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– Y vos ¿qué creéis?

– Creo que todo esto no tiene demasiada importancia. Que fuera Simón de Cirene, Barrabás, Judas, una apariencia de Mesías o alguna otra cosa, permitiría explicar de forma racional la Resu rrección. Pero fundamentalmente esto no cambia nada en el mensaje de Cristo, incluso aunque él no hubiera existido. Esto no disminuye en nada su valor. Por mi parte, he encontrado aquí escritos que hablan de hechos igualmente extraordinarios. Os los mostraré enseguida, cuando vayamos a la mina. En fin, la Vera Cruz, la que buscabais, está en la habitación de al lado, y el árbol de donde surgió está aquí…

– Así, ¿este árbol tendría hoy más de mil años? ¿Cómo puede creerse algo así?

– Este árbol es como el Fénix, o Prometeo. Renace de su cepa… Pero no es el único. Existe, por ejemplo, en Atenas, un olivo cuyo origen se remonta a la fundación de la ciudad y que sigue pareciendo joven. En otro terreno, algunas mujeres, aquí, tienen más de un centenar de años y siguen aparentando dieciséis. Zenobia tiene más de doscientos años y la Emparedada conoció a Mahoma. El mundo rebosa de maravillas.

– Pero… -dijo Morgennes-, ¿cómo explicar entonces los milagros de la Vera Cruz, la que siempre hemos conocido? Se han contado tantas cosas…

– Yo mismo fui testigo de ello -confirmó Guillermo-. Es cierto. Es posible que en ese momento, debido a que todos creían en ella y oraban a Cristo con toda su alma, la Vera Cruz estuviera efectivamente en medio de ellos… De hecho, poco importa la reliquia, con tal de que se tenga fe.

Morgennes no sabía qué pensar.

¿Cuántas «Veras Cruces» debía de haber?

– ¿Sabéis? -prosiguió Guillermo-. Las reliquias que reciben el nombre de «Vera Cruz» son ya incontables. Desde el principio, santa Elena sacó cuatro fragmentos para llevarlos a Roma, y lanzó uno al mar para calmar la tempestad donde se encontraba atrapado su navío. Luego parece que la Vera Cruz se multiplicó según la necesidad que los pueblos tenían de ella. Se dice que Carlomagno tenía una, con la que lo enterraron. El emperador Otón III hizo abrir la tumba de Carlomagno para cogerla. Recientemente los templarios recibieron un fragmento de la Vera Cruz como prenda de un préstamo. Enrique el Liberal dio un pedazo a la capilla de Saint-Laurent de Provins. ¿Qué creer entonces? Si se juntaran todos los fragmentos de Vera Cruz que se encuentran en todas las Sancta Crux del mundo, habría con qué crucificar a mil Cristos. Pero son estos últimos los que cuentan. Y, por otra parte, ¿donde se los podría encontrar?

Aquella observación dejó pensativo a Morgennes.

– Pero, entonces, ¿desde el principio he ido en busca de un objeto que no existe?

– Existe -afirmó Guillermo- porque vos creísteis en él. Eso es lo que cuenta. El resto, bah, ¿quién puede saberlo? Tal vez seáis vos quien tiene razón… Y yo esté equivocado. Tal vez ambos estemos en lo cierto. ¿Quién sabe?

– ¿Dónde está la verdad? Tengo necesidad de saber.

– ¿Y a quién le preocupa?

– A mí. Lo prometí. Me lo prometí, y me comprometí a ello con mi orden.

– Pero, de hecho, habéis tenido éxito. Habéis recuperado la Vera Cruz, ¿no? La que Roma pide…

– La Vera Cruz está aquí.

– Tal vez. Pero Roma no querrá saber nada de esta.

– Habrá que convencerlos.

– No lo conseguiréis.

– Lo conseguiré.

– Es imposible. Demasiado complicado, demasiado incierto.

– ¡Señor! -exclamó Morgennes-. ¿Por qué vine a este lugar?

– A causa de vuestra espada, ¿no?

– Sí, desde luego, pero ¿por qué aquí?

– ¡Dios lo ha querido!

En ese momento alguien golpeó con tanta fuerza la puerta del arboretum que esta se abrió de golpe. Yemba, sin aliento, con una bolsa a la espalda, un bastón en la mano y la cara cubierta de sudor, anunció:

– ¡Ya llegan! ¡Ya llegan!

– ¿Quiénes? -preguntó Guillermo.

– ¡Los elefantes!

22

Así aparecieron en mi visión los caballos y sus jinetes: estos llevaban corazas de fuego, de jacinto y de azufre, y las cabezas de los caballos eran como de leones, y sus bocas escupían fuego, humo y azufre.

Apocalipsis, IX, 17

Al someter lo que él tomaba por la Vera Cruz al examen atento de Heraclio y de su hijo Bernardo -el obispo de Lydda-, Reinaldo de Chátillon no había esperado oír un comentario como aquel.

– ¡No es esta, habéis fracasado! -vociferó Heraclio, el patriarca de Jerusalén.

Reinaldo, que estaba sentado en una silla de ruedas, estalló en cólera. Pidió explicaciones, clamó que «esto no era posible», que «lo sabía», ¡que «lo había sentido»! ¡Que tenía que ser ella porque él la había cogido!

– Lo siento -bufó Heraclio-, pero mi hijo y yo estamos seguros de lo que decimos. La madera de esta cruz es demasiado buena, demasiado nueva, demasiado limpia. Parece una plancha de ataúd. ¡Dicho de otro modo, no nos sirve de nada!

Con un gesto brusco, el patriarca de Jerusalén cogió la madera despojada de su vaina de oro y perlas y la lanzó al fuego. Luego salió con pasos pesados de la habitación de alquimia que ocupaba en lo alto de la torre de David, donde ondeaba una bandera negra adornada con una calavera. Bernardo de Lydda lo siguió, después de haber dirigido una mirada contrita a Reinaldo.

Cuando se hubo quedado solo con Wash el-Rafid y Gerardo de Ridefort, el Lobo de Kerak les dijo que se ocuparía personalmente de los responsables de aquella bribonada.

– ¡Se han reído de mí! ¡Yo también me reiré al verlos aullar en la hoguera! ¡En cuanto a Morgennes, hubiera debido ocuparme de él yo mismo, en lugar de confiar su suerte a ese joven imbécil de Simón!

– Poco importa la reliquia -dijo Wash el-Rafid sacando del fuego el trozo de madera que empezaba a consumirse- con tal de que Su Santidad crea en ella.

Y lanzó el contenido de una copa de vino al trozo de madera medio calcinado para apagar las brasas.

– ¡La sangre de Cristo! -exclamó en el momento en que la cruz se aureolaba de humo-. Ahora volvamos a colocarla en su vestido de oro y perlas.

– ¿Y eso por qué? -preguntó Ridefort.

– Porque es la Vera Cruz.