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– ¡El diablo! -exclamó Simón, rodando de lado-. ¡Es el diablo!

Se incorporó con la energía de la desesperación y, aunque se encontraba desarmado, se lanzó hacia el elefante. Quería escalarlo para recuperar la Vera Cruz, que creía en manos de Lucifer. Sobre el lomo del elefante, de pie en el howdah, tres maraykhát lo esperaban, amenazándolo con sus kandjar. Los soldados llevaban un extraño tatuaje en las manos: una tela de araña blanca que representaba en filigrana la mano del imán que, más allá de la muerte, guía a sus hijos hacia la gloria y el paraíso.

En ese momento Simón sintió que tiraban de él hacia atrás. Negándose a ceder antes de haber alcanzado la cima de aquel demonio y haberle vuelto a arrebatar la Vera Cruz, el joven se sujetó con fuerza a las correas que mantenían la barquilla firme sobre el elefante.

– ¡Imbécil! ¡Soy yo! -dijo una voz a su espalda. Era Taqi ad-Din.

Simón se soltó y se dejó caer hacia atrás. Taqi lo sujetó por la cota de malla y, con un impulso del brazo que denotaba una fuerza realmente increíble, lo alzó hasta la silla y partió al galope.

– ¡ La Vera Cruz! -gimió Simón, mientras el elefante se servía del patibulum para golpear a derecha e izquierda a las cenobitas que lo atacaban.

– ¡Más tarde! -gritó Taqi.

El sobrino de Saladino espoleó vigorosamente su caballo y pronto dejó al elefante muy atrás, mientras Casiopea cubría su retirada disparando con la ballesta, apuntando a los arqueros que se encontraban de pie en el howdah más que al propio elefante.

Guillermo registró un pequeño cofre lleno de frascos con todos los colores del arco iris y al fin tendió uno verde a Morgennes.

– Bebedlo cuando combatáis a los maraykhát. Esto impedirá que vuestra sangre fluya…

Luego le dio otra poción, esta vez amarilla, y añadió:

– Esta cura del veneno. Es un brebaje parecido al que me mantiene con vida, salvo por el hecho de que no es necesario tomarlo cotidianamente si se traga en el momento que sigue al envenenamiento.

Guillermo ya bajaba la tapa del cofre de las pociones cuando dudó un momento y volvió a levantarla bruscamente.

– También podríais necesitar esta…

De color azul, el brebaje cicatrizaba las heridas y daba fuerzas. Guillermo había cerrado casi la tapa y se disponía a abrirla otra vez, cuando finalmente la cerró con un golpe seco.

– ¡Va, cogedlo todo! No tengo tiempo de explicaros para qué sirven las otras pociones, pero en el interior encontraréis un pergamino con todas las informaciones que les conciernen. ¡Cuidadlas bien, son preciosas!

Guillermo tendió el cofrecillo a Morgennes, que, cargado con la cruz, no podía sujetarlo.

– Dejad, lo llevaré por vos -dijo Yemba con una gran sonrisa-. Así tendré una excusa para irme…

Morgennes se lo agradeció calurosamente, y le preguntó:

– ¿Abandonáis el oasis?

– ¿Por qué no?

– ¡Apresurémonos, amigos, apresurémonos! -cortó Guillermo-. ¡Aún no hemos acabado!

Los tres se precipitaron hacia un nuevo corredor, cerrado por una pesada puerta de bronce. Guillermo registró su limosnera, sacó un gran manojo de llaves e introdujo una en la cerradura. La puerta se abrió con un chirrido a una pequeña gruta sombría donde se encontraba una carreta de mano cargada de tinajas de tierra.

– Ya hemos llegado -dijo Guillermo-. Estas tinajas están selladas herméticamente. Deberían poder resistir el paso del tiempo. Prometedme que las pondréis en lugar seguro…

– Pero ¿dónde? -inquirió Morgennes.

– En una red de cavernas situada al norte del Mar Muerto. Estos textos son extremadamente importantes para la historia de la cristiandad. Pero también peligrosos. Hay que mantenerlos a resguardo de Roma, que sin duda los haría quemar si les pusiera las manos encima. En algunos de estos documentos se habla de un Señor de Justicia que sería anterior a Nuestro Señor Jesucristo. Ahora bien…

Morgennes era todo oídos.

– Ahora bien -prosiguió Yemba-, las palabras pronunciadas por ese Señor de Justicia parecen haber sido recogidas por Jesús. ¡Cristo tenía conocimiento de estos escritos! ¿Se inspiró, tal vez, en ellos? En cualquier caso, lo cierto es que ponen en cuestión la originalidad de su mensaje.

– Pero no su valor -volvió a tomar la palabra Guillermo-. Desgraciadamente, no hemos acabado el estudio de estos textos, que están, por otra parte, en muy mal estado. Muchos se encuentran en forma de fragmentos imposibles de unir entre sí. Otros me parecen demasiado peligrosos para poder ser estudiados ahora sin despertar antiguas fuerzas maléficas. Un día, tal vez los hombres puedan inclinarse sobre estos misterios. Pero solo podrán hacerlo si estas tinajas llegan hasta ellos…

A continuación se dirigieron a una galería más ancha y muy húmeda, tallada en la roca. Apenas podían ver nada a la luz de la linterna que sostenía Guillermo. Finalmente llegaron a un terraplén que dominaba un acantilado, al pie del cual corría un río. Isobel se encontraba allí, con la carreta de Masada y los otros caballos.

– ¿Qué lugar es este? -preguntó Morgennes, maravillado.

– Este es el lugar donde el río al-Assi, el que fluye al revés, inicia su último viaje -respondió Guillermo-. Su parte subterránea, que lo lleva Dios sabe dónde. Ninguno de nosotros, de hecho nadie, ha remontado nunca su curso hasta la fuente. Siguiéndolo en sentido contrario llegaréis al desierto, no lejos de aquí. He hecho que os proporcionen antorchas y provisiones para varios días -explicó mientras se acercaba a la carreta de Masada-.Y también esto -dijo levantando un toldo bajo el que se encontraba Crucífera

– ¿Cómo podré agradecéroslo? -preguntó Morgennes.

– Proteged las tinajas -respondió Guillermo.

– Os lo prometo.

Los dos amigos se abrazaron largamente, sabiendo que nunca volverían a verse. Luego llegaron dos cenobitas, una que llevaba a Isobel y Carabas de la brida, y la otra, a Masada al extremo de una cadena. El hombrecillo no dejaba de sollozar, lamentándose de su suerte, llorando por Jerusalén, cuyo nombre repetía incansablemente.

– ¡Jerusalén! ¡Jerusalén! ¡Jerusalén!

Cuando divisó a Morgennes, Masada cayó de rodillas, le besó los pies, le pidió perdón, le imploró que tuviera con él la clemencia de Dios.