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– ¿De qué estáis hablando? -preguntó Morgennes.

– De mi gran obra.

– ¿Vuestra Historia rerum in partibus transmarinis gestarum? Pero si la habéis acabado…

– No, yo hablo de impulsar a los reyes de Francia y de Inglaterra a tomar la cruz.

Guillermo inspiró profundamente y se apoyó en Morgennes para ayudarse a continuar, como si volver a hablar de aquellos acontecimientos fuera penoso hasta el punto de debilitarlo.

– Verdaderamente -prosiguió-, no sé si el fin es o no para mañana, pero me parece que cada día hay que considerarlo próximo. Lo que clamaba Pedro el Ermitaño era cierto: «El fin está próximo»; pero en cierto modo lo sabemos. Aunque no se trata forzosamente del fin del mundo, sino del nuestro en particular. Y, después de todo, ¿qué diferencia hay para el que muere?

– Una cosa es morir, y otra es morir sabiendo que nadie nos sobrevive…

– ¿Nadie? Eso no es lo mismo que nada. En fin, dejemos a otros el trabajo de debatirlo… Sea como fuere, yo no voy a moverme. Me bastará con saber que pondréis a resguardo lo que os confiaré.

– ¿De qué se trata?

– Paciencia, Morgennes, paciencia…

Guillermo y Morgennes se dirigieron hacia un gigantesco edificio con columnatas que tenía todo el aspecto de un templo griego. La edificación se levantaba en el otro extremo de la hendidura, tallada en el acantilado, bajo una fronda de bejucos. Una ligera llovizna la envolvía, proveniente de una cascada que dos enormes manos de piedra apartaban por encima de la construcción.

– El corazón del oasis -anunció orgullosamente Guillermo-.Venid…

Ascendieron por una escalera que conducía a un propileo titánico, ceñido por varias cúpulas que sobresalían a medias del acantilado. Al escalar los altos peldaños, Morgennes tuvo la impresión de que los habían construido para unos pies que no eran humanos, hasta tal punto era extenuante la ascensión. Finalmente, después de una hilera de finos pilares de mármol blanco, llegaron a una puerta inmensa, que Guillermo golpeó vigorosamente con la aldaba. Casi al instante, uno de los batientes se abrió con un ruido de succión sobre un profundo túnel en forma de nave.

Un africano, que medía casi dos varas de alto y parecía tan fuerte como un buey, se sacó una raíz de palmera de la boca y les dirigió una cálida sonrisa.

– ¡Yemba! -saludó Guillermo-. Justamente quería verte. Este es Morgennes, el caballero de quien tanto te he hablado…

– ¡Messire Morgennes! -exclamó Yemba-. ¿De modo que sois vos el caballero que siempre tiene prisa en llegar a donde debe ir, nunca está en el lugar donde se encuentra y casi no descansa?

Morgennes sonrió un poco incómodo, sin saber qué responder a aquella extraña descripción.

– Soy yo -acabó por conceder Morgennes-. ¿Quién ha trazado este retrato de mi persona? ¿Guillermo?

– ¡Ja, ja, ja! -rió sorprendentemente el monje-. No, de ningún modo, es vuestro «amigo» Rufino. ¡A decir verdad, no os tiene en graaaan estima!

– ¡Rufino! Pero ¿qué hace él aquí? -se sorprendió Morgennes.

– ¿Cómo? ¿No lo sabéis? ¿No os han explicado nada? Lo trajo Masada. La verdad, tengo que reconocer que, junto con Crucífera, es la más bella de las reliquias que nunca haya ofrecido como pago por nuestros cuidados… Al principio Rufino no me hablaba mucho; luego, cuando descubrió que yo había conocido bien a su padre, Heraclio el crápula, empezó a soltar la lengua. Y después ya no había forma de detenerlo. Está maldito, ¿sabéis? Por vuestra culpa, me ha dicho…

– Me gustaría entrevistarme con él.

– ¡Proooonto! ¡Muy proooonto!

De nuevo estalló en carcajadas, y con un gesto amplio invitó a Guillermo y a Morgennes a que entraran en una profunda galería con aires de catedral. En cada pilar brillaban velas colocadas ante un espejo que reflejaba la luz multiplicándola. Era un lugar tan fantástico que Morgennes se preguntó qué clase de Dios se adoraba allí.

– ¿Adonde queréis ir? -preguntó Yemba.

– Para empezar -respondió Guillermo-, me gustaría llevarlo al árbol. Luego iremos a la mina. Que sus amigos se nos unan allí. Saldrán por el pasaje secreto.

– Comprendido -dijo el monje-.Voy a avisar a las cenobitas para que vayan a buscar a vuestros amigos…

Dicho esto, Yemba se puso a masticar de nuevo su raíz y desapareció detrás de una cortina; Guillermo y Morgennes aún oyeron resonar su risa durante un rato.

El arzobispo prosiguió su camino. El túnel parecía prolongarse mucho más allá de los muros del templo tal como se veían desde el exterior, hundiéndose bajo la superficie del desierto. Se cruzaron con otros monjes de piel oscura, que iban a rezar mascullando entre dientes. A Morgennes le parecieron siniestros. Con su ropa oscura parecían fetiches. Uno de ellos, que llevaba un cántaro y un pan, les pasó tan cerca que Morgennes creyó ver a un demonio.

– Le lleva la comida -explicó Guillermo.

– ¿A quién?

– A la Emparedada…

– ¿Quién es?

– Es la mayor y la más respetada de las mujeres del oasis. Su piel está tan arrugada que se niega a salir de su habitación. Además, ha pedido que la encierren en ella. Le dan de comer por una abertura practicada en el muro que han levantado ante su puerta y por ella recuperan el cubo de sus humores. A veces, de forma completamente imprevisible, emite un oráculo…

– Como el del asno, el caballo, el pájaro y el perro…

– Exactamente -asintió Guillermo.

– Pero no comprendo: si el asno y el caballo son Masada y Taqi, y el pájaro y el perro, Casiopea y Yahyah, ¿quién es el muerto?

– ¿Vos, tal vez? -sugirió Guillermo.

– Eso es lo que temo.

– También podría hacer referencia a Simón o a Rufino, cualquiera sabe… En cualquier caso, se trata solo de un símbolo. El muerto, de todos modos, es probablemente Cristo, representado por la Vera Cruz. Y vos no sois Cristo, como Masada no es un asno, Taqi un caballo, Casiopea un pájaro ni Yahyah un perro…

Morgennes sonrió. Habían llegado a una puerta tan alta que desaparecía en la bóveda del corredor.

– Ya estamos -anunció Guillermo,

Con una mano empujó el batiente derecho, que no tenía picaporte ni pomo.

– Después de vos.

Era una sala inmensa, iluminada por centenares de cirios que ardían en grandes candelabros de oro. La cúpula que coronaba la estructura tenía una única abertura, por donde entraba un rayo de luna y un fino hilillo de agua. Los muros estaban cubiertos de mosaicos medio comidos por la hiedra. Lo más sorprendente eran los tres largos cables metálicos que bajaban del techo y retenían por la base y por cada uno de los extremos de su patibulum una gran cruz de madera. La cruz colgaba por encima de ellos, casi horizontalmente, a la manera de un hombre que se lanza al vacío.