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– Pide perdón a Dios -dijo Morgennes-, no a mí.

Masada levantó hacia él su cara bañada en lágrimas. Parecía que la lepra había cavado en su rostro nuevos surcos, más profundos, que no dejaban libre ni una pulgada de su piel. El judío estaba casi irreconocible.

– ¡Perdón! ¡Perdón, perdón, perdón!

– ¡Si Dios quiere que te cures, te curarás! -soltó fríamente Morgennes-. Pero por ahora solo me mereces desprecio…

Cuando Morgennes se volvía para verificar su equipo y conversar por última vez con Guillermo, un ladrido resonó en la caverna: ¡Babucha! La perrita iba seguida por Yahyah, que llevaba a Rufino en sus brazos.

– ¡Morgennes! – exclamó el niño-. ¡Creí que no os encontraría nunca!

– ¿Y Casiopea? -preguntó Morgennes.

– Está con Simón y Taqi…

Morgennes miró al niño y luego a las cenobitas.

– Nuestra reina les ha dicho que partan -explicó una de ellas-. Pero no hacen caso a nadie y no quieren abandonar el campo de batalla.

– Vamos a buscarlos -dijo Morgennes.

Como la lepra o la sarna, los maraykhát invadieron las galerías y las grutas de las cenobitas, sembrando el desorden y la muerte en cada sala, en cada corredor. Al ver que se acercaban a la plataforma donde se encontraban Casiopea y las amazonas armadas de sus hondas, Simón saltó de la silla, dejando a Taqi la tarea de hacer desviar al elefante, lo que este hizo con mayor facilidad al tener que cargar su caballo con menos peso.

– ¡Por aquí! -gritó Simón gesticulando-. ¡Conmigo!

Casiopea lo divisó y saltó al suelo, pero algunos maraykhát se dirigieron hacia ella. ¡Tenían que apresurarse! Al ver a una gacela que corría sin jinete, Simón la cogió por la brida, la montó y la condujo hacia su amiga, a la que perseguían varios maraykhát, que, sin embargo, no trataban de matarla.

La joven saltó a la grupa de la gacela, y Simón espoleó con energía al animal.

– ¡Rápido! -resopló-. ¡Vamos a alcanzar a Taqi!

En torno a ellos silbaron flechas que no llegaron a tocarlos. Simón se inclinó hacia adelante, tratando de hacerse lo más ligero posible, mientras Casiopea se sujetaba a él gritando:

– ¡Es la gacela de Zenobia! ¡La reina de las amazonas ha muerto!

Había reconocido la silla ribeteada de oro de la reina.

– ¡Razón de más para escapar!

Pero a los esfuerzos de los maraykhát, que los perseguían a caballo, se unieron ahora los de un gigantesco elefante blanco, probablemente el macho dominante. Aquel monstruo llevaba en su trompa el cuerpo desmadejado de una amazona, reducido a una abominable papilla de huesos, carne y sangre, que utilizaba para golpear todo lo que se ponía a su alcance. Y en su howdah, protegido por los escudos, Casiopea vio con horror al hombre cuyo rostro había lacerado en Hattin. El mismo hombre que la había violado en varias ocasiones con sus camaradas.

– ¡Los mataré! -exclamó la joven.

Por desgracia, su aljaba estaba vacía.

Los maraykhát habían adornado a su elefante en honor al islam, y especialmente a los nizaritas. El animal llevaba amuletos y cascabeles pinchados en sus flancos, una gran mano pintada en el pecho y unos paños de seda roja cosidos a sus patas que parecían unas calzas de gigante. Los hombres del howdah lanzaron violentas carcajadas, con los ojos saliéndose de sus órbitas, y golpearon al elefante en la cabeza con un bastón equipado con un aguijón para hacerlo avanzar más deprisa, lo injuriaron, le machacaron el cráneo hasta herirlo. La sangre le corrió por la trompa. Finalmente, uno de los maraykhát, más loco aún que sus dos comparsas, se entretuvo sacudiendo el howdah en todos los sentidos, amenazando con hacerlos volcar.

«Su forma de actuar es la de los asesinos», pensó Casiopea.

La joven contuvo un estremecimiento. La imagen furtiva de Sinan había cruzado por su mente. Aborrecía a aquel hombre. No contento con abusar de ella, Sinan había tratado de manipular su mente. Por suerte, no creía haberse visto afectada por ello. Pero se había salvado solo gracias a su fuerza de carácter y al poco tiempo que había estado en su poder, ya que los templarios blancos habían acudido a buscarla antes de lo previsto. Además, el Viejo de la Montaña había concentrado sus esfuerzos en el pobre Rufino, al que había oído aullar en varias ocasiones en los laboratorios de El Khef.

– ¡Más deprisa! -gritó a Simón.

– ¡Hago lo que puedo! -replicó él, echando una ojeada por encima del hombro-. ¡Por san Jorge! ¡Mira qué curiosa vestimenta lleva ese!

Casiopea volvió la cabeza y se dio cuenta de que la camisa que llevaba el manco era precisamente la que Taqi le había prestado antes de su salida hacia Bagdad, cubierta de pentágonos y de signos cabalísticos.

– ¡Me lo pagarán! -exclamó.

En aquel instante un grito en el cielo atrajo su atención. Levantó los ojos y vio a su halcón. Volaba por encima de ellos, indiferente a las flechas que los maraykhát lanzaban a veces contra él. El pájaro se movía en dirección al templo adonde había ido Morgennes.

– ¡Por allí! -dijo la joven señalando la edificación, cuyas cúpulas sobresalían a medias de la bruma.

– Pero ¿y Taqi? -replicó Simón-. ¿Y la Vera Cruz? ¡No podemos dejarlos!

– Yo me ocupo de eso -dijo Casiopea-. ¡Tú ve a ver a Morgennes! ¡Rápido!

Simón dudó un momento, y luego declaró:

– No. ¡Me quedo contigo!

– ¡Taqi! ¡Taqi! -aulló entonces Casiopea.

Simón también se puso a gritar hasta desgañitarse:

– ¡Taqi!

Pero solo les respondía el fragor de las armas, los clamores de la batalla. Aquí y allá, manchas brillantes disipaban por un instante la niebla del combate, como relámpagos surgiendo en medio de la noche. Casiopea y Simón se dirigían hacia esas manchas de luz, pero a menudo eran solo los resplandores metálicos de unos arreos.

El enorme elefante había ganado terreno, y ya sentían a su espalda el calor de su aliento lleno de miasmas fétidas. Simón trató de acelerar. Por desgracia, montando dos en una gacela, no podían avanzar muy rápido. Al ver que el elefante blanco amenazaba con alcanzarlos, Simón tuvo una idea: se llevó el cuerno a la boca y sopló… El penetrante sonido rasgó la bruma y atrajo hacia ellos toda clase de formas, como insectos atraídos por una llama. Primero las cenobitas montadas en gacelas, que parecían huir del enemigo -aunque de hecho trataban de reagruparse-, luego una maraña de amazonas y maraykhát que los adelantó como un enjambre de abejas furiosas, demasiado ocupados en combatir para preocuparse por ellos.