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Luego ya se vería. (En el peor de los casos, comerían su carne, y sus colmillos podrían convertirse en bellos objetos.)

Rawdán se frotó las manos, enrojecidas por la sarna. Se deleitaba por adelantado con los numerosos suplicios que podría infligir a sus enemigos, los zakrad, los muhalliq y las otras tribus, que se burlaban de su falta de nobleza y de sus maneras rústicas. Les enseñaría de qué eran capaces los verdaderos hijos del desierto, las serpientes, los escorpiones. Ya no podía soportar el carácter altanero y las miradas desdeñosas que le lanzaban los zakrad y los muhalliq, cuando ninguno de sus soldados combatía tan bien como los suyos. Poco después de Hattin, furioso por la forma en que los mamelucos habían tratado a sus nobles guerreros tras la incursión de un intruso en su campamento, Rawdán el Sultán había abandonado el ejército del sultán. Había renunciado a la yihad porque aquello implicaba librar batalla junto a semejante cerdo. Luego se había presentado en el Yebel Ansariya, en Masyaf, y había prometido a Rachideddin Sinan que lo ayudaría a restablecer la verdadera fe -la de los ismailíes- en Egipto, en Siria, en Persia… En fin, en todos los lugares donde le pareciera oportuno. Sinan le había ordenado entonces que se aliara con ciertos templarios conocidos por el nombre de «templarios blancos», que también querían restaurar la verdadera fe (su verdadera fe). Aquellos hombres eran, a su modo, como los asesinos, guardianes de la pureza: los templarios blancos querían que el reino de Jerusalén se constituyera en estado religioso, e incluso en estado del papado.

Aunque sus objetivos divergieran, tanto a medio como a largo plazo, tenían un poderoso enemigo común: Saladino. Mientras viviera el sultán -el hombre que había deshecho el poder chií de los fatimitas en Egipto, para instaurar el suyo, y que había atacado ya en dos ocasiones Masyaf, aunque en vano (que Dios sea alabado)-, su combate no tendría tregua.

Su determinación era absoluta.

Algún tiempo después de haber respondido a la invitación de Sinan, Rawdán había promovido a uno de sus hombres, un manco llamado Yaqub, al rango de muqaddam. Porque Yaqub había combatido gloriosamente en Damasco, junto a los templarios blancos, contra aquel demonio cristiano que les había causado tanto daño en Hattin. Porque estaba bien visto por los asesinos, a los que su brazo derecho mutilado impresionaba. Y porque había mostrado en el combate una rabia y un encarnizamiento que Rawdán quería proponer como ejemplo a todos los maraykhát, sobre todo a los más jóvenes, que eran como pequeños escorpiones a los que hay que enseñar desde la infancia a servirse de su dardo.

Y finalmente, una noche, mientras se estaba relajando como de costumbre en compañía de jóvenes bailarinas apenas nubiles, Rawdán ibn Sultán recibió en su tienda la visita de un hombre vestido completamente de negro: el enviado del Papa, Wash el-Rafid, un ismailí que fingía haberse convertido al cristianismo. De hecho, Rawdán era uno de los pocos que había comprendido su juego con claridad: ese perro sarnoso no hacía más que ajustarse a las recomendaciones de la taqiyya, principio del disimulo que autorizaba a los mahometanos para que, en ciertas condiciones (particularmente de debilidad o de inferioridad), abandonaran por un tiempo los deberes de su culto y simularan una fe que no era la suya, con objeto de engañar a sus enemigos. A veces ese tiempo podía durar toda una vida; las leyendas chiíes estaban llenas de esos héroes que se sacrificaban adoptando los usos y costumbres de sus peores adversarios para golpearlos mejor llegado el momento, una vez borrada su desconfianza.

– Es un buen regalo el que te ha hecho nuestro señor (la paz sea con él) -dijo Wash el-Rafid en referencia a los elefantes de Sinan, trabados en el exterior.

