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Morgennes se quedó estupefacto.

Aquella cruz se parecía punto por punto a la que ellos habían recuperado en Hattin, a no ser porque estaba entera, patibulum y poste incluidos.

Una luz extraña emanaba de los maderos, parecida a la de las aureolas que los pintores colocan a veces por encima o en torno a la cabeza de los santos que representan. Finalmente, una calma extraordinaria reinaba en el lugar. No había duda, era la Vera Cruz.

Morgennes cayó de rodillas y se echó a llorar. Guillermo le puso la mano en el hombro.

– Yo sentí lo mismo la primera vez que la vi…

– ¿De verdad es ella?

– Para ser sincero -repuso Guillermo con un suspiro-, no podría decirlo. Pero me gusta pensar que sí… Mirad…

Con su antorcha, se dirigió hacia el muro situado a la izquierda de la entrada e iluminó un primer mosaico. Se veía, representado de forma primitiva, a Cristo llevando su cruz, ayudado por Simón de Cirene. La escena siguiente lo mostraba crucificado. En otra aparecía representado sobre la piedra de la unción, poco después del descendimiento de la cruz, y así sucesivamente. A lo largo de todo el muro las escenas se sucedían, explicando la historia de la Vera Cruz tal como se conocía en la época en que la Santa Cruz había sido llevada allí.

– Aquí estamos en el corazón de lo que en otro tiempo fue la residencia privada de la reina Meyem, o María, esposa de Cosroes, el poderoso rey de los persas, y ferviente cristiana.

Morgennes admiró los detalles de los mosaicos, que en la última parte ilustraban cómo la reina María había convencido a Cosroes y a su general en jefe Chahrbaraz de que atacaran Jerusalén para coger la Vera Cruz y las otras reliquias.

Se veía, cosa sorprendente, al militar torturando a un eclesiástico -el patriarca Sofronio, sin duda- para hacerle decir dónde había ocultado la Vera Cruz y los instrumentos de la Pa sión. Pero lo más extraordinario de todo eran los tres últimos mosaicos, que explicaban en tonos brillantes cómo Chahrbaraz, después de haber abandonado el servicio de la reina María, había sido reemplazado en su corazón por ese mismo patriarca Sofronio que había padecido el martirio. Este había aconsejado a la soberana que hiciera fabricar una réplica de la Vera Cruz de la misma madera que la del árbol a partir del cual había sido tallada en la época de la Crucifixión: «A fin de que la Vera Cruz permanezca para siempre oculta y nadie tenga la idea de partir en su busca».

La penúltima escena mostraba, pues, al emperador Heraclio recibiendo una «falsa» Vera Cruz, y la última a Sofronio y a María pasando días felices en el santuario que la reina había hecho habilitar en un lugar apartado de todos, el oasis de la Mano, a resguardo de los hombres.

– Zenobia es la descendiente directa de la reina María -prosiguió Guillermo-.Y durante mucho tiempo he pensado que la Emparedada no era sino la propia María, aunque la verdad es que no tengo la certeza de que sea así.

– ¿Cómo podemos estar seguros de que es realmente la Vera Cruz?

– Temo que eso no sea posible. Por otra parte, es algo secundario. Venid a ver…

Morgennes se preguntaba qué podría mostrarle ahora Guillermo, qué increíbles misterios le serían revelados aún.

El antiguo arzobispo de Tiro se dirigió a una pequeña puerta de madera situada en el cuarto superior izquierdo de la sala, entre dos mosaicos donde, en uno, santa Elena descubría la Vera Cruz en la cima del monte Calvario y, en el otro, Constantino daba la orden de construir allí el Santo Sepulcro.

La puerta giró sobre unos goznes que tenían varios siglos con un ligero chirrido debido a la humedad: la madera se había hinchado. La pequeña habitación en la que se disponían a entrar estaba bañada en vapores que escaparon con un ruido agudo a la primera sala. La antorcha que sostenía Guillermo chisporroteó, pero no llegó a apagarse. Simplemente, una bruma densa ahogó su luz, confiriéndole un aspecto irreal.

Morgennes entró y enseguida se vio rodeado de humedad. Finas gotas de agua resbalaron sobre su cota de malla, haciendo más pesadas las partes de cuero y de algodón picado.

Una forma vaga se destacaba en medio de la habitación, cuyos muros y techo se perdían en una niebla oscura. Era un árbol, un sicomoro, inmenso, grueso, que parecía dolorosamente lastimado. Sus ramas tropezaban contra las paredes y el techo, abriendo en algunos lugares fisuras donde sus extremos desaparecían. Su edad, su peso, hacían que se inclinara hacia el suelo, cubierto de hojas. El sicomoro tenía algo de Atlas, el titán condenado por Zeus a cargar el cielo.

– El árbol del que se hizo la Vera Cruz -declaró Guillermo.

El antiguo arzobispo pasó la mano por las formas del viejo árbol, mostrando dónde había sido tallado y de qué forma había cicatrizado. El molde de una cruz aparecía vaciado en el tronco y las ramas, formando en ellos una herida profunda de la que supuraba un hilillo de savia. Con el tiempo la llaga se había agrandado en lugar de obstruirse, como una mano que se abre en lugar de cerrarse.

– ¿Habéis oído hablar de los agotes? -preguntó Guillermo, con la palma pegajosa por la sangre del árbol.

– No, creo que no…

– Son los descendientes de los judíos que hicieron la Vera Cruz. Carpinteros, como José. Pero este fue bendecido por Dios, mientras que ellos están malditos…

– ¿Por haber montado la Vera Cruz?

– Sí, y no haber utilizado este árbol más que para una sola cruz, sin que se sepa muy bien por qué. Se dice que creció a partir de una de las ramas del árbol del Conocimiento. Que el rey Salomón hizo un puente con él, y que la reina de Saba, tras haber tenido una visión de la Pasión de Cristo, vino a adorarlo varios siglos antes de su nacimiento… Originalmente la cruz estaba destinada a Barrabás. Algunos dicen que su corteza había sido tratada de forma especial, y que la madera recibió la propiedad de devolver a la vida a los que se tendían sobre ella… ¿Tal vez los agotes fueron magos poderosos, partidarios de Barrabás en lucha contra los romanos? Esta estratagema hubiera tenido entonces como objetivo salvar a Barrabás de la crucifixión, pero Barrabás no fue crucificado. En su lugar crucificaron a Jesús, que por eso se benefició de las propiedades mágicas del árbol… Si es que fue él el crucificado; pues todavía hoy muchos creen que tampoco Cristo fue clavado en la cruz, sino que fue Judas, o Simón de Cirene, una apariencia de Cristo, o el propio Barrabás… Los elcesianos, por ejemplo, afirman que fue un Cristo terrenal el clavado en la cruz, pero que el verdadero Cristo, el Cristo celestial, fue llamado al cielo por su Padre. Los merintianos, en el siglo I de nuestra era, pensaban más o menos lo mismo. La historia está llena de interpretaciones de todo tipo.