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– Un ojo inmenso, blanco, mirando hacia el cielo…

– ¡¿Qué?! -exclamó Morgennes, estupefacto.

– ¡No! No es eso… Son, es… ¡Centenares de palmeras blancas!

¡Palmeras blancas! Morgennes nunca las había visto. De lejos, la fronda de palmas ondulaba como tentáculos de anémonas de mar movidas por la corriente. Ahora olía su aroma aceitoso y oía cómo el viento acariciaba las hojas, sumando su aliento a las curvas del pájaro. Unas plantas verdes muy altas daban la impresión de ser inmensas vainas de donde surgían las palmeras.

– ¡Están tan apretadas que no se puede pasar! -exclamó Yahyah.

– Tiene que haber un modo…

Babucha ladró. En una palmera, no lejos de donde estaban, una oscilación agitó las ramas con un ruido misterioso: una pareja de monitos blancos, con la cabeza aureolada por una pelambrera sedosa, había trepado al árbol y miraba hacia ellos rascándose el mentón con aire pensativo.

– ¡Qué calor tan agradable! -dijo Morgennes sonriendo-. ¿Te has fijado en que el aire también es cada vez más húmedo? Debe de haber una fuente de origen volcánico en algún sitio…

En efecto, Una fina columna de humo blanco se elevaba por encima de las palmeras y se perdía, vaporosa y ligera, en el cielo crepuscular.

– Es el oasis de la Mano -dijoYahyah.

– ¿Cómo lo llamas? -preguntó Morgennes-. Los otros lo llamaban el oasis de las Cenobitas…

– Es el oasis de la Mano, el oasis de las Palmeras Blancas… Masada lo llamaba así. Porque parece una mano con los dedos tendidos hacia el cielo…

– Pues yo solo veo palmeras rodeadas de hierbas…

– Justamente, son los dedos. El manantial, las viviendas, se encuentran en la palma, en una especie de depresión.

– ¿Y cómo se llega allí?

– Masada habló de un camino. Dice que el oasis está recorrido por senderos que son como las líneas de la mano…

– ¿Y cuál hay que coger?

– El de la línea de la vida.

Morgennes estudió la palma de su mano, y observó, pensativo, los surcos que se entrecruzaban, se prolongaban o se dividían.

– Es muy extraño -señaló Yahyah-. Tu línea de la vida se detiene en un punto, desaparece un instante y vuelve a prolongarse un trecho corto. ¿No es curioso?

Morgennes lo miró con aire indiferente.

– No sé nada de esas cosas -respondió-.Ven, demos la vuelta al oasis. Tratemos de encontrar el lugar que sirve de entrada.

Rodearon, pues, el oasis, que efectivamente tenía el perfil de una mano. Al cabo de un rato se detuvieron ante un camino estrecho, en pendiente, que parecía hundirse en un abismo de verdor. Babucha ladró. Desde lo alto de los árboles, una decena de monos blancos los observaban, inmóviles, con las manos cruzadas sobre el vientre, como viejos sabios, y una especie de sonrisa.

– ¡Es como si estuvieran asistiendo a un espectáculo! -dijo Yahyah echándose a reír.

Manteniéndose en guardia, Morgennes condujo a Isobel a lo largo de la pendiente, que descendía, a menudo abruptamente, entre los estrechos troncos de las altas palmeras entrelazadas. Aquí y allá, algunos bejucos cortados daban testimonio del reciente paso de Taqi, Simón y Casiopea. Un poco más lejos, un tronco hundido en el fango y rastros paralelos de ruedas salpicados de agujeros marcados por unos pequeños cascos constituían los vestigios de la llegada de Masada. Los chillidos de los loros, de los que distinguían a veces -durante una fracción de segundo- un confuso plumaje blanco, llenaban el aire. Y los monos les respondían, de tarde en tarde, con una voz casi humana. Ahora había decenas, que seguían furtivamente a Isobel, deslizándose detrás de un tronco o aplastándose entre la vegetación en cuanto Morgennes o Yahyah miraban hacia ellos. Se hubiera dicho que se encontraban en plena jungla, y Morgennes recordó, efectivamente, haber atravesado lugares similares. Luego la humedad se intensificó hasta hacerse sofocante. Poco a poco las palmeras fueron sustituidas por densos bosquecillos de flores exóticas, en una exuberancia renovada sin cesar de blanco, rosa y amarillo. Muchas servían de percha a los loros, que no dudaban en posarse sobre ellas en largas filas, a veces al alcance de la mano, a un lado y a otro de Morgennes y Yahyah, de manera que estos tenían la curiosa impresión de estar pasando revista a un batallón de aves.

– Morgennes…

Esta vez Yahyah temblaba de miedo. Morgennes lo apretó contra sí, cuando, de repente, Babucha ladró: estaban cercados. Una veintena de guerreras con armaduras de bronce, equipadas con arcos largos, espadas cortas y finos venablos, los amenazaban con sus armas. Semejantes a hamadríades, las amazonas habían surgido de todos lados a la vez de entre la jungla. Algunas iban montadas sobre gacelas marfileñas y los miraban con animosidad. Las que les apuntaban con sus arcos tenían la inmovilidad de las piedras y, si no se hubieran desplazado para ajustados mientras ellos avanzaban, hubieran podido tomarlas por estatuas.

– Seguidnos -dijo una de ellas en un tono poco tranquilizador.

Morgennes espoleó suavemente a Isobel y, poco tiempo después, llegaron al oasis propiamente dicho. ¡Era un lugar magnífico! ¡Decir que algunos habían hablado de Damasco como de un paraíso, cuando el paraíso estaba allí! El oasis era los jardines sin Babilonia, el Edén sin Adán, la manzana sin Lucifer. Imaginad una inmensa hendidura en forma de delta invertida. Arcos cubiertos de musgo enlazan las alturas, donde, incrustadas como esmeraldas, una miríada de grutas rebosan de verdor. Estas cavidades desempeñan la función de salas comunes, viviendas, talleres, almacenes, observatorios y capillas… Galerías pegadas a la roca y escaleras talladas en la piedra permiten circular de sala en sala y vigilar el oasis. Aquí y allá, como corrientes de lava reverdecidas por el tiempo, jardines suspendidos escalonados en terraza prolongan las grutas hasta el fondo de la hendidura, donde un río salta entre las piedras. Morgennes no veía el origen del pequeño torrente, perdido en la niebla, pero río abajo sus aguas se precipitaban en una anfractuosidad de la tierra, por donde escapaban silbando entre un despliegue de vapores.

Realmente, el oasis era la mano de Dios.

Después de haberlos hecho desmontar, las mujeres con casco y armadura, con mirada fiera, los condujeron bajo un techo verdeante. Algunos bejucos colgaban de él, contribuyendo a la belleza del lugar; una guerrera cortó uno con su sable y lo utilizó para atarles las manos.

– ¿Quiénes sois? ¿Qué queréis? -preguntó luego con voz clara.

Tenía los rasgos de una adolescente. Pero en su cara se reflejaba una dureza real, reforzada por las líneas aceradas de su casco, coronado por una cabeza de hiena.

– Me llamo Morgennes, y este es Yahyah -respondió Morgennes-. Hemos venido en paz para recuperar un bien que me pertenece y encontrar a nuestros amigos.

– ¿De qué y de quién habláis?