– La paz sea con él -respondió Rawdán ibn Sultán-. Nunca recibí otro mejor.

– Ni tampoco lo hiciste… -ironizó el ismailí.

Rawdán lo miró con desconfianza, preguntándose qué ocultaba aquella frase (en realidad, una injuria). Después de todo, él había merecido aquellos elefantes: sus hombres y él habían corrido grandes riesgos para capturar a Casiopea.

– ¿Qué esperáis de mí?-preguntó Rawdán con desconfianza.

– Sinan ha decidido ofrecerte un nuevo presente, y te autoriza a agradecérselo.

– Qué gran honor me hace -dijo Rawdán ibn Sultán con ira contenida-. Dile a tu señor que su bondad me abruma. No sé si soy digno de ella.

– Lo eres -le aseguró el-Rafid-.Y, por otra parte, lo podrás probar. Si sabes mostrarte a la altura de sus bondades, te enviará otros diez elefantes cargados de oro y piedras preciosas. Si no, los enviará a tus enemigos, los zakrad y los muhalliq…

– ¿Y por qué a ellos?

– Para motivarte -respondió el-Rafid empezando a pelar una naranja con su cuchillo.

Rawdán rabiaba por dentro. ¡Sinan no confiaba en él! Lo trataba como a los otros: intentaba someterlo a su voluntad como a un vil mercenario (lo que en el fondo era), amenazándolo con hacerlo exterminar por sus enemigos si no obedecía. Cuando una simple petición de su parte habría supuesto tal honor para Rawdán que con gusto hubiera dado su vida por él. O, en todo caso, la vida de los suyos.

– Sabes que haría lo imposible por Sinan -susurró Rawdán en tono meloso-. Dime lo que agradaría a tu señor, que yo tendré el indecible honor de satisfacerlo.

– Casiopea ha huido. A Sinan (la paz sea con él) le gustaría que la recuperaras. Esta vez no tendrás derecho a tocarla y deberás entregárnosla tan deprisa como sea posible, intacta. Si no, te ahogaré personalmente en los excrementos de tus elefantes. Además, infortunadamente nos hemos enterado de que hemos sido engañados por esos descreídos de Taqi ad-Din y Saladino (que sus cadáveres alimenten los fuegos del infierno). La cruz que arrebatamos no es la verdadera. Pagarán por esto. ¡Quiero que los masacres! Quiero que tus elefantes aplasten sus cuerpos, que los reduzcan al estado de lienzos entre los que me deslizaré de noche para dormir.

El-Rafid tiró las mondas en una copa dorada y mordió con fuerza su naranja.

Rawdán encontró audaz el proyecto; la misión lo seducía.

Al final, aunque aborreciera los métodos algo expeditivos de Sinan, aceptó de buen grado. Se dijo que tendría ocasión de divertirse y de enriquecerse. El señor aprendería a apreciarlo, o si no… aprendería también él, en su propia carne, lo que significaba la cólera de un maraykhát.

Cuando Wash el-Rafid le dijo adonde debía ir, Rawdán se echó a reír y salió apresuradamente de su tienda para ordenar a sus tropas que se pusieran en camino: ¡no había tiempo que perder! ¡Atacarían el oasis de las amazonas! Oh, qué caro les haría pagar a esas perras los hombres que le habían robado antes de soltarlos, castrados, en el desierto, donde los encontraban los suyos… a veces. Medio deshidratados y completamente locos.

Dos días más tarde, los maraykhát atacaron el oasis.

Las cenobitas, prevenidas por la Emparedada, los esperaban a pie firme. Se habían revestido con una coraza de piel de serpiente hervida -una protección particularmente ligera que no estorbaba sus movimientos-, se habían encasquetado una cabeza de hiena vaciada e iban equipadas con un pequeño escudo de cuero de hipopótamo. Aquel atavío les confería un aspecto terrorífico de criaturas fantásticas.