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De pronto, una sombra desmesurada cubrió a Casiopea y Simón, y una voz que venía de lo alto les gritó:

– ¡Subid!

¡Era Taqi! Había conseguido apoderarse de un elefante, que hacía correr al lado de sus compañeros. Tras llevar a la gacela, que empezaba a agotarse, junto al paquidermo, Simón ordenó a Casiopea:

– ¡Sujétate a su arnés!

Casiopea trepó ágilmente desde el lomo de la gacela al del elefante, y dijo a Simón:

– ¡Ahora tú!

Pero Simón resbaló, se sujetó en el último instante a las correas del howdah y fue arrastrado un trecho, con las calzas de malla rozando el suelo. Casiopea se inclinó hacia él y, tendiéndole la mano, lo ayudó a subir, no dudando en sujetarlo por las axilas y en agarrarlo luego por las nalgas para hacerlo caer boca abajo dentro del howdah.

El elefante blanco, que solo se había detenido un instante para pisotear a la gacela, se encontraba ahora justo tras ellos. Si hubiera querido, habría podido atrapar la cola de su elefante.

Lejos de preocuparse por eso, Taqi sonrió y mostró a sus amigos la cruz de Hattin, que había conseguido recuperar al mismo tiempo que se hacía con el paquidermo, entre proezas que prometió narrarles más adelante.

– ¡Vamos a reunimos con Morgennes! -concluyó con un guiño.

Una vez que hubo llegado al pie de la escalera del templo, su elefante reventó los escalones ya maltratados por el tiempo, hizo vacilar las columnas, cargó contra la pesada puerta, la hundió con un poderoso testarazo y penetró bajo la bóveda de luz dorada. Un bramido atronador los alertó: el elefante blanco, furioso, los seguía de muy cerca.

Morgennes y Guillermo, que en aquel mismo instante salían del túnel, se quedaron desconcertados por un momento, y luego reconocieron a sus amigos, que se apresuraron a poner pie en tierra.

– ¡Taqi! -exclamó Morgennes, y se precipitó hacia él para estrecharlo calurosamente entre sus brazos.

Después hizo lo mismo con Casiopea, y a continuación, tras un breve instante de duda por una y otra parte, abrazó también a Simón.

– Ahora puedes dejarla -dijo Morgennes a Simón, señalando la cruz que llevaba en sus brazos-. ¡He encontrado la auténtica!

– ¡Pero si esta es la auténtica! -se indignó Simón.

– ¡No perdáis tiempo! -intervino Guillermo-. ¡Apresuraos! ¡Apresuraos! ¡Vamos, vamos!

Apenas había acabado de hablar cuando el gigantesco elefante blanco cargó contra un pilar, que se tambaleó. El pequeño grupo corrió hacia la galería que conducía al río subterráneo. Algunas flechas volaron en su dirección, y Guillermo gritó:

– ¡Huid!

Luego lanzó un frasco de vidrio en medio del túnel, donde explotó levantando una nube de polvo destinada a cubrir su huida. Ya el segundo elefante forzaba al primero a avanzar, mientras, en el howdah, Yaqub y sus acólitos aullaban que iban a destruir aquel lugar impío y aparentemente se disponían a bajar para destripar a sus adversarios en un combate cuerpo a cuerpo.

– ¡Por allí! -señaló Guillermo.

Antes de que Morgennes pudiera preguntarle por qué, el anciano lo empujó junto con sus amigos hacia una galería más alejada y cerró sólidamente la pesada puerta de bronce tras ellos. Los elefantes seguían allí, estorbándose mutuamente en su progresión, haciendo temblar el suelo y los muros con su paso de legión. Entonces Guillermo lanzó un frasco rojo al corredor. La botellita estalló con un ruido ensordecedor. Los elefantes barritaron con mayor fuerza aún y se inclinaron con toda su masa contra las columnas, amenazando con romperlas. Al ver a los maraykhát, que habían bajado de su howdah y se acercaban a él con paso vacilante, Guillermo se plantó ante ellos y lanzó un último frasco, que explotó con el ruido de un trueno. Un montón de cascotes cayeron con estruendo de la bóveda y aplastaron a maraykháts y elefantes.

Morgennes y sus amigos acababan de alcanzar las profundidades de la mina. Con excepción de Masada, todos murmuraron una plegaria por el descanso del anciano, que se había sacrificado por ellos.

De hecho, Guillermo había tenido tiempo de correr hacia la pequeña sala donde se encontraba el árbol de la Vera Cruz. Mientras el templo se hundía, él se había refugiado en el hueco dejado por la cruz, se había acurrucado en él y había cerrado los ojos, esperando que el mundo acabara de hundirse.

Luego se había dormido, con una sonrisa en los labios.

Era el fin.

Tal como había predicho la Emparedada, los elefantes habían causado la muerte de las amazonas. La hendidura cerró su gigantesca boca y el oasis desapareció bajo tierra. Había doblado sus pétalos, como una flor al atardecer.

Al cabo de apenas una hora de marcha en la oscuridad, Morgennes y los suyos encontraron una galería que ascendía a la superficie. La siguieron, dejando el río al-Assi tras ellos, y salieron de nuevo al aire libre cuando el sol despuntaba en el horizonte.

Un joven elefantito los observaba. El animal levantó la trompa y se acercó tranquilamente barritando.

23

En el mes de Rajab, asediaron Jerusalén.

Ibn al-Athie, Historia perfecta

Alexis de Beaujeu colocó solemnemente la mano sobre la Vera Cruz.

– Gracias, Morgennes -dijo con los ojos empañados de lágrimas-. De todos los hermanos que partieron en su busca, tú has sido el único en volver. Sé que Dios es más clemente contigo que los hombres. Dime lo que puedo hacer para ayudar a atenuar el sufrimiento que estos te han causado.

Morgennes permaneció largo rato pensativo, sin encontrar nada que decir. Y luego declaró:

– Ya no sé quién soy. Casiopea me ha hablado de un tal Chrétien de Troyes, al que apenas recuerdo. Taqi es mahometano, y no por eso deja de ser un amigo fiel. Durante mucho tiempo creí que Guillermo de Tiro había muerto, pero estaba vivo. Un pasado olvidado, un infiel, un muerto que sigue vivo… ¡Qué extraño cortejo! ¿No estará hecho a mi imagen? Hoy ya no tengo certidumbres sobre nada, si es que alguna vez las tuve. Sé que debéis juzgar a Masada, pero no corresponde al tribunal de penitencia de los hospitalarios el hacerlo. Me gustaría que lo dejarais marchar. Necesita cuidados…

– Pero ¿y las lágrimas de Alá?

– Las devoró un elefante.

Alexis de Beaujeu miró a Morgennes, extrañado.

– Explícame qué ocurrió.

Morgennes contó, pues, a Beaujeu cómo, habiendo salido del oasis de las Cenobitas, la pequeña banda compuesta por Masada, Yahyah, Yemba, Taqi, Casiopea, Simón, él mismo, varias reliquias (entre ellas una cabeza parlante) y un buen número de animales (perro, caballo, asno, elefante, halcón), decidió avanzar hacia poniente, a fin de alcanzar tan pronto como fuera posible el Krak de los Caballeros, desde donde pensaban volver a partir hacia el sur para mantener la promesa hecha a las cenobitas y a Guillermo de poner a resguardo sus preciosos pergaminos.