, el potente chillido de un pájaro vibró en el aire: como cada tarde, a la hora del crepúsculo, Casiopea enviaba a su halcón peregrino a volar por los cielos.

«Por otro lado -se dijo Morgennes-, también lo hace así en caso de peligro.»

Sin pensarlo dos veces, Morgennes hizo describir un giro a Isobel y volvió a todo galope en dirección a los ladridos, seguro de tener una referencia estable gracias a los largos vuelos del halcón. Remontó una duna, tirando de las riendas de su montura para evitar que descendiera la pendiente al galope, y se reunió con Babucha. La perrita tenía un objeto en la boca.

– ¡Dame! -dijo Morgennes tendiendo la mano.

La perra se acercó ¡y dejó en el suelo una pantufla decorada con motivos árabes!

– ¡Por todos los cielos, es la de Yahyah!

La perra ladró al oír mencionar el nombre del muchacho y rascó de nuevo con las patas en el desierto, levantando una niebla de polvo amarillo. Morgennes saltó de la silla y se acercó a Babucha, que dio unos pasos de lado y mordió un trozo de tejido blanco que sobresalía de la arena. Morgennes liberó rápidamente lo que resultó ser una keffieh y encontró a Yahyah inconsciente, con la cara quemada por el sol.

– ¡Isobel!

La yegua se acercó y Morgennes cogió su odre. Después de haber derramado un poco de agua en el hueco de su mano, humedeció el rostro del joven, al que Babucha no dejaba de dar lengüetazos. Yahyah abrió los ojos, luego la boca, pero no pudo pronunciar nada inteligible. Morgennes le indicó que callara, hizo que se sentara en la arena y le dio de beber a pequeños tragos. Poco a poco, el muchacho se fue recuperando. Se encontraba en un estado lamentable. Sus ropas estaban completamente destrozadas e iba descalzo.

– ¿Cómo te sientes? -preguntó Morgennes cuando le pareció que el chico se había repuesto.

Por toda respuesta, Yahyah tosió, miró a Morgennes con los ojos húmedos de agradecimiento y dijo:

– ¡Por Alá (sea siempre loado), me has salvado la vida!

Morgennes le pasó la mano por el pelo para sacudirle la arena, y respondió:

– Será mejor que des las gracias a Babucha; es ella quien te ha salvado. Sin ella, solo serías un puñado de polvo más en el desierto.

Uniendo el gesto a la palabra, Morgennes cogió en la mano un poco de arena y la dejó volar al viento.

– Tenemos que irnos -continuó-. Te subiré a mi grupa, y me explicarás lo que te ha ocurrido y dónde está Masada.

– ¡Esa serpiente! -exclamó Yahyah-. Si no tuviera tanto miedo de que me falte agua, escupiría al suelo. ¡Puaj, qué personaje infecto! ¡Cuando pienso en lo que hizo con sus precedentes esclavos!

Mientras cabalgaban a la luz de las primeras estrellas, Yahyah explicó a Morgennes cómo Masada había escapado, dejando que Reinaldo de Chátillon y Gerardo de Ridefort se fueran con la Vera Cruz. Femia había aullado, implorando a Masada que se quedara, diciendo que no podían abandonar a Morgennes, pero Masada había respondido: «¡Solo tiene lo que merece!».

Masada les había contado todo a Chátillon y a Wash el-Rafid, poniendo en su conocimiento el pacto hecho con los hospitalarios del Krak de los Caballeros, y cómo estos habían recurrido a Morgennes y a su conocimiento íntimo de Oriente para encontrar la Vera Cruz.

Chátillon se había jurado que acabaría con Morgennes, pero no antes de hacerle escupir todos sus secretos, y especialmente los concernientes a sus famosas expediciones a Egipto en la época de Amaury. Brins Arnat estaba persuadido de que Morgennes conocía el emplazamiento de muchos tesoros, de muchas reliquias; y Masada no lo había desengañado. Además, Wash el-Rafid había oído hablar de Morgennes al obispo de Preneste, Paolo Scolari, que era gran amigo de Heraclio, patriarca de Jerusalén y enemigo feroz de Raimundo III de Trípoli y de los hospitalarios.

Para ellos, Morgennes era el enemigo, la serpiente que hay que aplastar después de haberle hecho escupir su veneno. Pero la serpiente había escapado, desconocedora de su naturaleza de serpiente e ignorando también hasta qué punto se encontraba acosada por sus adversarios. Hasta el momento, Morgennes solo había temido el juicio de los suyos. Hubiera debido saber que el juicio de sus enemigos debía inspirarle mayor temor.

– ¿Y Masada? ¿Dónde está?

– Me habló del oasis, explicándome entre risitas burlonas que allá todo iría mejor para él. No dejaba de acariciar a Crucífera y al cofre donde está encerrado Rufino, diciendo que sacaría un buen precio…

– ¿Te dijo para qué necesitaba el dinero?

– A causa de un mal que lo corroe -dijo Yahyah enigmáticamente.

– El muy imbécil. ¡Les venderá la espada, cuando es justamente lo que necesita! ¡Apresurémonos!

Morgennes espoleó de nuevo a Isobel, que partió a todo galope. Se guiaba por el halcón peregrino, sombra sobre las sombras del cielo. La velocidad de su carrera a través del desierto, añadida al frescor de la noche, había helado los miembros de Yahyah, que temblaba en brazos de Morgennes.

– ¡Allá! -gritó de pronto el niño, en el mismo momento en que la perra se ponía a gruñir.

– ¿Qué hay? -preguntó Morgennes.

La ausencia de su ojo derecho se hacía sentir penosamente cuando la noche aplanaba las formas, y tuvo que pedir al niño que le describiera lo que veía.