– Qué desgracia que fuéramos traicionados -dijo Morgennes a Guillermo-.Yo, por Masada, y vos por no se sabe quién… La suerte del reino de Jerusalén hubiera cambiado. Pero Dios no quiso que fuera así. Probablemente no lo merecíamos…
– Dejad a Dios y a los merecimientos fuera de este asunto -dijo Guillermo dando un dátil a un mono-. Nosotros no teníamos, en Europa, el apoyo de los reyes ni el de Roma. De los reyes, porque estaban demasiado ocupados en pelear entre ellos; de Roma, porque Balduino IV era leproso, y para los papas eso era un signo de que no era amado por Dios. Seguramente sabéis que yo mismo fui a defender, en vano, la causa de los leprosos en 1179, con ocasión del tercer concilio ecuménico de Letrán. Digo en vano porque los leprosos le van bien a la Iglesia: nadie como ellos toca a llamada a los fieles. Con su carraca empujan a más gente a los confesionarios de la que las campanas nunca podrán atraer. En cuanto a Balduino, en realidad si no era apreciado por Roma (y estoy seguro de que sí era amado por Dios, pues si no, no hubiera salido vencedor en la batalla de Montgisard), no era a causa de su lepra, no, ¡sino a causa del amor que le profesaba su pueblo! ¡Un pueblo adorando a su rey! ¡Aquello no se había visto en Occidente desde los tiempos del rey Arturo! Había que destronarlo y devolver a Jerusalén al seno de Roma. Igualmente, en Oriente, el Temple y el patriarca nunca nos han perdonado, a Balduino IV, a Raimundo de Trípoli y a mí mismo, que intentáramos tejer lazos de confraternidad con los mahometanos. Taqi es testimonio de ello. Sin embargo, el entendimiento era posible. Al menos era necesario. ¡Pobre Balduino! A su muerte, partí a defender la causa de una nueva expedición a Tierra Santa, pero no pude llegar a los oídos de los reyes: ¡me asesinaron antes!
Al oír estas palabras, todos se estremecieron, y súbitamente encontraron un regusto amargo al pastel de carne de gacela que acababan de tragar.
– Sí -continuó Guillermo-. Esa es la triste verdad. Después de mi asesinato, mi cuerpo quedó sumergido en un profundo letargo. Si hoy os hablo es porque una decocción de hierbas, que constituye un secreto de las cenobitas, añadida a cada una de mis comidas, me permite vivir en el estado en que la muerte me encontró. Sin la ayuda del monje que me acompañaba, y que me trajo hasta aquí, habría sido pasto de los gusanos… ¡Y, vista la dosis de veneno que tenía en la sangre, pienso que no les hubiera ido mucho mejor que a mí! De modo que no hablemos de merecimientos, no hablemos de Dios. La paz era posible, creo, si hubieran dejado a Dios tranquilo…
Morgennes observó a Guillermo, que tosió suavemente y se secó las comisuras de los labios con una servilleta de paño blanco.
– Bien -concluyó Guillermo-, después de esta conversación tan elevada, os propongo que tomemos un delicioso licor de dátiles, una especialidad del lugar, o que roamos una raíz de palmera, lo que resulta de lo más apaciguador, creedme…
Guillermo se levantó, entregó a los hombres un poco de jabón para que se limpiaran el bigote y pasó a una pequeña sala contigua, donde había lo necesario para preparar una comida. Morgennes, que lo había seguido, le preguntó:
– ¿Vivís solo?
– ¿Solo? -dijo Guillermo-. Si puede llamarse vivir solo a vivir en medio de bellas mujeres, de monjes y de Dios, sí, en ese caso vivo solo. Pero no tengo motivos para quejarme.
– ¿Cómo vinisteis a parar aquí?
– Os lo he dicho. Yemba, el monje que me acompañaba en mi periplo a Roma, me trajo hasta aquí. Hacía ya algunos años que estábamos secretamente en contacto con una importante comunidad de monjes agustinos, fundada en 1099 por un antiguo guardián del Santo Sepulcro. Este guardián, cuyo nombre no ha conservado la historia, había confesado bajo tortura dónde había escondido la Vera Cruz en la toma de Jerusalén por los primeros cruzados. Liberado, caminó mucho tiempo por el desierto para expiar su falta y acabó, gracias a la providencia, por llegar aquí. Finalmente, en 1169, cuando Saladino hizo ejecutar a todos sus esclavos negros, después de una rebelión, algunos vinieron también a refugiarse a este lugar. Pudieron quedarse a cambio de la promesa de hacerse monjes y de no volver a tocar un arma. Promesa que han mantenido. Desde entonces viven en paz con las amazonas y trabajan cultivando los árboles y las plantas o en la mina.
– ¿Son importantes las minas?
– Más de lo que creéis -respondió Guillermo con una leve sonrisa-. Pronto os diré por qué. Mientras tanto alegrémonos de estar juntos y de poder hablarnos.
– ¡Y decir que para mí estabais muerto!
– En cierto modo lo estoy. Igual que vos lo estabais para mí.
Los dos hombres entrechocaron sus vasos, bebieron cada uno a la salud del otro y brindaron:
– ¡Por la vida!
Luego volvieron a la terraza, donde Simón y Taqi discutían, mientras Casiopea hacía de árbitro y Yahyah jugaba con Babucha.
Una joven con un vestido largo llegó súbitamente, hincó la rodilla ante el arzobispo y anunció:
– Su majestad os reclama.
– ¿Ahora? -preguntó Guillermo, un poco sorprendido.
– ¡Inmediatamente! -confirmó la enviada de Zenobia, que al instante se levantó y los invitó a que la siguieran.
Mientras caminaban tras ella, Guillermo preguntó:
– ¿Se puede saber por qué?
– La Emparedada ha hablado -empezó la reina en tono grave.
Zenobia se había levantado de su trono de oro y marfil y se había adelantado hacia ellos con una ligereza sorprendente para una mujer que parecía haber superado hacía tiempo los cien años.
Pero Morgennes ya había oído decir que las amazonas conservaban durante toda su vida la apariencia de una muchacha de dieciséis años. En lo relativo a sus senos-se contaba que, para tirar mejor con el arco, se cortaban el derecho en cuanto les empezaban a crecer-, Morgennes apreció una ausencia casi total más que un pecho deformado. Sin duda se fajaban con cintas que mantenían sus senos estrechamente comprimidos.
Zenobia se encontraba rodeada de su guardia personal, una docena de cenobitas con armadura de bronce, casco con cabeza de hiena en la cabeza y lanza de un tipo nuevo, equipada con un hierro en cada extremo. Sus ojos maquillados con kohl miraban fijamente al frente, sin pestañear.
– ¿Qué ha dicho la Emparedada, majestad? -preguntó humildemente Guillermo.
– Que el día en que el asno, el caballo, el pájaro, el perro y el muerto vengan, los elefantes seguirán, y con ellos el fin de este reino. Sin duda ya es demasiado tarde, pero exijo que vuestros amigos se vayan. ¡Que salgan de aquí! En cuanto a nosotras, no queremos seguir teniendo tratos con Masada, no importa lo que nos ofrezca a cambio de nuestros remedios. Que coja su espada y su cabeza parlante y se largue también. ¡Si no, os haré ejecutar a todos!