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Pero aquella no era la única preocupación de Morgennes.

– ¡Mi espada! -decía-. ¡No puedo partir sin ella!

– La tendréis -lo tranquilizó Guillermo.

– Quiero mostrároslo… -prosiguió Morgennes-. Lo conseguí, quiero que veáis las lágrimas de Alá…

– Pero si os creo. De otro modo no estaríais curado… Y, en cualquier caso, tengo fe en vos.

– ¡Ya hemos llegado! -exclamó Yemba.

Morgennes miró alrededor: se encontraban en una inmensa biblioteca. El techo desaparecía en alturas insondables, accesibles únicamente mediante escaleras a lo largo de las cuales se deslizaban agustinos suspendidos de cables.

– ¡¿Qué?! -dijo Morgennes-. ¿Es esto la mina?

– Sí -respondió Guillermo-. ¿Por qué? ¿Es que no lo parece?

Morgennes no respondió. Se contentó con apoyar la cruz contra un inmenso panel de madera, horadado con miles de aberturas que albergaban pergaminos. Una etiqueta atada con un cordel permitía identificar de una ojeada la naturaleza del rollo, su origen y su contenido. Más allá se veían jarras llenas, no de vino, sino de otros pergaminos. Y un poco más lejos, en vagonetas colocadas sobre raíles, se amontonaban libros de páginas grises y cubiertas de cuero.

– ¡Es magnífico! -dijo Morgennes-. Pero entonces, las minas de oro y de plata, todo eso, ¿no es más que una leyenda?

– No -respondió Guillermo-. Es un punto de vista… El oro y la plata de las cenobitas provienen, de hecho, de este lugar. Del saber contenido en estos escritos. Aquí se encuentran recetas de afrodisíacos; allá, preparaciones para curar el ardor de estómago; más lejos, remedios para el dolor de cabeza, los callos, las verrugas, el mal aliento, los resfriados, el reumatismo, los panadizos, la podridura púrpura del pene, la fiebre de los pantanos, las escrófulas… Sin contar las fórmulas que permiten fabricar cremas y ungüentos para precaverse contra el envejecimiento o diferentes pecados, como la avaricia, el orgullo, la lujuria, la envidia, la cólera, la pereza… Por lo que hace a la gula, por desgracia no tiene remedio… Tal vez un día…

– Es increíble -dijo Morgennes.

Luego Yemba los condujo hacia otras galerías de menor altura, donde las antorchas estaban prohibidas y solo podían desplazarse con linternas de capuchón cerrado. Lo que Morgennes acababa de ver no era más que la primera parte de una larga serie de túneles que en todos los casos parecían prolongarse hasta el infinito.

Taqi descargó violentos golpes con el sable a su derecha y se cubrió el flanco izquierdo con el escudo. Rawdán ibn Sultán le pisaba los talones, acosándolo como un animal rabioso. El jefe de los maraykhát era, como Taqi, un jinete sin par. Ya estaba a punto de golpear al sobrino de Saladino con su espada envenenada cuando un venablo de oro le atravesó la boca y lo hizo caer de la silla, Zenobia, montada sobre una gacela enjaezada de oro, había librado de su perseguidor a Taqi, que se lo agradeció con un gesto. La reina inclinó la cabeza y, antes de dirigirse hacia otros adversarios, le gritó:

– ¡No debéis permanecer aquí! ¡Tienen gente tras de vos! ¡Huid! ¡Es una orden!

Pero Taqi no podía decidirse a batirse en retirada. Ya volvía a combatir encarnizadamente, haciendo volar en todas direcciones su sable adornado con piedras preciosas, mientras paraba los golpes con su pequeño escudo en forma de corazón.

Casiopea, por su parte, había saltado de la silla, al recibir su montura una violenta lanzada en el pecho, y había alcanzado el refugio de una garita elevada, desde donde utilizaba su ballesta contra los maraykhát. A su lado, algunas cenobitas lanzaban bolas de honda de un tipo muy particular, ya que explotaban y extendían una nube de polvo vomitivo o soporífero que forzaba a los maraykhát a interrumpir el combate, incapacitados por la fatiga, o hacía que cayeran desplomados. (Las amazonas, por su parte, estaban inmunizadas contra él.) De pronto, Casiopea divisó a Simón, que corría como un loco furioso, con la Vera Cruz en las manos.

Desde el mismo inicio del combate, Simón se había precipitado hacia la habitación donde las cenobitas habían guardado la Vera Cruz, o al menos la que él llamaba así (de hecho, la cruz de Hattin). Era una ocasión única para probarla en el combate, y, ya que las cenobitas eran cristianas, Simón había pensado que la visión de la Santa Cruz las inspiraría. Estaba seguro: gracias a ella vencerían a esos bárbaros, a esos odiosos esbirros de Lucifer. Porque los maraykhát eran unos cobardes. Combatían, no con coraje, sino con una especie de locura que los mantenía alejados de la muerte y del temor que esta inspira. En cuanto apareciera la cruz en el campo de batalla, los maraykhát huirían. También se había dicho que posiblemente su vestimenta de templario blanco les impresionaría, que los desestabilizaría.

El fragor del combate redoblaba en intensidad cuando Simón salió, armado únicamente con la cruz truncada, que sostenía con las dos manos como una espada de caballero. Al pasar no muy lejos de Casiopea, gritó:

– ¡Dios lo quiere!

Una fuerza prodigiosa desbordaba de su ser. En cuanto estableció contacto con el enemigo, un formidable tumulto de sones y olores lo asaltó. A los lamentos de los moribundos se añadían los gritos de los vencedores, el tañido de las cuerdas de los arcos, el zumbido de las bolas de las hondas, el estruendo de los impactos, el tronar de los cascos y, por todas partes, un olor a sudor y a sangre, mezclado con miedo, un olor de rayo cargado de violencia, que lo embriagó.

Lejos de aterrorizar a los maraykhát, la visión de la Vera Cruz hizo que se lanzaran sobre Simón, quien, lleno de temeraria locura, la levantó gritando:

– ¡Montjoie! ¡Montjoie!

Luego se abalanzó contra los que cargaban y lanzó un golpe tan violento contra el pecho de un jinete que lo hizo saltar de los estribos.

– Gloria, laus et honor Deo in excelsis! -aulló Simón lleno de alegría.

El joven se había alejado de Casiopea, que, al ver un elefante que corría hacia él, exclamó:

– ¡Qué idiota! ¡Conseguirá que lo maten!

Simón, ignorante de todo en medio de su victoria, no oyó al elefante que se acercaba por el flanco. Curiosamente, no había podido resistirse a la tentación de mirar hacia arriba, a la cruz. Aislado del resto del mundo, no pensaba más que en Cristo. Ya no había ningún ruido, ningún olor; solo estaba Dios, Jesús y una pluma de loro.

¿Una pluma de loro?

Simón se rehízo y vio volar, entre un formidable rumor de alas, a los últimos loros del oasis, uno de los cuales había perdido una pluma. Siguiéndola con la mirada, Simón divisó, a dos lanzas de distancia, un rectángulo gris coronado por una especie de cesto de paja trenzada, desde donde tres arqueros lanzaban flechas. Una de ellas se clavó en la madera de la Vera Cruz, que vibró en sus manos. El elefante ya solo estaba a unos pasos. Finalmente, el animal levantó la trompa para barritar y la descargó brutalmente contra Simón, que se derrumbó aturdido por el golpe. La cruz le cayó sobre la cabeza y le hizo un tercer chichón en medio de la frente. Simón tendía la mano para recuperarla, cuando el elefante enrolló la trompa en torno a ella y la levantó para partirle el cráneo.