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La reina fue a sentarse de nuevo en su trono, recogiéndose los pliegues de su grueso manto de plumas de loro.

– Majestad -prosiguió Guillermo-, ¿puedo encargar una misión a nuestros amigos?

– ¿Cuál?

– Poner a resguardo los más preciosos de nuestros escritos. Vos sabéis cuan antiguos son, y sería una lástima que se destruyeran. Mis amigos son guerreros valerosos, yo respondo de su honor…

– Hacedlo. Pero que se marchen esta misma noche.

– Majestad…

El arzobispo abandonó la sala del trono caminando hacia atrás para no dar la espalda a la reina. Cuando sus otros cinco compañeros se disponían a hacer lo mismo, Zenobia exclamó de pronto mirando a Morgennes:

– ¡Un momento!

Morgennes se detuvo.

– ¡Acércate!

Morgennes dio un paso hacia Zenobia, sin atreverse a levantar los ojos más arriba de la pierna de la reina. La piel de sus pequeños pies, calzados con sandalias, era sorprendentemente lisa y brillante. «¿Cuántos niños -pensó Morgennes reprimiendo un escalofrío- se habrán necesitado para obtener este resultado?»

– Vamos -añadió la reina, a quien le parecía que no iba lo bastante deprisa.

– Perdonadme, majestad, no conozco bien vuestras costumbres…

– Dame el medallón -ordenó Zenobia en tono brusco.

Morgennes tuvo un momento de duda, que la reina percibió y -en contra de lo que había esperado- pareció apreciar.

– ¿Tanto te importa esta joya? -inquirió Zenobia.

– Me es más preciosa que…

Pero no encontró una comparación que permitiera explicar el valor que la alhaja tenía para él.

– Es una larga historia, majestad. Temo que nos falte tiempo.

– Cuéntamela. Te interrumpiré…

Morgennes le narró, pues, sus aventuras, empezando por Hattin y explicando luego cómo Femia le había salvado la vida al dar -a su pesar- sus joyas para comprarlo, en Damasco.

– «Di a mis hermanas que lamento haberlas dejado», fueron sus últimas palabras -murmuró Morgennes-. Entonces no comprendí a quién iban dirigidas esas palabras. Ahora lo sé…

– Femia era la más bella de nuestras hermanas -dijo la reina-. Abandonó nuestra morada para irse a la aventura con ese Masada del que inexplicablemente se había prendado. Sin embargo, Femia lo había prevenido, y lo que ella temía más que a nada sucedió: lejos de este oasis su belleza se esfumó, y con ella el amor de su marido. A medida que la atrapaban los años, que las hierbas de que se alimentaba aquí mantenían antes apartados de ella, Masada se alejaba de Femia, lo que la hundió en. una infelicidad aún mayor.

– Hubiera podido volver -dijo Morgennes.

– ¿Para agravar su sufrimiento? Pero, claro, tú no puedes saber lo que es haber sido la más hermosa de una comunidad y volver a ella siendo la más fea… No, Femia nos había abandonado por amor, y ese amor la perdió, como nos pierde hoy…

– Lo siento muchísimo -murmuró Morgennes.

– Tú no tienes la culpa de nada. Pero quiero que sepas lo que representa este medallón. Es la belleza ajada de Femia, es su vida perdida, su amor imposible, su maldición. Nuestra pérdida.

Morgennes colocó la mano sobre su medallón.

– ¿Lo queréis?

– Sí.

Morgennes se sacó el collar con delicadeza y lo depositó con reverencia en la mano de la reina; una palma perfecta, lisa como un huevo, suave como la piel de un bebé. En cierto modo, Femia había vuelto a casa.

– Llévalo a su hermana -ordenó Zenobia a una de sus guardias, que se inclinó, cogió el collar y salió enseguida.

– Ahora -prosiguió la reina- ve a reunirte con Guillermo. Te espera. Mantén, de momento, una absoluta reserva sobre lo que vas a ver. Hemos preservado el secreto durante más de cinco siglos. Un día, sin duda, querrás transmitirlo. Elige bien a quién se lo confías. ¡Que Dios te guarde! -concluyó la reina.

– Que Dios os guarde también -murmuró Morgennes.

Y abandonó la sala del palacio semisubterráneo, cuyas columnas y estilo evocaban una época aún más remota que la Grecia antigua.

La noche era suave, tibia, cuajada de olores deliciosos que perfumaban la atmósfera y daban al oasis aires olímpicos. La naturaleza y la ciudad se mezclaban en él en un tierno abrazo. Los árboles y las piedras se enlazaban estrechamente; la tierra y el agua hacían lo propio, uniendo sus fronteras en piscinas en cuyo fondo se veían pinturas antiguas, viejos mosaicos. A menudo, la entrada de una gruta estaba oculta por un árbol cuyas raíces servían de escalera. En otro lugar, los nenúfares formaban, en una depresión, un estanque ornamental donde retozaban los flamencos blancos, con delicadas cerámicas que servían de abrevadero. Aquí y allá brincaban algunas gacelas montadas por niñas. Los animales levantaban con sus pezuñas finas estrellas de agua, cometas de arena. Una gata, bajo una palmera, limpiaba a lametones a sus pequeños.

– ¡Qué lugar! -exclamó Morgennes-. ¡Se diría que estamos dentro de una fábula! Todo es tan maravilloso aquí…

– Es bien, cierto eso que dices -replicó Guillermo-. La leyenda afirma, de hecho, que la forma tan particular de este oasis se debe a que fue en otro tiempo el jardín del Edén. La mano de Dios, al colocar a Adán en la tierra, habría marcado para siempre el desierto… Así, en sus contornos crecieron árboles, y un manantial surgió en su centro, todo en un instante… El fruto del árbol del Conocimiento sería, pues, uno de estos sabrosos dátiles blancos con que nos hemos deleitado hace un momento…

Una antorcha colocada en una hornacina les proporcionó la poca luz que necesitaban.

Mientras caminaban, pasando entre muros por donde se extendían plantas trepadoras, Morgennes preguntó:

– ¿Por qué os quedáis aquí? Podríais volver a Tiro, que sigue estando en manos cristianas…

– ¿Por cuánto tiempo? -objetó Guillermo-.Y, de todos modos, esa cuestión no se plantea, ya que tengo necesidad de absorber cada día esa mezcla de hierbas que solo las cenobitas saben elaborar. Sin ellas moriría. Por otra parte, prefiero considerarme como muerto, pues lo cierto es que desde que estoy aquí no he envejecido ni un día. Además, los vivos se han acostumbrado a mi desaparición. Ni siquiera los que me aman comprenderían mi retorno. Ni siquiera Josías…

– Estoy seguro de que constituiría para él la mayor de las alegrías -respondió Morgennes-.Y Raimundo de Trípoli…

– Raimundo de Trípoli también es viejo. El reino de Jerusalén era hasta tal punto su propia carne, tanta fe tenía en él, que no sobrevivirá a su caída. En cuanto a Josías, no. Yo sería un estorbo. Él es joven. Que haga su vida, y que triunfe allí donde yo fracasé.