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Chátillon y Ridefort lo miraron, sorprendidos, estupefactos. Y luego Chátillon estalló en una carcajada.

– ¡Es ella, en efecto!

Cogiendo de manos de Wash el-Rafid la plancha carbonizada, Reinaldo de Chátillon la introdujo en el relicario. Parecía más verdadera que al desnudo.

– ¡Aleluya! -se extasió Chátillon.

– Creía que necesitábamos esta funda de oro para pagar a los maraykhát -se quejó Ridefort.

– El Viejo de la Montaña sabrá motivarlos -dijo Wash el-Rafid, con la mirada perdida en el vacío.

Chátillon hizo rodar su silla hasta Ridefort.

– Que tus hombres envíen esta cruz a Roma. ¡Aunque de la Vera Cruz solo tenga la apariencia, desafío a Urbano III a que reconozca algo que no ha visto nunca!

De nuevo hizo girar su silla y se acercó a Wash el-Rafid, que declaró:

– Si Morgennes y Taqi ad-Din todavía están vivos, los traeré aquí atados de pies y manos. En cuanto a la Vera Cruz, aún no he dicho mi última palabra…

Sentándose en la mesa de alquimia, junto a un alambique borboteante, Wash el-Rafid añadió:

– Hay que encontrar a Masada. Seguramente ese gusano sabrá lo que les ha ocurrido a Morgennes y a la Vera Cruz.

– De hecho -tronó Chátillon-, nunca hubiéramos debido dejar marchar a ese gusano…

– ¿Cómo haremos para saber dónde está? -preguntó Ridefort.

– Puedo preguntar a mi informador entre los hospitalarios -propuso Chátillon.

Pero Wash el-Rafid conocía medios mucho más seguros para saber si Morgennes, Taqi ad-Din y Casiopea todavía estaban con vida y enterarse de dónde se escondía Masada.

– ¡Solo hay que interrogar a los yinn!

Normalmente a Wash el-Rafid no le gustaba implicar a Sohrawardi, porque suponía exponerse a grandes peligros y poner en peligro la vida de los magos chiíes de El Cairo. Además, Chátillon, que debía a las teriacas del nigromante el haber sobrevivido a su crucifixión, se resistía a recurrir a sus poderes, temiendo aumentar su deuda hacia él. Pero esta vez lo que estaba en juego era demasiado importante.

– ¡Dile que se ponga al trabajo, no hay tiempo que perder! -rugió Chátillon.

Gracias a hombres infiltrados en las filas del ejército de Saladino -y especialmente gracias a los dos mamelucos encargados de vigilar al mago-,Wash el-Rafid obtuvo con mucha rapidez las informaciones deseadas.

Sohrawardi tragó hipérico, seseli y veneno de crótalo; se cortó las venas de la muñeca, hizo manar su sangre en un lebrillo de cobre donde flotaban en su placenta las entrañas de un feto y consultó a los yinn.

Normalmente los yinn, furiosos por haber sido invocados por los hombres, se divertían proporcionándoles respuestas alambicadas, informaciones que había que interpretar, con el riesgo de error que eso comportaba. Pero, por una vez, la respuesta fue sorprendentemente límpida.

– ¡En el oasis de las Cenobitas!

Rawdán ibn Sultán estaba exultante. El jeque de los maraykhát y sus hombres recorrían la región desde hacía varias lunas, en busca de pueblos y de refugiados que saquear, cuando supieron que Rachideddin Sinan quería mostrarles su agradecimiento.

En Masyaf, en su poderosa fortaleza del Yebel Ansariya, el jefe de los asesinos de Siria donó a Rawdán ibn Sultán diez elefantes, y también una cría que había seguido a su madre desde el valle del Panjab y de la que no habían conseguido deshacerse.

– Casiopea los valía de sobra -dijo Sinan a Rawdán ibn Sultán, antes de añadir, lamentando casi haber tenido que entregarla a los templarios blancos-: Espero que te ocuparás tan bien de ellos como yo de ella…

El jeque de los maraykhát, que se había unido a las filas de los asesinos poco después de la batalla de Hattin, mostró a Sinan todos sus dientes mellados en una gran sonrisa, y aseguró a su «señor» su profunda gratitud y su absoluta entrega.

– Me ocuparé de vuestros diez elefantes mejor de lo que vos os ocupáis, de vuestras mujeres -prometió Rawdán a Sinan contoneándose, como si eso pudiera contribuir a realzar su celo.

Un destello de sorpresa y disgusto cruzó por la mirada de Sinan, pero el jeque de los maraykhát, concentrado en sus proyectos de pillaje, no lo vio. El rostro de Sinan se ensombreció. El asesino acarició con gesto ensimismado la empuñadura de uno de sus largos sables y despidió rápidamente a Rawdán ibn Sultán. Decididamente, aquellos beduinos tenían más grasa en la cabeza que en el cuerpo, lo que no era decir poco. No servían sino para ejecutar el trabajo sucio y chupar huesos de dátil.

Después de la partida de Rawdán, Sinan llamó a uno de sus fidai y le ordenó que fuera a buscarle una muchacha. Aquellos últimos tiempos el jefe de los asesinos hacía un consumo desmesurado de ellas. Más de una docena pasaban cada día por su cama. Y mientras tanto no podía dejar de pensar en Casiopea. Los templarios se la habían comprado por doscientos mil besantes de oro, el rescate de un rey. Aquellos endemoniados templarios, a los que pagaba cada año un tributo de tres mil besantes de oro, se habían vuelto por fin hacia él. Dios sabía, sin embargo, que eran peores que un vómito de hiena y más temibles que la Hidra: no servía de nada amenazarlos, y, aunque se matara a su jefe, otro igualmente temible lo reemplazaba enseguida. Además, su fanatismo no tenía nada que envidiar al de los asesinos. ¡Hubiera debido exigir diez veces más! Casiopea no tenía precio.

De modo que Sinan había necesitado recurrir a Rawdán ibn Sultán para apoderarse de la sobrina de Saladino, pues los maraykhát estaban acostumbrados a recorrer grandes distancias por el desierto. Los hombres de Rawdán le habían preparado una emboscada cuando se dirigía a Bagdad, habían asesinado a su escolta, se habían apoderado de ella y luego la habían entregado al Viejo de la Montaña.

Pero los maraykhát no le habían llevado solo a la muchacha: también se habían presentado con la cabeza del antiguo obispo de Acre, Rufino. Sinan los había entregado a ambos a los templarios blancos en señal de obediencia. «De este modo -había pensado- su vigilancia se relajará y me granjearé su favor mientras siga necesitándolos.»

Pero antes Sinan se había divertido con Casiopea y había tratado de modelar su espíritu para convertirla, sin saberlo ella, en un instrumento de su política. ¿Cuánto tiempo había tenido antes de que los templarios acudieran para cogérsela? Dos o tres semanas. No más de un mes.

No era mucho, pero casi lo bastante para hacer de ella una fiel convertida a su culto (o al menos, eso pensaba Sinan). De ella y del obispo del Acre, ese Rufino que tanto le intrigaba.

Tras salir de Masyaf, Rawdán ibn Sultán se reunió inmediatamente con sus hombres, instalados en la llanura, y les encargó una primera misión: encontrar el forraje necesario para los elefantes, para que pudieran pasar el otoño con seguridad.