La primera línea de defensa de las cenobitas se había apostado al borde del oasis, bajo el mando de Eugenia, la hermana de Femia. La amazona no dejaba de escrutar el cielo, observando los movimientos del halcón de Casiopea. De pronto, el pájaro salió disparado para ocultarse en la luz del soclass="underline" el enemigo se acercaba.
Eugenia, encaramada a una plataforma oculta en las palmeras, colocó en su arco una larga flecha con barbas, de las que perforaban las armaduras y no podían extraerse sin arrancar la carne.
Luego el desierto se puso a temblar, se hinchó, orlado de arrugas opacas. Pronto de esos torbellinos surgieron jinetes que parecían no tocar el suelo, como llevados por los yinn. Los guerreros azotaban el aire con sus sables de hoja curvada, aullaban audaces imprecaciones que enseguida dispersaba el viento. Detrás de ellos, una decena de elefantes cargaban barritando, con la trompa levantada hacia el cielo, emborronando el horizonte con una sombra polvorienta.
Cuando el enemigo estuvo a tiro, las cenobitas lanzaron una primera salva de flechas. Segados en medio de su carrera, varios jinetes rodaron por la arena con sus caballos. Pero otros, a los que la caída de sus hermanos pareció revigorizar, los reemplazaron.
Cuando esta segunda oleada se lanzó contra las cenobitas, Eugenia ordenó el repliegue: la lucha era demasiado desigual. Los maraykhát eran cinco veces más numerosos. Los hombres lanzaban mandobles al azar, golpeando los árboles, los bejucos, destripando incluso a los monos, que huían chillando a las palmeras, donde dejaban grandes regueros de color rojo.
Muy pronto los maraykhát alcanzaron el fondo del oasis, donde tropezaron con el grueso de las fuerzas de las cenobitas, que, mal que bien, consiguieron contenerlos.
Mientras seguía animando a sus guerreras a resistir, Zenobia, montada sobre una gacela, miró hacia la entrada de su pequeño reino: si Eugenia conseguía impedir que los elefantes pasaran, tal vez tendrían una posibilidad de vencer.
Pero los paquidermos, que los maraykhát habían drogado para que no sintieran miedo ni dolor, arrancaron las palmeras con su trompa, hicieron caer a las cenobitas que se encontraban en ellas y las pisotearon.
Un elefante daba caza a Eugenia, persiguiéndola por entre los matorrales. Herida, la amazona se dirigió cojeando hacia un foso que habían cavado la víspera, esperando atrapar al animal en la trampa. Cuando estuvo solo a unos pasos del foso disimulado con palmas, sacando fuerzas de flaqueza, Eugenia dio un último salto y consiguió pasar al otro lado. El elefante se precipitó en el agujero cubierto de púas aceradas y solo quedaron a la vista sus servidores, que bramaban montados sobre su lomo mientras intentaban torpemente apuntar a Eugenia para lanzarle un venablo. Justo en ese momento, un segundo elefante se dirigió hacia ellos, aplastándolos a su paso. Sin haber tenido tiempo de recuperar el aliento, Eugenia cerró los ojos y cruzó los brazos sobre el pecho antes de ser aplastada.
Sin esperar a Simón, Taqi ad-Din y Casiopea se unieron a las cenobitas. Zenobia había gritado una orden. Las mujeres cerraron filas para no dejarse desbordar y opusieron a las cargas de los jinetes la doble hoja de su lanza, que se esforzaron en clavar en los ollares de los caballos. Uno de ellos se derrumbó, alcanzado en el cerebro, y aplastó a su jinete bajo su peso.
Las amazonas recuperaban las esperanzas. Sus líneas resistían: los maraykhát no conseguían romperlas y, gracias a sus hermanas encaramadas en las grutas y en lo alto de los arcos, todavía dominaban la ciudad. Entonces, un estruendo de berridos y cascabeleos resonó no lejos de ellas: ¡los elefantes!
La vegetación se tiñó de rojo al paso de esos monstruos, que derribaron las palmeras y quebraron los troncos, arrollando a las cenobitas sin siquiera detenerse. De todo el bosque se elevaron miles de pájaros, que alcanzaron con un rápido vuelo el refugio del cielo. El pecho de los elefantes era como el espolón de un navío, que traza su ruta en un mar agitado sin preocuparse por la tempestad, porque él es la tempestad. Sus patas eran mazos de titán que manchaban su piel gris con motivos horribles cuando aplastaban a las amazonas, cuya sangre surgía en una espuma hirviente. Sus colmillos eran dos formidables sables, y muchos debían sacudir la cabeza para deshacerse de las cenobitas que quedaban empaladas en ellos. Las bestias, en fin, avanzaban impávidas, y tras ellas marchaba el resto de los maraykhát, la odiosa infantería armada de picas dentadas que habían dejado empapar en excrementos durante tres noches para envenenarlas.
Alejándose lo más deprisa posible de aquel tumulto, Yahyah recorrió las grutas en busca de Morgennes. ¡Había que prevenirlo! ¿Por dónde habría ido? Bruscamente, mientras el combate se hacía más encarnizado, tropezó de cara con Masada, que iba escoltado por dos cenobitas. Aunque el comerciante de reliquias estaba encadenado, las mujeres se mantenían bien pegadas a él.
– ¡Vos! -exclamó Yahyah.
– ¡Tú! -dijo Masada.
Babucha (que había seguido a Yahyah) gruñó, giró nerviosamente en torno a Masada y le mordisqueó los tobillos.
– ¡Yahyah! -imploró Masada-.Tienes que comprenderme, no tenía elección. Yo…
Yahyah le escupió a la cara:
– ¡No quiero veros más! ¡Ni siquiera quiero oír hablar de vos, para mí ya no existís!
Luego cogió a Babucha en brazos y se deslizó hacia abajo por una escalera de cuerdas.
– ¡Espera! -aulló Masada-. ¡No me dejes con ellas! ¡No sabes lo que son capaces de hacer! ¡Yo las conozco!
Pero el muchacho ya no lo oía. Sin embargo, Masada continuó:
– ¡Soy débil! ¡Soy cobarde, es verdad! Tuve miedo, lo reconozco, ¡¡¡pero no quiero morir!!!
Una de las cenobitas lo hizo caer al suelo golpeándolo violentamente con su lanza entre las piernas.
– ¡Silencio! -le gritó.
Masada se incorporó de nuevo penosamente sobre sus doloridas rótulas y se miró las manos. La piel se había oscurecido, las uñas habían caído. Al reconocer los primeros síntomas de la enfermedad, se echó a llorar.
Morgennes siguió a Yemba y a Guillermo a las profundidades del templo, donde las galerías se hundían en la roca como las raíces de un árbol gigantesco.
– ¿Llegaremos pronto a la mina? -preguntó Morgennes.
– ¡Cada cosa a su tiempo! -respondió Guillermo.
– Como se dice en Mateo -añadió Yemba-: «Quien no toma su cruz y me sigue no es digno de mí».
Luego, para dar mayor peso a su réplica, le dio una palmada en el hombro, en el lugar de su antigua herida, y también en el lugar donde Morgennes había apoyado la pesada cruz de madera, la Vera Cruz, que acababan de desatar.
Un mecanismo disimulado en un detalle del último mosaico -detrás de las manos juntas de Sofronio y de María- permitía, mediante un ingenioso sistema de engranajes, poleas y cuerdas, hacerla descender. Morgennes la había recuperado. La cruz era muy pesada, como si el peso de los años se hubiese añadido a su masa.