– De una espada, y de dos hombres y una joven que han debido de llegar poco antes que nosotros.
– Son nuestros prisioneros. No queremos tener contacto con nadie. Dadnos una buena razón para que no os convirtamos en nuestros esclavos…
Morgennes reflexionó. Pensó en hablar de Masada, pero no sabía en qué términos se encontraba con las cenobitas y prefirió no hacerlo. Entonces vio, sobre el pecho de una de las guerreras, un medallón en forma de palmera idéntico al que Femia le había entregado poco antes de morir.
Buscando bajo su cota de malla con las manos atadas, dijo a las jóvenes:
– Esperad, mirad esto.
Con esfuerzo consiguió sacar la joya de Femia y se la mostró. La alhaja brillaba suavemente a la luz de las antorchas de las cenobitas.
– ¿De dónde habéis sacado esto? -preguntó otra guerrera.
– Me lo dio una amiga -respondió Morgennes.
– ¡Su nombre!
– Femia.
Un rumor pasó de cenobita en cenobita. Las mujeres hablaban una lengua extraña, llena de silbidos y entonaciones variadas.
– ¡Seguidme! -dijo la primera guerrera.
Después de haberlos liberado, la soldado condujo a Morgennes y a Yahyah por un dédalo de escaleras estrechas que serpenteaban de terrazas a grutas y de grutas a terrazas, subiendo cada vez más alto, atravesando salas donde las cenobitas se afanaban junto a hornos, forjas y crisoles, bastidores para tejer, alambiques, atanores o tornos de alfarero. Parecía una colmena humana, con celdillas tan misteriosas como insondables, que hervían de actividad.
– ¡Entrad ahí! -ordenó la guerrera.
Morgennes y Yahyah penetraron en una sala de techo bajo, con la entrada cerrada por una cortina. Estaban en una gruta pequeña, con los muros blanqueados con cal, con manchas de humedad en algunos lugares y pinturas ingenuas que representaban cazadoras. Al extremo de una alfombra de lana con motivos que figuraban escenas sáficas, se encontraba sentada una joven guerrera de rasgos adolescentes.
Morgennes se arrodilló, pensando que se trataba de Zenobia, la reina de las amazonas.
– Levantaos -dijo la mujer-. No soy quien creéis: la veréis mañana. Me llamo Eugenia. Soy la hermana de Femia.
Morgennes se estremeció y se llevó la mano al corazón, como para ocultar el medallón que pendía de su cuello. En ese momento algo se movió tras ellos, y una voz masculina, la voz de un anciano, declaró:
– Ah, aquí está…
Morgennes se volvió hacia el hombre que acababa de entrar. Y estuvo a punto de desvanecerse: Guillermo de Tiro estaba allí, vivo, ante él.
21
Nuestro fin estaba próximo, nuestros días cumplidos; sí, nuestro fin había llegado.
Lamentaciones, IV, 18
– ¡Os creía muerto! -exclamó Morgennes, hincando la rodilla en el suelo para besar la mano del anciano arzobispo.
– Por Dios -dijo Guillermo sonriendo-, tengo algunos dolores en las articulaciones, pero estoy bien vivo…
Unos instantes más tarde, Guillermo los invitaba a compartir su cena.
– Cenamos tarde, aquí -dijo Guillermo mientras iban a buscar a Casiopea y a Taqi-. Hay tanto que hacer y los días son tan cortos…
El anciano no tenía ni una arruga más, ni había perdido uno solo de sus numerosos y largos cabellos blancos. Su jovialidad no se había empañado nada en absoluto desde que Morgennes lo había dejado, seis o siete años antes, cuando había partido en busca de las lágrimas de Alá para curar a Balduino IV.
– ¡Qué alegría! -dijo Morgennes-. En Jerusalén todos os creían muerto.
– Imagino -respondió Guillermo- que la mayoría se alegraba de ello.
– Los del partido del rey Guido de Lusignan, de Gerardo de Ridefort y de Heraclio, sí. Sin duda. Los otros todavía os lloran. Y son los más numerosos.
– Pero, por desgracia, no los más fuertes -dijo Guillermo sonriendo con tristeza.
El arzobispo cogió la mano de Morgennes y la apretó afectuosamente, palpándola y mirándola con gran interés.
– De modo que lo habéis conseguido -constató-. Se lo dije a Balduino: «Morgennes no puede fracasar. Es el mejor, el más fuerte de todos». A menudo vuelvo a pensar en la mirada del pequeño rey cuando me pedía noticias vuestras, cuando sus fuerzas disminuían: una mirada que se vaciaba de vida, a la vez dulce y resignada. Cada día, y luego cada hora, hacia el final, Balduino me preguntaba: «¿Ha vuelto Morgennes?». Debo confesaros que en algún momento creí que habíais abandonado, derrotado, y que habíais huido, o que habíais muerto. Entonces Balduino me tranquilizaba: «No os preocupéis, volverá… Vos mismo lo dijisteis: «"No puede fracasar"». En aquellos momentos me pregunté si no debería…
La voz del anciano se perdió en un murmullo incomprensible, en una frase que lamentó haber pronunciado casi al instante de hacerlo.
– ¿Si no deberíais qué? -insistió Morgennes.
Guillermo levantó la cabeza y clavó su mirada en la de Morgennes, para decir con voz grave:
– Hacer como ese Masada, que (ahora lo sé) venía aquí a buscar un remedio que estabilizara su enfermedad. ¡Pero a qué precio!
– ¿Cómo que a qué precio? ¿No teníais acceso al tesoro del reino? ¿Tan caro era ese remedio?
– El oro no lo era todo -precisó Guillermo mirando a Yah-yah-.También había que traer a un niño, cuyas carnes trituradas, mezcladas a una teriaca, asegurarían al enfermo algunas semanas, como mucho algunos meses, de tregua. Ni Balduino ni yo estábamos dispuestos a pagar ese precio.
– ¡Ah! -dijo Morgennes-. De modo que así ha sobrevivido Masada…
– Sí. Las cenobitas más ancianas conocen secretos que se cuentan entre los mejor guardados del mundo. Ellas saben… Pero hablaremos de ellas un poco más tarde. Vayamos a reunimos con vuestros amigos.
Morgennes y el arzobispo se dirigieron, pues, a la vivienda de Guillermo, que vivía en una gruta pequeña no lejos de la cima del oasis. En su terraza, una palmera curvó la copa para acogerlos, con los tallos cargados de pesados racimos de dátiles blancos que colgaban como paquetes de huevos.
Guillermo dispuso que les sirvieran una comida al modo de las cenobitas. Los invitó a tenderse en un diván, y luego les presentaron, sobre una mesa baja, una bandeja que contenía carne de gacela, cuyos cuernos decoraban el plato, servida con arroz del reino del preste Juan. Comieron a la luz de las estrellas, con los dedos, y luego se lavaron las manos en jofainas de agua de rosas antes de atacar el siguiente manjar: un puré de dátiles blancos acompañado de queso fresco. Los monos se volvían locos por aquel plato, y a menudo uno o varios juntos venían a reclamar su parte a los invitados, tirándoles de la manga o de los calzones.